Authors: César Vidal
—¿Pasó usted la guerra en Austria?
—No. Por supuesto que no —respondió el judío—. Estaba más que convencido de que Austria perdería aquella guerra. A pesar de la belleza que inundaba sus calles, de su resplandor artístico, de los valses de Strauss si usted quiere, aquélla era una sociedad muerta. No, no muerta. Agónica. La familia había ido corroyéndose durante décadas, la moral había ido corroyéndose durante décadas y el Estado había ido corroyéndose durante décadas. Por muy fuertes que demostraran ser los ejércitos alemanes, ¿cómo iban a poder compensar todo aquel peso muerto? No. No había ninguna buena perspectiva para mí en Austria. Además, cuando todo se viniera abajo, ¿qué iba a ser de nosotros los judíos? Con seguridad no faltarían los que nos acusaran de todos los males y se empeñaran en hacer que los pagáramos. Decidí poner tierra por medio antes de que las cosas fueran a peor.
—¿Y adonde fue?
—Tuve mis dudas. A decir verdad, sólo existían dos opciones que me parecían razonables. Ambas eran naciones neutrales: Holanda o España. Decidí optar por lo seguro y me dirigí hacia los Países Bajos, y como tenía dinero y a nadie se le hubiera ocurrido pensar que por mi edad debía servir en el ejército, no me costó llegar. Desde allí pude ver con tranquilidad cómo todo sucedía tal y como había prof... anunciado Hechler. La guerra dejó de ser europea y se convirtió en mundial cuando entraron el Imperio otomano, Japón y Estados Unidos, y comenzó a combatirse también en Asia y África, y, al final, Alemania se desplomó y el káiser tuvo que escapar. Por cierto, se refugió en Holanda.
—Llegó a la misma conclusión que usted... —pensé en voz alta.
—No sé lo que usted opinará de esto —prosiguió el judío como si no me hubiera escuchado—, pero lo cierto es que nada fue igual después de aquella guerra. Nada bueno salió de ella...
—¿Y la Declaración Balfour? —le interrumpí.
—La Declaración Balfour era una mera declaración de principios. Se limitaba a afirmar que el gobierno de Su Graciosa Majestad vería con buenos ojos el establecimiento de un hogar judío en Palestina. Era una miseria que no comprometía a nada, aunque los sionistas se empeñaron en contemplarlo como si fueran las profecías de la Biblia. Pero el resto del mundo... Austria saltó en pedazos, atomizada en estatutos que siguen creando problemas a día de hoy. Alemania se vio privada de la victoria por la intervención de un millón de soldados estadounidenses justo cuando se encontraba a unos pasos de París. Francia decidió descargar décadas de resentimiento sobre Alemania sembrando las semillas para una nueva guerra... ¿Necesita que le diga más? Mire, las injusticias cometidas con Alemania fueron tantas que a nadie con sentido común podía escapársele que, tarde o temprano, habría una nueva guerra; además estaba lo que había sucedido en Rusia.
—¿Se refiere usted a la Revolución?
—Me refiero al hecho de que una pandilla de canallas acaudillados por Lenin se hicieran con el poder y en tan sólo unos meses dieran muerte a más presos políticos que todos los zares juntos en doscientos años. Fíjese bien en el panorama. Una paz injusta para los vencidos, un quebrantamiento del orden europeo y una amenaza totalitaria como nunca se había vivido. Sé que es fácil hablar de esto ahora, pero yo entonces ya preveía lo que podía suceder. De hecho, y aquí me equivoqué, pensé que el desastre se produciría en 1918.
—¿A qué se refiere?
—No es difícil de entender—respondió el judío—.Todo comenzó a venirse abajo y los agentes de Lenin se dedicaron a predicar el evangelio de Marx, el del uso del terror para llegar al poder e implantar una dictadura que asociaban con el nombre del proletariado. En unas semanas, pareció que se apoderarían de Polonia, de Hungría, de Austria, de la misma Alemania. No lo consiguieron. Al menos, de momento. Y fueron pasando los años y volví a ver a Hitler.
—¿En persona?
—No. Por supuesto que no. En 1923, supe que había tenido lugar un intento de golpe de estado, un putsch, en Munich. Por supuesto, los alemanes que, a fin de cuentas, son gente de orden, lo habían abortado y los culpables no tardaron en comparecer ante el juez. La noticia no me parecía especialmente interesante. De hecho, pasaba por la página sin darle mayor importancia cuando vi otra vez su foto. Sí. Era él. Había cambiado algo la forma del bigote, parecía un poco, no mucho, más grueso y el atuendo era menos atildado y más... ¿cómo diría yo?, militar, pero no cabía duda de que era él. Recorrí las líneas todo lo de prisa que pude y sí, allí estaba. Adolf Hitler. Le confieso que sentí como una coz en el pecho al dar con su nombre. De manera que se las había apañado para sobrevivir a la guerra y ahora se dedicaba a la política... A decir verdad, no sólo a la política. ¡A organizar golpes de estado! Durante las semanas siguientes, procuré seguir por la prensa todo lo referente a aquel putsch fracasado. Reconozco que respiré aliviado cuando supe que lo habían condenado a prisión. Un personaje que había logrado alzarse de la prostitución al golpismo no era alguien vulgar. De manera que lo mejor que podía suceder era que acabara entre rejas.
—No estuvo mucho tiempo —lamenté.
—No. Aquel joven Hitler era extraordinariamente listo y se las arregló para salir en unos meses de la prisión y recomenzar su carrera política. A medida que iban pasando los años me sentía cada vez más inquieto. Le confieso que acabó convirtiéndose en una obsesión para mí. Muchos dicen que Hitler era sólo un fascista alemán. Se equivocan. Se equivocan de medio a medio. Mussolini era un nacionalista que se había pasado toda su vida predicando el socialismo y que se había desilusionado al ver cómo sus hermanos de todo el mundo habían apoyado a sus respectivos gobiernos olvidando al proletariado al que decían defender. Nunca tuvo nada contra nosotros. A decir verdad, muchos judíos se afiliaron a los Camisas Negras convencidos de que aquél era el último paso que les quedaba por recorrer para integrarse por completo en la sociedad italiana. Y a Mussolini le parecía de perlas. No sólo es que tuvo una amante sefardita sino que además estaba encantado de que a su movimiento incluso se sumaran los judíos. Pero Hitler... No, aquel austríaco era muy diferente. Hitler supo fusionar a la perfección el socialismo con el nacionalismo. Por un lado, apelaba a los desposeídos, a los pobres, a los golpeados por la crisis económica, a los decepcionados con aquella república de profesores incapaz de solucionar ningún problema. Esa parte de su discurso era tan radical como la de los comunistas y mucho más que la de los socialdemócratas, pero, por otro lado... por otro lado, sumaba a todo aquello una visión nacionalista que tocaba los sentimientos más queridos de los alemanes. Les gritaba que eran un gran pueblo, una nación injustamente tratada, que se veía obligada a padecer los resultados de la acción de los judíos y de sus lacayos. Sé que muchos ahora se empeñan en asegurar que no decía más que estupideces. Seguramente, era así, pero aquellas estupideces, malvadas por más señas, llegaban hasta lo más hondo del corazón de millones de personas. Todos tenían derecho a gozar de la vida, a disfrutar de la existencia, a vivir bien. Se lo merecían. Si no lo conseguían, la culpa era de los judíos. Bastaría con acabar con aquel sistema injusto y, sobre todo, con los judíos para alcanzar el paraíso.
—Parece mentira que alguien sensato se lo pudiera creer.. —pensé en voz alta.
—¿Usted cree? —preguntó con la voz tapizada de amargura el judío—. Déjeme que le ponga un ejemplo. Supongamos que es usted un alemán. ¿Me sigue? ¿Sí? Bueno, pues usted es un alemán que se llama... pongamos Hans. Usted ha combatido en la guerra. Quizá incluso lo hirieron. Dios quiera que no perdiera allí ningún miembro. Durante cuatro años, su experiencia ha sido la de un ejército nunca vencido. Ni los franceses primero, ni los ingleses después han conseguido hacerle retroceder más de unos metros. Y entonces, en 1917, Rusia se rinde y ese mismo año, el Alto Mando lanza una ofensiva final para ganar la guerra y usted, con sus camaradas de armas llega hasta las cercanías de París. Por supuesto, Hindenburg, Ludendorff y el káiser saben de sobra que aquélla es una embestida a la desesperada, que no tiene la menor posibilidad de cambiar el rumbo del conflicto, pero usted, pobre Hans, no sabe nada. Todo lo contrario. Combate como un león y su unidad logra avanzar hasta quedar a unos kilómetros, pocos, de París. Y entonces, cuando cree con toda firmeza que está a punto de ganar la guerra, se entera de que se ha firmado el armisticio y de que Alemania ha sido vencida. Bueno, vencida... No vencida, no. Eso no es lo que usted ha visto en el campo de batalla. Ha sido traicionada. ¿Y por quién? Verá, en la retaguardia aparecen banderas rojas y agentes que predican el socialismo y antes de que nadie pueda darse cuenta de lo que está pasando, se proclama la república y el káiser se ve obligado a huir a Holanda para evitar que los aliados lo juzguen y lo cuelguen. Y lo peor aún está por venir. Por toda Alemania puede verse a los socialistas. O intentan conquistar el poder con las armas como Rosa Luxemburgo se encaraman al aparato del Estado. Y entonces la república inicia su andadura. Los socialistas hablan de justicia, pero la vida cada vez está más cara, y el paro aumenta, y la gente se ve arrojada de sus casas porque no puede pagar y Hans, que combatió durante cuatro años, se ve sin techo y sin pan. Eso si no ha tenido que contemplar cómo su mujer o sus niños o sus padres han muerto de frío y de hambre. ¿Y las democracias? ¿Qué hacen las democracias? Francia ocupa la región del Ruhr para cobrarse las indemnizaciones de guerra, pero nadie dice nada a los franceses. Gran Bretaña mira hacia otro lado. Estados Unidos... Estados Unidos no piensa en Europa. Por supuesto, los comunistas llaman a la revolución, pero Hans no cree en la barbarie, ni en los fusilamientos contra la pared que llevaron a cabo los comunistas en 1918 y, sobre todo, ama a Alemania y la idea de entregarla en manos de los rusos le revuelve el estómago. ¿Y qué hacen ante todo eso los políticos alemanes? Los políticos alemanes, socialdemócratas y católicos, conservadores y nacionalistas, tienen bastante con pronunciar discursos cursis y vanos mientras hacen dinero. ¿Me sigue? Asentí con la cabeza.
—¿Y entonces qué sucede? Ah, entonces aparece un hombre nuevo. Uno que ha combatido también en las trincheras y que no es ni un aristócrata, ni un político profesional, ni un acaudalado capitalista. Les habla de la lucha que soportaron durante cuatro años, de la puñalada por la espalda que les asestaron los socialistas y los judíos, y de un futuro mejor. Un futuro mejor, ¿me entiende? Y les dice: «Miraos. Estáis en un lugar que no os corresponde. Pero yo os prometo un socialismo real, un socialismo del pueblo, un socialismo DE ESTE PUEBLO, ¡DEL ALEMÁN! Alemania despierta porque el mañana nos pertenece».
El judío pronunció las últimas palabras como si fuera la conclusión no de un discurso político, sino de una predicación en la que se expusiera ante el hombre la posibilidad de obtener redención del peor estado de condena que imaginarse pudiera.
—Y Hans cree lo que ese hombre le dice —continuó el judío—. Es alguien como él y no como tanto politicastro que llena el Reichstag, los ministerios y los gobiernos regionales. Además ha identificado a los que tienen la culpa de todo. Y, por añadidura, le ha indicado que es posible salir de tanta injusticia, de tanta miseria, de tanta desesperación. Para remate, le ofrece una nueva bandera y unos nuevos himnos y... sí, ¿cómo negarlo?, una nueva familia. Y el hombre que le ha abierto esos horizontes, el que le ha señalado el camino hacia un futuro mejor, el que le ha entregado la esperanza... ja, ese sujeto es un antiguo vagabundo que desperdició su juventud en Viena vendiéndose a homosexuales y llenándose el corazón de la basura antisemita que publicaba Ostara. Ese sujeto se llamaba Adolf Hitler.
—Con el paso de los años mi angustia fue creciendo —prosiguió el judío—. Porque, a diferencia de otros que no vivían en Alemania, yo sí creía en la victoria de Hitler. Es más, casi me atrevería a decir que la consideraba inevitable. Vamos, las cosas no podían ser más claras. ¡Llegó al poder democráticamente! ¡A través de las urnas! ¿Cómo no iban a votar a alguien que prometía todo, incluida la paz? ¿Sabía usted que a Hider llegaron a proponerlo para el premio Nobel de la Paz?
—Sí —respondí con una sensación creciente de malestar.
—Mire —continuó—. Me duele mucho decir esto, pero ni siquiera los judíos nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo. Muchos de entre nosotros habían escuchado propaganda antisemita durante tanto tiempo que no supieron distinguir entre lo que habían oído en los años anteriores y lo que ahora se nos venía encima. No le digo más que hubo judíos que se apuntaron a las SA de Hitler...
—No puedo creerlo.
—Pues créalo porque es verdad. Eran como Marx. Alemanes convencidos de que los judíos eran una casta codiciosa y perjudicial para Alemania. Por supuesto, ellos eran la excepción. Pero el problema de la mayoría no fue ése. El problema es que, teniendo todo o casi todo ante sus mismísimas narices, no querían creerlo. Hitler legalizó la eutanasia tras una campaña destinada a conmover a la opinión pública que incluyó películas capaces de hacer llorar a las piedras, pero, salvo algunos seguidores del Nazareno, nadie reaccionó. Imagino que, en el fondo, muchos pensaban que determinadas personas estaban mucho mejor muertas y que a ellos tampoco les importaría que les dieran un empujoncito en el último momento de su existencia para salir dulcemente de este mundo. ¡Imbéciles! Como usted quizá sepa, aquellos expertos en eutanasia se ocuparon después de los campos de exterminio. Y por lo que se refiere a los míos... Cuando en 1935 se dictaron las leyes de Nüremberg, la mayoría no se inquietó. Todo lo contrario, se sintieron aliviados convencidos de que, por lo menos, contaban con un marco legal que indicaba los límites más allá de los cuales no podían recibir ningún daño. Se quedaban sin ciudadanía ellos, de los que no pocos habían sido héroes de guerra bajo la bandera del káiser, pero, pensaban ingenuamente, no les quitarían nada más. Los echaban del trabajo, pero creían que no duraría mucho y que además siempre podrían seguir realizando alguna labor entre y para judíos. Incluso los sionistas, que eran muy pocos en Alemania, se sentían felices pensando que así todos se darían cuenta de la necesidad ineludible de un Estado judío. De los nuestros, pocos, casi nadie, quisieron darse cuenta de lo que estaba sucediendo.