Authors: César Vidal
—¿Ha oído hablar de Jesús de Nazaret? Imagino que sí. Bueno, pues yo lo conocí.
—Fue hace mucho tiempo por supuesto —añadió con la misma naturalidad que si estuviera indicando dónde se encontraba una calle o cuál era el estado del tiempo—-. Déjeme ver... en torno al año 30 de esta era. Sí, más o menos.
Por primera vez me detuve a observar el aspecto del recién llegado. Vestía de manera sencilla, modesta, incluso austera, pero su camisa azulada y su pantalón tejano no parecían pobres y mucho menos sucios. El pelo, escaso, ralo y gris, aparecía pegado al cráneo y se unía con una barba corta, blanca y afilada, como si le hubieran sacado punta con una navaja justo bajo el chato mentón. Las manos, de palma ancha, pero finas, no parecían, sin embargo, las propias de un obrero manual. Todo lo contrario. Habría podido ser un intelectual, un profesor, quizá incluso un artista. ¿Qué edad tendría? Era difícil de calcular. Su buen aspecto obligaba a pensar que se hallaba en algún punto situado entre los cincuenta y cinco y los sesenta años, pero ¿dónde exactamente? Las facciones regulares, el cabello escaso y la sensación de energía dificultaban enormemente la especulación al respecto. En cualquier caso, sin embargo, lo que resultaba inverosímil es que contara con casi dos milenios de existencia.
—Parece usted muy joven para... eso —objeté e inmediatamente me arrepentí de haberlo hecho.
—La juventud es una circunstancia muy relativa —me dijo como si lo que acababa de señalar unos momentos antes resultara totalmente lógico— y, si me permite que se lo diga, al final, no tiene mucha relevancia. Hay jóvenes, incluso niños, que mueren antes de empezar a vivir y viejos que dilatan su existencia década tras década. En mi caso, en realidad, deberíamos hablar de siglos.
—¿Hay muchos como usted? —pregunté mientras pensaba que sería de desear que mi amigo Shai apareciera de una vez con el automóvil y yo pudiera desaparecer de la presencia de aquel enajenado.
—¿Como yo? ¿Se refiere a mi edad? No. Por supuesto que no. ¿En qué cabeza cabe que la gente iba a vivir milenios?
Desde luego, pensé para mis adentros, ¿en qué cabeza podía caber? En ninguna salvo en la suya. La de un enfermo mental.
—Yo mismo —prosiguió—. No estaría aquí si no fuera por Jesús. Como le he señalado antes, lo conocí.
—¿Fue usted uno de sus discípulos? —-le pregunté no porque me interesara lo más mínimo lo que pudiera decir, sino porque no deseaba llevarle la contraria antes de que Shai apareciera de una vez.
—¿Quién? ¿Yo? No, por supuesto que no —me respondió con los ojos arqueados por la sorpresa—. Sus discípulos murieron hace mucho. Yo sigo vivo.
Estuve tentado de llevarme las manos a la cabeza. Aquel loco se veía a sí mismo como alguien superior a los discípulos del mismísimo Jesús. ¡Dios mío! ¿Por qué me había tocado a mí? Pero ¿dónde estaba Shai?
—Además la mayoría de los seguidores de Jesús eran galileos. De la zona en torno al mar de Tiberíades. No voy a negar que había algunos de Judea y de Perea, pero, en general, se trataba de pobres gentes del norte.
—Y usted no era galileo, claro.
—No lo soy —me corrigió—. No. Yo nací en Jerusalén. Usted sabe que todavía en la actualidad son infinidad los judíos que compran aquí una tumba para estar entre los primeros en resucitar cuando llegue el mesías. Mi familia no tuvo nunca ese problema. Llevaba aquí desde hacía generaciones. Algunos decían que desde la época de Zorobabel, pero no me atrevería a asegurarlo. ¿Sabe usted quién era Zorobabel?
Sí. Por supuesto que lo sabía, pero no tenía muchas ganas de continuar aquella conversación absurda. A decir verdad, lo único que quería era que llegara Shai, subirme a su coche y desaparecer de aquel lugar. De todas formas, era mejor que yo lo explicara a que él me diera una conferencia al respecto.
—El que inició las obras de construcción del Segundo Templo y uno de los héroes del regreso del destierro de Babilonia —respondí de manera formularia, casi cansina, como si fuera un niño que recita una lección sin el menor interés.
—Sí. Más o menos —aceptó condescendiente—. Pues bien, había gente en casa que pretendía que nuestra familia formaba parte del grupo de Zorobabel, pero a saber... nosotros, los judíos, nos dejamos llevar por la imaginación en algunas ocasiones.
Se detuvo como si esperara alguna observación, pero yo no tenía el menor deseo de apostillar a sus delirantes afirmaciones. Debió de percatarse de ello porque reanudó inmediatamente su relato.
—La gente de Jerusalén en aquella época era... éramos muy especiales. No le voy a decir que todo fuera ideal o maravilloso o feliz porque le mentiría, pero el Templo daba una vida a esta ciudad que no es ni lejanamente posible imaginar ahora. Fíjese. En estos momentos, ¿qué queda de aquello? Nada. Absolutamente nada. En la explanada, dos mezquitas; en el resto del muro, un montón de judíos que no se parecen en nada a los que yo conocí entonces porque van vestidos como en la Edad Media, europea por más señas, ¿y el resto de la ciudad?... ¡Una ciudad como cualquier otra! Entonces, la clave del perdón de los pecados, de la cercanía a Dios, de la proximidad con el Altísimo estaba ahí enfrente. Pero no se trataba sólo de eso. ¡No! ¡Qué va! Además estaban los pastores que proporcionaban rebaño tras rebaño al Templo para los sacrificios, y los herreros que mantenían debidamente afilados los útiles para el holocausto, y los músicos que entonaban las melodías propias de cada festividad, y los sastres que se ocupaban de las vestimentas de los sacerdotes y... y... y... bueno, hasta los curtidores que aprovechaban las pieles de las bestias ofrecidas a Dios.
Me dije que, efectivamente, la Jerusalén del siglo i no debía de haber sido muy diferente de lo que comentaba aquel hombre y que, desde luego, había que reconocerle un cierto entusiasmo en el relato.
—Para nosotros, los judíos de aquella época, el Templo constituía el único lugar donde Dios podía ser adorado de una manera correcta y verdadera —dijo mientras clavaba la mirada en la explanada como si viera algo que escapaba a mis ojos—. Por supuesto, las casas y las sinagogas eran lugares de oración, pero la adoración estricta, la que debía realizarse según los preceptos de la Torah, tenía como sede el Templo. Aquel edificio era... ¿cómo le diría yo? De entrada, enorme. Sí, sé que comparado con los que pueden verse en Europa, por no decir en América, resultaba reducido, pero entonces... Bueno, estoy convencido de que debía de ser uno de los monumentos de mayores dimensiones de todo el Imperio. La construcción, como usted seguramente sabe, fue iniciada por Heredes el Grande como medio siglo antes de la época a la que me refiero. ¡Ah! El zorro de Heredes... No era judío, sino idumeo y deseaba congraciarse con nosotros los judíos. Las tareas de edificación duraron décadas. De hecho, sólo concluyeron poco más de un lustro antes de ser destruido por los romanos. Verá.
El judío alargó el brazo y comenzó a señalar hacia la explanada.
—El Templo era de área rectangular, más ancho por el norte que por el sur. ¿Lo comprende? Esa altura sobre la que se hallaba situado es el monte Moria, el lugar donde Abraham había llevado a su hijo Isaac para ser sacrificado. ¿Me sigue?
Asentí con la cabeza. El individuo, sin ningún género de duda, era un trastornado, pero hubiérase dicho que estaba viendo a la perfección lo que describía.
—En aquella época —dijo mientras trazaba en el aire arcos con ambas manos— el Templo se hallaba rodeado de murallas con almenas. Además tenía cinco puertas y... mire, mire, ahí... entrando por la puerta sur, en poniente, estaba, en primer lugar, el patio destinado a los goyitn, que se llamaba así porque en el mismo podían estar los que no eran judíos.
El hombre se detuvo un instante y dijo:
—A propósito. Usted no es judío, ¿verdad?
—No —respondí un tanto molesto por la insistencia o el olvido de mi interlocutor.
—Sí. Ya lo suponía. Bueno, a lo que íbamos. A una altura de algo más de un metro de este patio, el de los goyitn, se hallaba el santuario. Allí no podían entrar los goyitn, aunque sí tenían la posibilidad de ofrecer, gracias a nuestros sacerdotes, sus ofrendas a Dios. A este patio se accedía a través de nueve puertas. Ahí... ahí... ahí... ahí... ¿Me atiende? ¿Sí? Pues ahí... y ahí... Bueno, y ahora si nos movemos de oriente a poniente, se encontraba el patio de las mujeres, en el que podían pasar las que eran judías, pero sin traspasarlo; el patio de Israel, donde podía penetrar todo varón israelita con la edad adecuada y tras purificarse debidamente y ahí mismo, sí, ahí... separado por una balaustrada baja, se hallaba el patio de los sacerdotes. Ahí, al frente estaba el altar de los holocaustos donde, diariamente, realizaban sus sacrificios los sacerdotes. ¿Me sigue?
Realicé un gesto afirmativo. No estaba seguro de que entendía bien todo lo que me decía e incluso tuve la sensación de que se contradecía en algún detalle con lo que yo sabía o creía saber sobre el lugar, pero me veía obligado a reconocer que no le faltaba elocuencia.
—Bien —dijo—. Pues entonces prosigamos. El Templo, en un sentido estricto, se dividía en el lugar santo, donde estaban el altar del incienso, una mesa para el pan de las proposiciones y la menorah, es decir...
—El candelabro de siete brazos —me adelanté.
—Efectivamente, el candelabro de oro con siete brazos. Tras el santo, se hallaba el santísimo, que estaba separado del anterior mediante una cortina exquisitamente bordada. Dentro del santísimo no había muebles ni, por supuesto, imágenes, porque, como usted sabe, la Torah prohíbe su fabricación y rendirles culto. A decir verdad, sólo existía una piedra grande...
—¿Llegó a verla usted alguna vez? —pregunté con el tono más inocente de voz del que fui capaz.
El judío frunció el entrecejo al escuchar la pregunta. Luego sonrió maliciosamente y dijo:
—Usted sabe de sobra que no. ¿Cómo iba a hacerlo? A ese sitio sólo entraba el Cohen ha-Gadol, el sumo sacerdote, y sólo una vez al año, en Yom Kippur, el Día de la Expiación.
—Sí, claro... —balbucí al comprender que la trampa que le había tendido había sido demasiado burda como para resultar efectiva.
—El servicio cotidiano del Templo —continuó el judío— era algo verdaderamente sin parangón. Imagino que usted habrá tenido ocasión de observar ceremonias católicas u ortodoxas. Quizá incluso ambas. Créame. Nada de nada en comparación con lo que sucedía aquí a diario. Bajo el control único de los sacerdotes, cada mañana y cada tarde se ofrecía un holocausto en favor del pueblo, que consistía en un cordero macho de un año, sin mancha ni defecto, acompañado por una ofrenda de comida y otra de bebida, más la quema de incienso, la música y las oraciones. Claro que también hay que tener en cuenta lo que eran los sacerdotes... Yo imagino que en todas las religiones intentan ser cuidadosos a la hora de escoger el clero, con mayor o menor éxito, pero procurando esmerarse. Bueno, pues le digo lo mismo que con los cultos. Nada en comparación con lo que sucedía en el Templo de Jerusalén. Verá, el acceso al sacerdocio sólo estaba permitido a los descendientes de Aarón, el hermano de Moisés, el hombre utilizado por Dios para librar al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, y sus genealogías se custodiaban con esmero precisamente para evitar las intrusiones indeseadas. Bueno, cómo sería todo que incluso había unas reglas muy estrictas para establecer cómo podían y debían contraer matrimonio. Su servicio era esencial para el pueblo de Israel y había que cuidar todos y cada uno de los detalles.
—Debió de ser impresionante —dije con cierta ironía—. Y un tanto caro, ¿no? Me refiero a todo el sistema de culto.
Sin duda alguna, aquellas palabras dejaban traslucir mi incredulidad. Pero el judío estaba demasiado enfrascado en los supuestos recuerdos de tiempos pasados rebosantes de gloria como para advertir lo que había de burlón en mi pregunta.
—Como institución —respondió con tono solemne—, el Templo se mantenía mediante un sistema de contribuciones muy bien elaborado que iba desde los diezmos a una tributación especial y a las ofrendas relacionadas con el rescate de los primogénitos varones y con otras cuestiones. Pero no me distraiga. Le estaba hablando de las fiestas. En mi época, había seis de especial relevancia, a saber: Purim, Pésaj, Pentecostés, Yom Kippur, Sha-vuot y la Dedicación. Su significado...
—Conozco de sobra su significado —dije un tanto harto de aquella exposición que hubiera podido dar un guía de Jerusalén medianamente espabilado.
—Sí... sí, claro... —dijo el judío—. Usted me ha dicho que trabajó con el período del Segundo Templo. Seguramente podría haberme ahorrado toda esta explicación.
—Seguramente —asentí yo con una muestra de malhumor que bordeaba la mala educación.
—Bueno, el caso es que a mí la cercanía del Templo me llenaba de alegría. No tenía que venir de lejos para acudir a sus fiestas, conocía a muchos de sus sacerdotes y hasta mantenía cierta relación con la familia del Cohen ha-Gadol.
—Ah, ¿sí? —dije a la vez que sin disimulo me llevaba la mano a la boca fingiendo un bostezo que sólo pretendía desanimarlo para que interrumpiera el relato.
—Sí —respondió sin que pareciera que hubiera advertido mi comportamiento desconsiderado—. A decir verdad creo que por eso Jesús me cayó mal desde el principio.
—Fue durante aquella Pascua —continuó el hombre—. Por aquel entonces, la vida me iba... ¿cómo le diría yo? Bien... no, bien es poco. Me iba muy, pero que muy bien. Mis padres habían acordado mi matrimonio con una joven llamada Esther y ya había comenzado a correr el año de los esponsales, al término del cual podríamos celebrar la ceremonia de la boda. Seguramente usted sabe que uno de los mandamientos que Dios le dio no sólo al pueblo de Israel, sino a todos los hombres fue el de perú urebu.
—Creced y multiplicaos —traduje del hebreo al español.
—Muy bien. Sí. Creced y multiplicaos. Pues bien, yo estaba a punto de cumplir ese mandamiento y lo iba a hacer además con verdadero entusiasmo. Pero es que, por añadidura, el trabajo había prosperado extraordinariamente en los últimos tiempos. Mi padre siempre había sido un orfebre notable y yo había aprendido el oficio, pero hacía poco había llegado a la conclusión de que me convenía... ¿cómo dirían ahora? Diversificar. Sí, diversificar el mercado. Los rendimientos que derivaban del taller de orfebrería había que invertirlos y ¿en qué?, se dirá usted.