Authors: César Vidal
Tardé unos instantes en darme cuenta de lo que acababa de decirme mi interlocutor. Pero, una vez captado el mensaje, comencé a rebuscar en mi bolsa de viaje.
—-Tengo unos chicles... —dije sin sacar la cabeza de la bolsa.
—No... el chicle no me apetece. Tampoco es que me desagrade del todo, pero...
—Ah, mire, mire... una bolsa de cacahuetes —exclamé alborozado a la vez que me preguntaba desde cuándo estarían aquellos frutos secos en mi poder. Desde luego, no recordaba ni por aproximación el momento en que los había adquirido.
—Bien. Pues démela, si tiene la bondad.
Se la entregué y contemplé sorprendido cómo la agarraba con la misma premura con que un niño se habría lanzado sobre un juguete nuevo y deseado.
—El inicio del cerco —dijo mientras abría la bolsita— nos pilló totalmente por sorpresa y tuvo unos efectos... bueno, ¿qué le voy a decir? En días, qué digo en días, ¡en horas! no quedó en Jerusalén comida que llevarse a la boca. Primero, como era de esperar, desaparecieron los alimentos kosher, aquellos que, como usted sabrá, permite consumir la Ley de Moisés. Después engullimos cualquier ser, por inmundo que pudiera resultar. Ratas, serpientes, incluso insectos devoramos porque nos moríamos literalmente de hambre.
El judío dejó de comer los frutos secos, miró por un instante la bolsita, plegó la boca para evitar que se perdiera algo de su contenido y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—Una noche, me encontraba realizando funciones de centinela cuando me llegó hasta la nariz un humo no por raro en aquel entonces difícil de confundir. Olí y olí hasta que no me quedó ninguna duda de que se trataba del aroma que sólo surge de la carne asada. No puede usted imaginarse lo que aquello significó para mí. No se trataba sólo del hambre, sino, sobre todo, de la cólera que me provocaba el sospechar que alguien podía disfrutar de un bien tan precioso. Verdaderamente furioso, me encaminé hacia el domicilio de donde procedía aquel olor. No avisé de mi llegada ni quise brindarles la menor oportunidad de huir. Con todas mis fuerzas di una patada contra la puerta. Yo era mayor, claro que sí, pero el golpazo abrió el recinto. Descubrí un par de rostros apenas iluminados por la luz débil que despedía una bujía de sebo. No le exagero si le digo que se volvieron aterrados. Han pasado casi dos mil años y recuerdo a la perfección sus caras... Las cuencas de los ojos bordeadas de negro, los rasgos macilentos, la piel pegada a los huesos del cráneo... debían llevar mucho tiempo pasando hambre, pero ¿de dónde habían sacado la carne?
Sentí una punzada de malestar, pero no me atreví a interrumpir el relato.
—Me acerqué al asado. Se trataba de un cuerpecillo pequeño, pero de muslos y alas grandes y rollizas. ¿Qué ave era aquélla?, me pregunté y entonces, mientras intentaba dar con la respuesta lo comprendí todo. Lo que estaban asando, no era un ave, ni un cuadrúpedo ni siquiera un reptil. Era un niño.
Reprimí una sensación mezcla de piedad y de asco.
—Sí. Créame. Era un bebé de pocos meses que había sido sacrificado por sus padres para poder garantizar su supervivencia física por unos días. En otro momento, se lo aseguro, creo que habría matado a aquel hombre y a aquella mujer dispuestos a devorar a un vástago procedente de su carne y su sangre. Sin embargo, al verlos ahora tan hambrientos, tan aterrados, tan reducidos a un estado que se acercaba más al de las fieras que al de los seres humanos, sólo sentí repugnancia. Lleno de asco, abandoné la casa y eché a correr. Me detuve a un centenar de pasos y, sin poderlo evitar, comencé a vomitar. Sólo eché bilis. ¿Podía haber sido de otra manera si no había manera de llevarnos nada al estómago? Sí, bilis. Una bilis amarilla y amarga y con ella salió la repugnancia que sentía hacia aquellos que habían prometido a mi pueblo la independencia y la gloria y lo estaban llevando a la aniquilación. No quiero aburrirle con lo que fueron las semanas siguientes. La primera en morir fue Esther, mi dulce y buena Esther. Se consumió como una tea desgastada por el uso. Luego cayó Sara. Su marido había sido abatido por una flecha romana y sus hijitos habían muerto de hambre tiempo atrás. No consiguió reponerse. Sus ojos se volvieron ausentes y vidriosos, y con esa misma mirada, ya inmóvil, amaneció sin vida una mañana.
—¿Y su hijo?
—Lo aplastó una piedra... —respondió con aquel tono frío de voz que tanta desazón me provocaba. —¿Una... piedra?
—Sí —respondió el judío—. Pesaban casi un talento y los romanos las lanzaban con catapultas. —Entiendo.
—¿Está usted seguro? —me dijo con una mirada que me intimidó.
Dudé por un instante. Sí, por supuesto que sabía lo que eran las catapultas y el papel que habían tenido en el asedio de Jerusalén, pero quien, supuestamente, al menos, había perdido un hijo con ellas era mi interlocutor y no yo.
—Le escucho —respondí de la manera más neutra que pude.
—Caían sobre nosotros a todas horas y destruían todo con su impacto. Lo mismo techumbres que personas. Y para colmo... para colmo...
Calló un instante.
—Verá. Hay unos momentos —prosiguió— en los que se puede ver venir la piedra. Son suficientes para contemplarla, pero, por regla general, no para librarse de ella. Por razones que se me escapan, alguien comenzó a gritar «¡El Hijo viene!» mientras aquella piedra cargada de muerte describía su parábola en el cielo antes de aplastar a alguien en su caída. Durante días, me harté de oír aquel chillido de pavor. «¡El Hijo viene!» Así fue como murió el mío.
Me mantuve en silencio, mientras pensaba si el judío había realizado alguna conexión entre aquellas palabras y las que había pronunciado aquel seguidor de Jesús con el que se había encontrado cuando abandonaba Jerusalén.
—Sé lo que está pensando —dijo el judío—.Yo también me pregunté si Dios estaba ejecutando su juicio sobre nosotros a causa de aquel que se había detenido a la puerta de mi taller. No deseo ocultárselo. Me negué a considerar semejante posibilidad. Si lo hubiera hecho, habría tenido que aceptar que el Nazareno era el mesías, que había predicado la verdad y que la mayoría de nosotros estábamos equivocados.
—¿Y eso hubiera resultado tan grave? —indagué.
—A un soldado se le puede pedir que muera, pero no que se sacrifique por algo que sabe que es falso —respondió el judío—. Si el Nazareno había sido quien había pretendido ser, quien anunciaban sus seguidores, ¿qué sentido tenía seguir combatiendo?
—Pero Bar Giora no era el mesías... —me atreví a señalar.
—Algo en mi interior se rompió cuando murió mi último hijo —dijo el judío como si no hubiera escuchado mis palabras—. Pude aceptar, con dolor, pero como algo natural, que muriera mi pobre Esther. Incluso no me resultó extraño que Sara, una madre que había dado a luz varias veces, se consumiera. Hasta acepté que Dios se llevara a uno de mis varones, pero que también lo hiciera con el que todavía se encontraba vivo... Mi descendencia había quedado borrada de la faz de la tierra. ¿Quién me acompañaría en mis últimos días? ¿Quién me sepultaría? ¿Quién pronunciaría las oraciones cuando yo hubiera muerto? Mi estirpe quedaría aniquilada una vez que yo falleciera. ¡Ay! Me resistía a creer en las palabras que Jesús había pronunciado...
—Pero usted no murió...
.—No. A la vista está. Sobreviví. Comí hierbas, roí raíces, chupé trozos de madera, pero me prometí que seguiría con vida cuando aquella matanza concluyera, y a medida que los árboles fueron desapareciendo de las cercanías de Jerusalén para convertirse en cruces de las que pendían los judíos atrapados por Roma, me afirmé todavía más en mi decisión. Por supuesto, el mesías Bar Giora y no digamos sus seguidores insistían en que Dios vendría a salvarnos, pero cuando llegó el mes de Ab y los romanos comenzaron a ganar posiciones en el interior de Jerusalén cualquiera que no fuera un fanático se daba cuenta de lo que nos esperaba. El 8 de Ab, los soldados de Tito, que eran despiadados, pero a los que no se podía negar la eficacia, consiguieron llegar hasta las inmediaciones del Templo. Sé que muchos insisten en que el general romano había adoptado la decisión de respetarlo. ¿Quién puede asegurarlo? Lo cierto es que el día 10 recibimos órdenes de concentrarnos en el atrio del Templo. A esas alturas del asedio, la mayoría de los combatientes éramos ancianos movilizados en el curso de los últimos días o jóvenes que apenas habían salido de la infancia y que se enfrentaban con no pocas dificultades a la hora de sujetar una lanza o un escudo. El jefe que mandaba el destacamento pronunció una arenga acerca de la necesidad de recuperar la parte del Templo que estaba en manos de los perros romanos. No es que aquel hombre hablara mal y, desde luego, parecía rebosar fe en Dios, pero bastaba echar un vistazo al rostro de los que estábamos allí para percatarse de los cambios que se habían producido en los espíritus como consecuencia de la guerra. Los niños no tenían ojos brillantes de entusiasmo sino apagadas cuencas marcadas por la huella de las necesidades y del hambre. Por lo que se refería a los ancianos, eran meros esqueletos vivientes apenas capaces de continuar respirando. Dio lo mismo. Nuestro oficial que, seguramente, estaba ansioso por provocar la intervención divina que no había tenido lugar hasta entonces, ordenó lanzar un violento contraataque en la zona del Templo. Usted me disculpará si no me entretengo en darle detalles de lo que sucedió. Basta con que sepa que la primera oleada de dardos romanos aniquiló nuestra vanguardia y luego se produjo el pánico. Los niños —eran niños, se lo aseguro— intentaron retroceder todo lo deprisa que pudieron, pero únicamente consiguieron que los legionarios los hirieran por la espalda con la misma facilidad que si hubieran disparado sobre una inerme bandada de patos. Tan sólo algunos ancianos, que tuvimos el buen juicio de arrojar la impedimenta militar al suelo, logramos sobrevivir y reagruparnos ya en las líneas judías. Aun descansamos un tiempo (aquellos viejos podían haberse ahogado de cansancio si no se les hubiera permitido reposar un poco) antes de lanzarnos al nuevo contraataque. La guerra es horrible, eso resulta una obviedad, pero la lucha cuerpo a cuerpo supera a cualquier otro tipo de enfrentamiento. Como si sus miembros ya no les pertenecieran, los combatientes se convierten en una especie de testigos mudos de cómo sus brazos, sus puños y sus piernas actúan en una desesperada agonía en medio de la que buscan únicamente sobrevivir.
Calló un instante y se llevó la mano al bolsillo del pecho de donde extrajo la bolsita de frutos secos. Sin embargo, no comenzó a comer. La sujetó con la punta de los dedos y clavó la vista en el horizonte, precisamente en el lugar donde se recortaba la silueta de la explanada del Templo.
—Vi con absoluta nitidez cómo un tizón encendido volaba por el aire —dijo sin apartar un instante la mirada—. Mientras los soldados romanos rechazaban nuestro segundo contraataque, un legionario lo había lanzado al interior de la cámara del Templo. En un abrir y cerrar de ojos, antes de que pudiera darme cuenta de lo que sucedía, aquel fuego cayó sobre el recinto. Debió de ser la mezcla del calor, del aire abrasador y de la naturaleza específica de los materiales, pero el caso es que el incendio se convirtió en incontrolable. No quiero que me tome usted por un cínico, pero aquel desastre me salvó la vida. Los romanos dejaron de perseguirnos y como si estuvieran poseídos por demonios comenzaron a arrojar antorchas encendidas sobre el Templo. Había conseguido apartarme algunos pasos cuando me detuve para recuperar el aliento. Volví la vista atrás. Algunos zelotes combatían en las cercanías del Templo con los legionarios, pero ¿quién hubiera podido negar que se trataba de una lucha suicida? Mientras el santuario ardía por los cuatro costados, las tropas del general Tito comenzaron su avance por las calles. Mujeres, niños, ancianos... caían a filo de espada mientras los romanos aplicaban las teas incendiarias a todos los edificios. En apenas unos instantes los archivos, la cámara del consejo y la ciudad baja hasta Siloé se convirtieron en una gigantesca pavesa de la que surgían alaridos indescriptibles. Vi todo aquello y, por un instante, acudió a mi mente la descripción que había escuchado en cierta ocasión sobre la Guehenna, el recinto donde las almas de los réprobos son sometidas eternamente al castigo de Dios. Difícilmente podía tratarse de un lugar peor que aquél.
—¿Cómo logró escapar? —pregunté más por aliviar la amargura que se había dibujado, dolorosa y profunda, en su frente que por interés real en lo que le había sucedido.
—Todo estaba invadido por el humo. Comencé a toser porque me ahogaba y entonces me di media vuelta con la intención de seguir huyendo. Lo que vi entonces a escasos pasos de mí fue a tres legionarios romanos que me apuntaban con sus pila. Por un instante, los cuatro nos observamos como aves de presa. Comprendí inmediatamente que no podía vencer en un enfrentamiento con aquellos guerreros. Quizá mataría a alguno, pero, a continuación, sus compañeros me acribillarían con aquellas lanzas extrañas y eficaces con que iban armados. A decir verdad, mi única preocupación era saber si tenían intención de matarme allí mismo o si pensaban convertirme en prisionero. Sabía que en ese último caso me esperaba la cruz o la esclavitud de por vida, pero después de aquella terrible revolución, de aquella guerra espantosa, de aquella catástrofe inenarrable, ¿acaso no era mejor la supervivencia de un siervo que la muerte de un rey? Y además, ¿cuánto podría quedarme de vida siendo ya un viejo? Solté el arma y me rendí.
Abrió la bolsita de cacahuetes y se puso a comer sosegadamente. Parecía tan absorto en aquella ocupación que, por respeto, no me atreví a distraerlo y, por otra parte, ¿quién sabía si había dado por concluido su extraño relato, la narración de alguien que pretendía haber vivido de manera ininterrumpida desde el siglo i de nuestra era? Observé cómo terminaba con los escasos frutos secos que quedaban, cómo miraba en el interior de la bolsa para asegurarse de que no había nada y cómo la doblaba cuidadosamente, como si se tratara de una sábana o de una servilleta, para luego dejarla caer al suelo.
—Usted no puede imaginarse lo que era el Templo de Jerusalén —comenzó a hablar de nuevo—-. No, con seguridad, no se lo puede imaginar. No me estoy refiriendo a la grandeza del edificio o a la afluencia de gentes. Eso también era impresionante, pero... mire, el templo era absolutamente indispensable para obtener el perdón de los pecados. Me consta que hoy en día la idea de pecado no es muy popular. Eso explica, por supuesto, cómo va el mundo, pero no era así en aquel entonces. Todos sabían en Israel lo que estaba bien y lo que estaba mal y, sobre todo, eran conscientes de que Dios ejecutaría Su justicia sobre los que hubieran quebrantado su santa ley. Me consta que hay gente que no lo entiende, pero pocas ideas se me pueden antojar más lógicas. Si los tribunales humanos castigan al que viola la ley, ¿cómo no va a hacerlo Dios cuando la Suya arranca de nuestra propia naturaleza y no de los caprichos de los políticos? Y además no cabe engañarse. Todos sabemos que esa ley no admite discusión. ¿Acaso no sabemos todos en lo más hondo de nuestro corazón que mentir, robar, injuriar a los padres o desear la mujer del prójimo, no le digo ya acostarse con ella, está mal? ¿Por qué debería sorprendernos entonces que Dios juzgue esas conductas? Por supuesto, ahora hay muchos que se resisten a verlo, pero por aquel entonces todos estábamos convencidos de que la destrucción del Templo era una consecuencia innegable de nuestros pecados. Algunos apuntaban a un difuso incumplimiento de la Torah; otros al asesinato de Jacob, el hermano del Nazareno, linchado por expreso deseo de las autoridades del Templo apenas unos años antes de la catástrofe y, por supuesto, los que creían que el Nazareno era el mesías insistían en que, como él había profetizado, antes de que concluyera la generación que había visto su crucifixión, Dios había ejecutado Su juicio sobre la Ciudad Santa y su Templo. Bien, no nos desviemos. Se pensara lo que se pensase de las causas de aquel desastre, lo cierto es que nos dejaba a todos los judíos sin medio de expiación. ¿Me comprende? —Creo que sí.