Authors: César Vidal
—Me suena familiar —pensé en voz alta.
—Y con razón —reconoció el judío—. Los nacionalsocialistas de Hitler pudieron inventar la estrella amarilla, pero no la idea de colocarnos en la ropa una marca que permitiera identificarnos a primera vista. Eso se lo debemos a los seguidores de Mahoma.
—No olvide a los mozárabes —le dije—. Me refiero a los cristianos que quedaron en territorio dominado por el islam.
—Sí —aceptó el judío—. Tiene usted razón. Durante varios siglos, su suerte resultó aún peor que la nuestra. Los musulmanes convirtieron sus iglesias en mezquitas, quemaron sus libros sagrados, les impidieron utilizar su lengua forzándolos a hablar en árabe... En algunas ocasiones, nos unimos a ellos, e incluso a algunos de los musulmanes españoles, los más despreciados, para lograr un resquicio de libertad. Mínimo quizá, pero que nos permitiera respirar. Nunca sacamos nada en limpio. Nunca. Absolutamente nunca. En fin, no deseo aburrirle. Además no quiero que piense que le cuento todo esto porque desde su fundación Israel está cercado por naciones islámicas.
—¿Vivió usted en el califato?
—No —respondió el judío—. Huí de al-Ándalus antes de que, a inicios del siglo x, tuviera lugar la proclamación del califato. Fue una de las cosas más sensatas que he llevado a cabo en mi vida. Abderramán era un enfermo mental. Imagínese. Ese sujeto era hijo de una vascona y había nacido pelirrojo y con ojos azules. Esa circunstancia lo acomplejaba terriblemente y, por eso, se empeñaba en teñirse la barba y el pelo de negro. Aquel loco era un ciclotímico que, para intentar compensar sus desequilibrios, tenía que lanzar continuamente campañas militares contra los territorios del norte donde vivían los cristianos. Sí, amplió la mezquita. Sí, construyó un palacio en Medina Azahara que, por lo visto, era extraordinario. Sí, gastó a manos llenas en objetos de una belleza extraordinaria. Todo eso es cierto, pero ¿cuántos fueron degollados para aliviar sus complejos? ¿Cuántos fueron reducidos a esclavitud para poder mantener sus lujos absurdos y disparatados? ¿Cuántos vieron aniquilada su existencia para que él pudiera clamar a los cuatro vientos que era un califa superior al que vivía en Bagdad?
Clavó los ojos en los míos buscando unas respuestas que yo no podía darle. Así permaneció un instante y luego, con voz desgarrada, prosiguió su relato.
—Claro que lo que vino después fue peor. O eran incompetentes que permitían que al-Ándalus se convirtiera en un lugar invivible o eran perpetradores del terror sistemático como fue el caso de Almanzor, que durante décadas no dejó de destruir, matar y arrasar para no dejar nada tras de sí.
—¿Dónde se estableció usted? —pregunté un tanto cansado de aquella diatriba contra el islam español.
—En Castilla —respondió el judío—.Acabé echando raíces en Castilla. Allí había un régimen de libertad. Justo el que no existía en Navarra ni tampoco en terrenos de la Corona de Aragón como era el reino de Aragón o los condados de lo que más tarde sería Cataluña. Se trataba del que no había conocido ni la monarquía goda ni el reino de León. Allí me quedé y allí viví durante un tiempo con relativa paz.
—¿Qué quiere decir con eso de... relativa paz?
—Quiero decir que había ocasiones en que nos dejaban ir a la sinagoga, trabajar, educar a nuestros hijos, respirar. No siempre, por supuesto, pero sí más que en otros lugares. Algunos, que te-ruamos experiencia de dramas anteriores, sabíamos que podía ser peor y pensábamos que era cuestión de adaptarse convenientemente a los tiempos y los lugares. Otros se dedicaron a pensar en un futuro mejor y se empeñaron en reconocer a un mesías tras otro, o se dedicaron a escribir disparates que entretuvieran y distrajeran la mente de los nuestros.
—¿A qué se refiere? —pregunté un tanto perdido.
—Me refiero a ese fraude extraordinario, incomparable, colosal que todavía conocemos con el nombre de Cábala.
Las últimas palabras pronunciadas por el judío me causaron una enorme sorpresa. ¿Un fraude la Cábala? Por un instante, desvié la mirada y me pareció que la Cúpula de la Roca se inclinaba hacia uno y otro lado. Era... sí, semejante a un flan sacado del molde y colocado sobre un plato. Por supuesto, no se iba a desplomar, pero temblaba. ¿Con ira? Por una fracción de segundo así lo pensé.
—Como ya le he dicho antes —continuó mi acompañante sin apreciar mi estado de ánimo—, el Talmud no contenía la tradición que yo había vivido cuando el Templo aún estaba en pie. Por ejemplo, no sé si usted sabe que la Torah prohíbe cocer el cabrito en la leche de la madre...
—Conozco el precepto.
—Lo celebro. Verá, el mandato de Moisés únicamente veda consumir la carne de la cría con la leche de la madre. Lo más posible es que se tratara de una práctica pagana, absurda y bárbara, en la que Israel no debía incurrir y que, por eso mismo, quedaba vedada. Punto y final. Cuando yo era niño, mi madre se cuidaba muy mucho de servir cabrito con leche de cabra y hasta ahí llegaba todo. Pues bien, los fariseos empezaron a estirar la norma y a estirarla y a estirarla y, al final, acabaron por considerar prohibido el que una persona comiera carne, cualquier carne, con un producto lácteo, cualquier producto lácteo. En otras palabras, el Talmud sobrepasaba holgadamente no sólo la Torah que Moisés había recibido en el Sinaí sino también la práctica que yo llegué a conocer y seguir antes de la destrucción del Templo. Sin embargo... sin embargo, aunque el Talmud iba mucho más allá, era nuestra única tabla de salvación en medio de un océano que continuamente encontraba nuevas formas para anegarnos. A fin de cuentas, es verdad que no había sido entregado por Dios en el Sinaí, pero, debo insistir en ello, sí era el fruto de la sabiduría de aquellos que habían continuado enseñando a nuestro pueblo para que no se apartara de la Torah. ¿Me comprende?
—Le comprendo, pero aquello no era exactamente el cumplimiento de la Torah que usted había conocido.
—Sí, es verdad, es verdad. Lo reconozco como ya le he dicho. Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Quién aparte de aquellos sabios se aferraba a la herencia de Israel aun con una transmisión defectuosa? No me diga que los seguidores del Nazareno, porque a ésos los habían expulsado tiempo atrás de las sinagogas y no habían hecho nada por salir al encuentro de Israel. Créame. Yo conocía a la perfección las limitaciones, numerosas y repetidas, que habían quedado recogidas en el Talmud, pero, aun así, su mérito me parecía mayor que sus defectos. Pero, claro está, una cosa era el Talmud y otra muy diferente, la Cabala.
—No sé si consigo entenderlo...
—Es muy sencillo. La Cabala... Por cierto, ¿sabe usted qué significa la palabra cabala? —Tradición —respondí.
—Sí. Eso es. La Cabala, supuestamente, es la tradición o, por decirlo de manera más sencilla, es la enseñanza que se ha transmitido a lo largo de los siglos relacionada con la interpretación de la Torah. Le adelanto que no hay un átomo de verdad en esas pretensiones. Sólo un deseo de proporcionar un consuelo sin base a gente ansiosa de contar con un futuro mejor.
—Me parece usted muy riguroso...
—¿Riguroso? Verá, poco antes de que concluyera el siglo xiii, comenzaron a aparecer escritos que se referían a la próxima liberación de Israel, una liberación que debía tener lugar en el año 1300 de esta era.
—No se puede decir que acertaran... —pensé en voz alta.
—Por supuesto que no, pero eso es fácil de decir cuando ya han pasado los años y no cuando todavía se encuentran en el futuro. Y por aquel entonces el 1300 se hallaba cerca, pero aún incrustado en el porvenir. Incluso, para complicar más las cosas, cinco o seis años antes apareció un sujeto que pretendía ser un profeta y que anunciaba un futuro de prosperidad y liberación. Fue entonces cuando Isaac ben Samuel de Acre, uno de los nuestros que había llegado a España procedente de Israel y con el que yo había trabado cierta amistad, me habló de un libro extraordinario, escrito más de un milenio antes, que parecía proporcionar una luz excepcional no sólo para entender la Torah sino también el momento en que vivíamos. Reconozco que en un principio escuché a Isaac con bastante escepticismo. De entrada, yo no tenía la menor noticia de esa obra. Por supuesto, yo no pretendía haber leído todo lo que se hubiera escrito en el seno de mi pueblo, pero me chocaba un tanto que después de haber recorrido desde Asia Menor hasta Castilla en los siglos anteriores jamás hubiera escuchado ni la menor referencia a texto semejante. De buena gana me hubiera negado a examinar aquel libro, pero algún bocazas le había comentado a Isaac que yo conocía bien el arameo y me pedía como un favor que le ayudara en la evaluación del texto. Porque, sépalo usted, yo hacía lo posible y lo imposible porque nadie me identificara, porque nadie sospechara mi edad, porque nadie intuyera lo más mínimo quién era, pero no siempre resulta fácil ocultar todo. Un descuido y se te escapa una referencia a tiempos pasados; otro desliz y mencionas en calidad de conocido a un personaje que falleció siglos antes. Y lo peor, lo más difícil, era ocultar los conocimientos. De repente, quedaba al descubierto que conocías una manera de trabajar el metal que aquellos atrasados castellanos desconocían porque el atraso en que los habían arrojado los musulmanes había borrado cualquier vestigio de conocimiento. O, cuando menos lo pensabas, dejabas de manifiesto que dominabas una lengua de cuya existencia, como mucho, habían oído hablar. Eso fue lo que pasó con el arameo y disculpe si no entro en más detalles sobre mi torpeza. Bástele saber que Samuel, como ya le he comentado, estaba empeñado en que le ayudara a leer aquel libro peregrino, prodigioso y peculiar.
—¿Puedo saber cómo se titulaba el libro? —le pregunté cada vez más picado por la curiosidad.
—Ah, por supuesto, claro, claro —respondió el judío como si acabara de reparar en un error involuntario y desprovisto de malicia—. Era el Zohar.
—¿El Zohar? —repetí sorprendido—. ¿El libro del Resplandor? ¿Se refiere al texto clave de la Cabala?
—Sí. A ese mismo —respondió el judío—.Y debo decirle que, tras tanta insistencia de Isaac, me entregué a la lectura del Zohar, del Libro del Resplandor, como usted dice, con verdadero interés. Ansiaba conocer las enseñanzas secretas que, según me decían, había recogido por escrito nada menos que Simeón ben Yohai, uno de nuestros sabios del siglo posterior a la destrucción del Templo. No tardé en descubrir que se trataba de un completo fraude.
—¿Cómo dice? —pregunté sorprendido—. ¿El Zohar es un fraude?
—Sin ningún género de dudas —respondió rebosante de aplomo el judío—. Podría estar hablándole durante horas del tema, pero creo que con algunos ejemplos se percatará de que no hablo porque sí. De entrada, el arameo de las dieciocho secciones del libro no era ni lejanamente el que se hablaba en el siglo ii de la era común en la Tierra de Israel. Si lo sabría yo... Era arameo, sí, pero... ¿cómo le diría? Se trataba de un arameo artificial, falso, sin apenas punto de contacto con el que yo había hablado o con el que hubiera podido conocer Simeón ben Yohai. Y no era todo. Mire, el vocabulario era tan pobre, tan limitado, tan escaso que ni siquiera un pescador o un artesano lo habría tenido tan reducido. No se trataba sólo de eso. Yo no soy un especialista en gramática y además no pretendo pasar por ello, pero aquel arameo estaba cuajadito de verbos equivocados. Por ejemplo, su autor mezclaba el tiempo Kal con el Pael o el Afel; utilizaba formas erróneas del Ezpael; se confundía con las desinencias; utilizaba las conjunciones y las preposiciones de una manera disparatada. Mire, le voy a dar un ejemplo. La expresión
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da aparecía una y otra vez como si fuera «no obstante» o «a pesar de».
—¿Y? —pregunté totalmente perdido en medio de aquellas referencias gramaticales.
—Pues que eso es imposible —respondió el judío con una sonrisa de complicidad— y además es una expresión tomada del árabe por algunos de mis correligionarios de la época. De la época. De aquélla, no del siglo segundo de esta era.
—Ya... —dije yo, no del todo seguro de haberlo comprendido.
—Y además todo resultaba muy burdo. Fíjese que incluso aparecían tomados términos del castellano como gardina por guardián. Eso sin contar con palabras supuestamente arameas que el autor había inventado totalmente porque nunca existieron en arameo o nunca tuvieron ese sentido. No le digo más que el término para «árabe» era utilizado como un jinete de asnos judío o que la palabra para «barco» se usaba como el edificio donde se guarda el tesoro. Y ahora dígame y dígamelo sinceramente: ¿Usted cree que un rabino del siglo n se habría valido del castellano o de préstamos del árabe?
—Si las cosas son como usted dice —señalé prudentemente—- pues no. Imagino que no.
—Son como yo digo —protestó el judío— y hay todavía muchísimas más. Porque no sólo es que aquello se parecía bien poco al arameo o que los errores gramaticales y de léxico eran extraordinarios, es que además... además... bueno, ¿cómo decirlo? Lo que se describía, lo que se narraba, tenía bien poco que ver con la realidad. Mire, la Tierra de Israel descrita en ese libro del Zohamo existió nunca. Nunca, ¡NUNCA! NO se parecía en lo más mínimo a los lugares donde yo había vivido cerca de dos siglos. Aquel sujeto podía haber nacido en cualquier lugar, pero de lo que no me cabía la menor duda es de que jamás había puesto un pie en Palestina. Por si fuera poco confundía los lugares. Por ejemplo, en varias ocasiones menciona un enclave llamado Ka-potkia, pero como el autor era un ignorante en lugar de comprender que se trataba de una referencia a Capadocia, en Asia Menor, se empeña en decir que es una población de Galilea. ¡Una población de Galilea! Y eso por no hablarle de las montañas de la Tierra de Israel. ¡Ni el menor parecido con ellas! ¡Ni el más mínimo! A decir verdad, a lo único que se parecían esas descripciones eran a las montañas que uno podía ver por aquel entonces en las tierras de Castilla. Y eso por no referirme al personaje supuesta-mente protagonista del que el Zohar no conoce ni a los parientes. —¿Está usted seguro de...?
—¿Seguro? No tengo la menor duda. Fíjese. Fineas benYair aparece en el Talmud como el yerno de Simeón ben Yohai. —El supuesto autor del Zohar.
—Efectivamente, el supuesto autor del Zohar. Pues bien, el autor verdadero, lo subrayo, el verdadero, como no era Simeón ben Yohai, dice que Fineas benYair era su suegro.
—No puedo creerlo...
—Créalo —me dijo el judío asintiendo con la cabeza—. Y ahí no acaban las cosas. Fíjese que el nombre del suegro de Elea-zar, el hijo de Rabí Simeón, también aparece cambiado. Y eso por no entrar en la cronología... bueno, lo de la cronología en el Zohar es verdaderamente de delirio. Por ejemplo, cuando menciona a los discípulos de Simeón ben Yohai que se sentaban a su alrededor... ¡cita a gente que no nacería hasta varios siglos después! ¡Gente que conocemos por el Talmud! -—Lo que usted dice me parece muy grave —musité cada vez más sorprendido por lo que estaba escuchando.