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Authors: César Vidal

El Judío Errante (49 page)

BOOK: El Judío Errante
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—Sé lo que son los falashas —le interrumpí temiendo que entrara en una digresión y perdiera el hilo del relato.

—Bueno, entonces sabe usted que llegaron por millares a Israel. Como millones de judíos, sólo buscaban una patria en la que poder vivir en paz y lo primero que recibieron fue una orden para entrar en el ejército. Eran gente excepcional. Durante el entrenamiento, cuando mi pelotón corría hacia la meta, ellos ya habían llegado y estaban a la mitad de camino de vuelta. Cuando hubo que saltar vallas, lo hicieron como un juego de niños mientras que nosotros echábamos el bofe y cuando hubo que subir con cuerdas, bueno, nosotros nos quedamos exhaustos mientras ellos pedían repetir. ¡Les había divertido horrores aquel ejercicio! Cómo serían los individuos en cuestión que en los ratos libres se divertían subiéndose a los árboles.

—Parece increíble...

—Lo sé, lo sé, pero es la pura verdad. Y tendría que haber visto cómo se sentían en medio de la Naturaleza... No tenían miedo de nada, salvo de la oscuridad. Sí, eran extraordinariamente superiores a nosotros en el terreno físico, pero en el plano psicológico... mire, el fusil M-16 que utilizábamos podíamos desmontarlo en diez segundos con los ojos abiertos y no necesitábamos más de quince segundos para montarlo y que quedara operativo para disparar. Con los ojos cerrados o de noche, para desmontarlo necesitábamos unos diez segundos y montarlo llevaba entre quince y veinte segundos. Pues bien, uno de aquellos falashas necesitó casi una hora y quince para montarlo a oscuras, sí, lo ha oído bien, casi una hora y cuarto. Eso significaba la muerte segura. Pero eran valientes, muy valientes, y estaban dispuestos a dar su vida por Jerusalén.

—Quiere usted decir Israel...

—No. Quiero decir Jerusalén. Ellos sólo soñaban con Jerusalén. Menuda sorpresa se acabaron llevando con lo que era la sociedad israelí... Pero no era eso lo que le estaba contando. Le decía que nos mataban, sobre todo, cuando estábamos vaciando el vientre. Teníamos que ir con el fusil y no soltarlo ni siquiera cuando nos limpiábamos porque, justo en esos momentos, algún terrorista lanzaba una bomba o nos disparaba. —¿Llegaron a herirlo?

—No sufrí ni un rasguño —dijo el judío—, pero mis compañeros. .. en una acción llegamos a tener más de un sesenta por ciento de bajas.

Se le habían llenado los ojos de lágrimas. Fue como si acabara de ver los cuerpos destrozados de sus camaradas de armas, como si hubiera revivido una acción de guerra en la que aquellos con los que había convivido durante meses, quizá años, se hubieran convertido en una mera pulpa sanguinolenta.

—Bueno... ya está bien —dijo mientras agitaba las manos en lo que, quizá, era un intento estéril, pero cargado de ansiedad por disipar aquel pasado.

No le dije nada. Estaba más alterado que nunca y había comenzado a respirar trabajosamente.

—No habrá nunca paz —me dijo con un hilo de voz—. Nunca nos dejarán en paz. Están convencidos de que pueden volver a expulsarnos como lo hicieron en el pasado. Como en la guerra del Templo, como con Bar Kojba; sólo descansarán cuando desaparezcamos. Creen que nos sucederá como a los cruzados y que, con el mero paso del tiempo, podrán arrojarnos de esta tierra que es sólo nuestra, que era ya nuestra cuando no había ni un árabe en todas las naciones de alrededor.

Volvió a callar mientras su respiración se convertía en un sonido entrecortado.

—Sólo tendremos paz cuando llegue el mesías... sólo entonces. .. sólo entonces yo quedaré libre... y dejaré de vagar por este mundo... sólo... sólo entonces...

No terminó la frase. Como si fuera una marioneta a la que hubieran cortado los hilos, sus piernas, sus brazos y su cuello se doblaron y se desplomó contra el suelo. Me lancé sobre el judío y lo incorporé. Tenía los ojos cerrados y el mentón se le había quedado pegado al cuerpo como si careciera de vida. Sentí un pujo de miedo en el pecho. No podía ser que aquel hombre se hubiera muerto. No a mi lado. No cuando estaba solo en aquel rincón del mundo.

—Despierte —dije mientras le daba un cachete en la mejilla izquierda—. ¡Despierte!

Pero el judío no parecía percibir nada de lo que yo decía o hacía. La sensación de angustia que había comenzado a atenazarme se agudizó. Comencé ahora a abofetearle con más fuerza, pero el rostro sólo se movió de un lado a otro, inerte y fofo.

—¡Oh, Dios mío! —gemí—. No se puede morir. No puede.

Sí, efectivamente, no podía, pero tuve la sensación de que no iba a atender a mis razones. De repente, mostrando hasta qué punto la agitación se había apoderado de mí un grueso goterón de sudor se desprendió de mi frente y fue a estrellarse contra el pecho del judío. Se extendió casi como si fuera una mancha de aceite que captó mi atención de la misma manera que la lámpara hace con la polilla. Y entonces la idea se encendió en mi mente como si fuera la cosa más natural del mundo.

—Despierte —dije—. Despierte. Usted no puede morirse. ¿Me oye? No puede. No puede hacerlo porque Jesús no ha regresado todavía.

Reprimí un escalofrío al comprender lo que acababan de pronunciar mis labios. ¡Dios santo! ¿También yo estaba perdiendo la razón? Por un momento, me pareció que iba a perder la cabeza, que se me nublaba la vista, que quizá todo aquello no estaba sucediendo. Me arrancó de aquella sensación un ligero tinte rosado que apareció en las pálidas mejillas del judío. Estaba recuperándose. Parpadeé y, acto seguido, me froté los ojos para asegurarme de que veía correctamente. Sí... sí, daba la sensación de que...

—¡Vamos! —dije mientras lo zarandeaba—. No tiene usted derecho a morirse. No puede hacerlo. Tiene que esperar a que venga Jesús.

Sentí cómo se inflaba el pecho del judío. Fue como si alguien hubiera insuflado en su interior una bocanada inmensa de aire abombándolo de la misma manera que un colchón de playa cuando se hincha. Entonces alzó el mentón, abrió la boca y tuve la sensación de que, una vez más, alentaba. Intenté seguir sujetándolo con una mano mientras pasaba la otra por delante de sus labios. No estaba seguro, pero sí, quizá, respiraba. Sentí entonces un tirón que iba desde la muñeca con la que sujetaba al judío hasta el hombro.

—Está usted vivo —dije deseando que me creyera y actuara en consecuencia—. No puede ser de otra manera. Olvídese de abandonar este mundo. Jesús no ha vuelto y usted no tiene autorización para marcharse. No la tiene, de modo que... de modo que ya está usted recuperando el conocimiento, abriendo los ojos y poniéndose en pie.

Guardé silencio mientras, mentalmente, elevaba una oración a Dios. Aquel hombre no podía morir. Era un loco, sí, seguramente era un trastornado, pero no tenía por qué perder la vida por eso. Si todos los desequilibrados, los que habían sufrido, los que habían perdido a seres queridos fallecían, el género humano se convertiría en una especie en vías de extinción. No. Aquel hombre no podía morir. No podía. No hasta que Jesús regresara.

Y entonces abrió los ojos. Lo hizo como si volviera de un sueño, como si retornara a la realidad y no supiera dónde se encontraba, como si tuviera problemas serios para comprender lo que sucedía a su alrededor.

—¿Está usted bien? —le dije—. Voy a llamar una ambulancia. Lo atenderán.

El judío me miró y, de repente, pareció entenderme. Parpadeó e incluso, sí, esbozó una leve sonrisa.

—Ayú... ayúdeme a levantarme —susurró.

—Por supuesto —dije, pero al intentarlo, noté que se me habían dormido las piernas y que tenía los brazos extraordinariamente doloridos. No sólo eso. Daba la sensación de que, por más que lo intentaba, no podía moverlos un solo centímetro. Era como cuando en los sueños intentamos correr y las sábanas nos impiden dar un solo paso.

—¡Es él! —escuché que alguien decía en hebreo a mi espalda.

Intenté volverme, pero la espalda me avisó de que no estaba dispuesta a colaborar, al menos no de manera indolora.

—Bueno, ya era hora de que lo encontráramos... —oí ahora y tuve la impresión de que se trataba de otra persona que también se expresaba en hebreo.

Unos brazos musculosos me apartaron y, acto seguido, agarraron con fuerza al judío. Me retiré hacia la izquierda para que pudiera maniobrar con soltura. Se trataba de un hombre. Postrado en el suelo, como estaba, me dio la impresión de que era alto, fuerte y ataviado con algo que parecía un uniforme. Intenté moverme para verlo mejor y entonces mi vista tropezó con un vehículo blanco sobre cuyo techo se movía una luz que giraba. Una ambulancia. Pero... pero ¿cómo...?

—Esta vez nos ha costado mucho dar con usted —dijo otro hombre que acababa de acercarse y que ahora colaboraba con el otro en poner de pie al judío—. No nos vuelva a hacer estas cosas, abuelo. Ya sabe usted que tenemos mucho trabajo que atender.

Apoyé las manos en el suelo e intenté ponerme en pie. Las piernas no me sostenían. Seguramente, no lo harían hasta que la sangre volviera a circular por ellas.

—¿Pueden ayudarme? —supliqué en hebreo.

—Sí, claro —dijo uno de los hombres mientras se inclinaba hacia mí y me atendía.

—¿Lo conocen? —indagué mientras sentía cómo la cabeza me daba vueltas mientras intentaba mantenerme en pie.

—¿A quién? ¿Al viejo? Por supuesto. El señor Cartfield.

—Cartfield... —repetí invadido por la vaga sensación de que el nombre no me era del todo desconocido.

—Ahí donde lo ve es un héroe de la guerra del Líbano. Logró salvar su unidad de una emboscada de los terroristas. Bueno, lo que quedaba, pero la verdad es que pudieron matarlos a todos.

—¿Padece alguna enfermedad?

El hombre frunció los labios con expresión de pesar. Luego se llevó el dedo índice a la sien y se dio un par de golpecitos.

—Aquello fue muy duro y quedó un tanto... afectado. Hace unos años hubo que recluirlo porque le daba por contar historias raras. Quizá usted ha tenido ocasión de comprobarlo. Habitualmente, está internado, pero, a veces, se escapa y nos volvemos locos para dar con él y conseguir ingresarlo de nuevo. Es una pena. En ocasiones, puede ser una persona muy agradable.

No tardaron más de un par de minutos en llegar hasta la ambulancia, sacar una camilla y tender en ella al hombre al que habían llamado Cartfield. Estaban a punto de introducirla de nuevo en el vehículo cuando, renqueante, apreté el paso y llegué hasta donde se encontraba el judío. No pronunció una palabra, pero levantó suavemente la mano derecha y trazó un gesto de despedida. Intenté devolvérselo, pero para cuando lo llevé a cabo, ya habían cerrado la puerta y la ambulancia se había puesto en marcha. Por unos instantes, la vi alejarse, blanca y arrojando luz. Luego desapareció totalmente de la vista.

Regresé con pasos lentos al lugar donde había estado sentado las últimas horas. Las colillas apagadas, la ceniza aún pegada en algunos lugares del suelo me dijeron que no se había tratado de un sueño. Respiré hondo e intenté ordenar mis pensamientos. ¿Quién era realmente aquel hombre que había enhebrado en un relato coherente dos mil años de historia judía y al que los enfermeros habían llamado Cartfield? Lo más seguro es que nunca llegara a saberlo.

Y entonces lo vi. Sí, era él. Con su sonrisa burlona, su pelo cortado como un militar y un brazo levantado en señal de cordial saludo. Con varias horas de retraso, Shai Shemer, mi buen amigo, acababa de llegar a recogerme.

Rosh ha-Shaná, 2001

Nota de autor

La historia del judío errante forma parte del acervo centenario de leyendas de los pueblos de Europa. Los nombres que se le han atribuido, los caminos que recorrió o incluso los testimonios de los que afirmaron haberlo conocido no coinciden. Sin embargo, el inicio de la tradición es siempre el mismo. Camino del Calvario, Jesús se detuvo ante su taller rogándole unos instantes de alivio y el judío se negó a concedérselos. El Nazareno le anunció apenado que tampoco él disfrutaría del reposo sino que debería esperarlo hasta que regresara al final de los tiempos.

Difícilmente puede negarse que los dos mil últimos años han resultado extraordinariamente importantes para el pueblo judío siquiera porque en ellos ha vivido la liquidación del sistema espiritual centrado en el Templo de Jerusalén, la existencia paralela de un extraordinario movimiento religioso que afirma seguir a un mesías judío al que su propio pueblo no ha aceptado en su mayoría, el intento de sobrevivir espiritualmente sobre la base del Talmud, la separación de sus raíces espirituales articulando en paralelo las más diversas visiones globalizadoras y el regreso a su solar patrio. Todo eso —y también más— constituye, precisamente, la peripecia del judío errante.

He intentado relatar esta trayectoria desde una perspectiva muy diferente de la tópica y manida a la que estamos acostumbrados. Por ejemplo, resulta habitual referirse al paso de los judíos por España señalando la Edad de Oro de Sefarad y la expulsión de 1492. Ambos polos de referencia son adecuados, pero han ensombrecido la historia real de los judíos en España. Por eso, me pareció mucho más interesante mostrar cómo las comunidades judías habían comenzado un proceso terrible de decadencia un siglo antes de la expulsión, cuando se desencadenaron los pogromos escalofriantes de 1393. Se trata de un episodio que no suele mencionarse quizá porque no puede descargarse su responsabilidad sobre los monarcas, como en el caso de 1492, sino que ésta estuvo estrechamente vinculada al pueblo llano que ya tenía un peso notable en la vida política de la nación. Con todo, su importancia no puede minimizarse.

Algo similar sucede con el caso de José Pichón. Todo lo descrito en las páginas precedentes en relación con este judío castellano resulta rigurosamente histórico, pero las mismas comunidades judías extirparon de sus registros el relato de un importante correligionario asesinado por los suyos a impulsos de las emociones más bajas. Lo referido, sin duda, recoge una visión muy diferente de las habituales, pero, a mi juicio, refleja de manera mucho más exacta y cabal lo que fue aquel período de la historia judía.

Ese intento de mostrar acontecimientos de extraordinaria relevancia, pero poco conocidos por el gran público se manifiesta en otras partes de la novela. Por ejemplo, hubiera sido muy sencillo relatar el período previo a la llegada de los nacionalsocialistas al poder y el Holocausto recurriendo a las referencias a la aniquilación de la República de Weimar, los guetos y a Auschwitz. Que éstas son importantes no puede ocultarse, pero recogen más la experiencia de los judíos de Europa oriental que la de todos los que vivieron en territorios ocupados por el III Reich. Por eso he optado por relatar la manera en que Hitler fue absorbiendo un antisemitismo racial y místico en la Viena llena de judíos brillantes y extraordinarios antes de la Primera Guerra Mundial y también por unir la descripción del Holocausto con la experiencia holandesa y la celebración de los tribunales de honor de posguerra contra judíos pertenecientes a los Judenrat. En ambos casos, debo decir una vez más que los datos son rigurosamente históricos. La homosexualidad de Hitler —que derivó hacia la prostitución al menos antes de 1914— ha quedado sólidamente documentada, entre otros, por Lotar Machtan, catedrático de historia contemporánea en Bremen. Por lo que se refiere a sus relaciones con la ariosofía, la dejé establecida también de manera indiscutible en Los incubadores de la serpiente (Madrid, 1997).

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