Primates y filósofos (19 page)

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Authors: Frans de Waal

Tags: #Divulgación cientifica, Ensayo

BOOK: Primates y filósofos
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En algún punto de la evolución de los homínidos ocurrió algo que nos dotó de los mecanismos psicológicos adecuados para superar esa tendencia a ser caprichosos. Me inclino a pensar que esto es parte de lo que nos hace completamente humanos. Quizá comenzó con la toma de conciencia de que ciertas formas de comportamiento proyectado podrían tener resultados problemáticos y la consecuente habilidad para inhibir los deseos que de otro modo habrían sido dominantes. Sospecho que todo ello se vinculó a la evolución de nuestras capacidades lingüísticas, y que incluso alguna faceta de la ventaja selectiva para la habilidad lingüística radica en ayudarnos a saber cuándo debemos refrenar nuestros impulsos. Tal como yo lo concibo, nuestros antepasados fueron capaces de formular patrones para la acción, discutirlos entre sí y elaborar formas para regular la conducta de los miembros del grupo.
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En esta etapa, conjeturo que comenzó un proceso de evolución cultural. Diferentes grupos pequeños de seres humanos pusieron en práctica una serie de recursos normativos (reglas, historias, mitos, imágenes, etc.) para definir el modo en el que «nosotros» vivimos. Algunos de estos recursos ganaron popularidad entre sus vecinos y grupos de descendientes, quizá porque ofrecían un mejor acceso a la reproducción o más probablemente porque conducían a la formación de sociedades más tranquilas, caracterizadas por una mayor armonía y un mayor nivel de cooperación. Los recursos más exitosos se fueron transmitiendo de generación en generación y aparecen de forma fragmentaria en los primeros documentos escritos que nos han llegado: los códigos de las sociedades mesopotámicas.

Gran parte de todo este proceso resulta invisible debido al largo período transcurrido entre la completa adquisición de la habilidad lingüística (hace 50.000 años como muy tarde) y la invención de la escritura (hace 5.000 años). Existen fascinantes indicios de importantes progresos, como por ejemplo el arte rupestre o las estatuillas. Más significativos aún son los ejemplos que apuntan a una mayor habilidad para la cooperación con individuos que no pertenecieran al mismo grupo local. Desde hace aproximadamente 20.000 años en adelante, los restos encontrados en algunos yacimientos muestran un aumento en el número de individuos presentes en el mismo en un momento concreto, como si varios grupos se hubieran reunido allí. Aún más intrigantes resultan los descubrimientos de herramientas hechas de materiales concretos a distancias considerables respecto de la fuente de materias primas más cercana; quizá deberíamos entender este fenómeno en términos del desarrollo de las «redes de intercambio comercial», como algunos arqueólogos han propuesto; o quizá deberíamos verlos como indicadores de la capacidad de los extraños para abrirse camino en territorios poblados por otros grupos. Sea cual sea la alternativa que elijamos, estos fenómenos ponen de manifiesto la creciente capacidad para la cooperación y la interacción social que se manifiesta ya plenamente en los grandes asentamientos neolíticos de Jericó y Çatal Hüyük.

Aun cuando no podamos más que conjeturar acerca de lo ocurrido, creo que existe una concepción de la evolución capaz de explicar cómo hemos llegado hasta aquí, que contempla el desarrollo de la capacidad para una orientación normativa (entendida quizás a través de esa visión más extensa y refinada de la empatia que dio lugar al espectador imparcial de Smith) como un paso crucial en el camino. Toda vez que dicha capacidad apareció y que comenzamos a tener lenguajes con los que iniciar discusiones con los demás, pudieron desarrollarse, a través de una serie de linajes culturales, prácticas morales explícitas y un compendio de normas, parábolas e historias, algunas de las cuales llegan hasta la actualidad. Si volvemos a la famosa metáfora de Huxley, todos nos convertimos en jardineros al tener como parte de nuestra naturaleza el impulso de eliminar de raíz las malas hierbas que son parte de nuestra psique, y de fomentar el crecimiento de otras plantas, añadiendo un rodrigón aquí, una espaldera allá. Es más: en nuestro caso, al igual que ocurre con un jardín, el proyecto nunca está acabado, sino que continúa indefinidamente, según surjan nuevas circunstancias.
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VI

Pero ¿habré terminado adoptando la teoría de la capa al volver a Huxley? Ciertamente, no en la versión simple que De Waal pretende destruir. ¿Cómo entonces puede defenderse la idea de que nuestros parientes evolutivos poseen los «componentes básicos» de la moralidad, o que nuestras prácticas y disposiciones morales son «consecuencia directa» de ciertas capacidades que compartimos con ellos? Anteriormente ya me había quejado de que estas frases son demasiado imprecisas para servirnos de ayuda. Existen continuidades importantes entre los agentes morales humanos y los chimpancés: compartimos la disposición para el altruismo psicológico, sin el cual ninguna acción genuinamente moral sería posible. Pero sospecho que entre nosotros y nuestro antepasado más reciente que compartimos con los chimpancés se han dado algunos pasos evolutivos realmente importantes: la aparición de la capacidad para la orientación normativa y el autogobierno, la habilidad para hablar y discutir sobre recursos morales en potencia con los demás, y al menos cerca de cincuenta mil años de una importante evolución cultural. Tal como Steve Gould vio con total claridad, cualquier evaluación de nuestra historia evolutiva puede servirnos para enfatizar bien las continuidades, bien las discontinuidades en la misma. Pero yo creo que no ganamos nada inclinándonos a uno u otro lado. Resulta más adecuado determinar qué es lo que ha pervivido y qué lo que ha sido alterado.

Evidentemente, De Waal podría rechazar mis especulaciones acerca de cómo llegamos de allí a nuestro presente. A pesar de que creo que mi historia incorpora percepciones que él ha ido desarrollando a lo largo de su carrera, es posible que prefiera un punto de vista alternativo al mío. Lo importante es que necesitamos
alguna
visión de este tipo, porque para mi argumentación resulta de central importancia la tesis de que una mera demostración de la existencia de alguna forma de altruismo psicológico en los chimpancés (o en cualquier otra especie de primates superiores) demuestra muy poco acerca de los orígenes o la evolución de la ética. Me parece perfecto arrojar al fuego la teoría de la capa, ¡pero no las teorías de Huxley! Con ello, sin embargo, nos encontraríamos ante el principio de un proceso en el que las teorías primatológicas de De Waal serían relevantes para nuestra comprensión de la moralidad humana.

MORALIDAD, RAZÓN Y
DERECHOS DE LOS ANIMALES

Peter Singer

Mi respuesta a las ricas y estimulantes Conferencias Tanner se divide en dos partes. La primera y más larga lanza algunas preguntas sobre la naturaleza de la moralidad y más concretamente sobre la crítica que De W^aal hace de lo que el llama «la moralidad como una capa». La segunda parte cuestiona los argumentos presentados por De Waal en el apéndice sobre el estatus moral de los animales. En ambas cuestiones, enfatizaré aquellos aspectos en los que no estoy de acuerdo con De Waal, de modo que es necesario recordar aquí que las posiciones en las que estamos de acuerdo son más importantes que nuestras diferencias. Espero que esto quede evidenciado en las páginas que siguen.

L
A CRITICA DE LA MORALIDAD COMO CAPA

En mi obra
The Expanding Circle
, publicada en 1981, sostuve que los orígenes de la moralidad deben encontrarse en los mamíferos sociales no humanos a partir de los cuales evolucionamos. Rechacé entonces la idea de que la moralidad es una cuestión cultural más que biológica, o de que la moralidad es un fenómeno únicamente humano y sin ninguna raíz en nuestra historia evolutiva. Sugerí entonces que el desarrollo del altruismo entre iguales y el altruismo recíproco es mucho más importante para el desarrollo de nuestra propia moralidad de lo que nos gusta reconocer.
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De Waal comparte este punto de vista, y dota a estas ideas de una cantidad de conocimientos sobre el comportamiento de los primates mucho mayor que el que yo podría tener. Resulta estimulante contar con el apoyo de alguien tan familiarizado con nuestros parientes los primates que afirma, sobre la base de esos conocimientos, que existe un gran nivel de continuidad entre el comportamiento social de los animales no humanos y nuestras propias normas morales.

De Waal critica la teoría del contrato social porque asume que hubo un determinado momento en el que los humanos no eran seres sociales. Evidentemente, cabría preguntarse si los principales teóricos del contrato social creían estar ofreciendo una explicación histórica sobre los orígenes de la moralidad, pero es cierto que muchos de los lectores han llegado a la conclusión de que así fue. Cabría también preguntarse qué podemos aprender de teorías que toman como punto de partida un postulado históricamente falso (que si no hubiera sido por la existencia de dicho contrato, seríamos egoístas aislados), aun cuando dichas teorías no asuman que éste habría sido el caso. Quizás el haber partido de este punto ha contribuido a lo que De Waal se refiere al hablar de la saturación de la civilización occidental «con la presunción de que somos criaturas asocíales, incluso malvadas».

De Waal rechaza acertadamente la idea de que toda nuestra moralidad es «un recubrimiento cultural, una fina capa que esconde una naturaleza que por lo demás es egoísta y brutal». Pero precisamente porque fracasa a la hora de conceder la suficiente importancia a las diferencias que él mismo reconoce que existen entre el comportamiento social de los primates y la moralidad humana, su rechazo de la teoría de la capa resulta demasiado brusco y el propio De Waal es demasiado duro con alguno de sus defensores.

Para entender en qué acierta De Waal y en qué se equivoca, tenemos que distinguir dos posturas bien diferenciadas:

  1. La moralidad humana es inherentemente social y las raíces de la ética humana se encuentran en los rasgos y patrones del comportamiento que compartimos con otros mamíferos sociales, especialmente los primates.
  2. Toda la ética humana deriva de nuestra naturaleza evolucionada en tanto que mamíferos sociales.

Deberíamos aceptar la primera proposición y rechazar la segunda, si bien en ocasiones De Waal parece aceptar ambas.

Consideremos la crítica que De Waal realiza de las ideas de T. H. Huxley, a quien atribuye ser el creador de la moderna teoría de la capa. De Waal habla del «curioso dualismo de Huxley, que enfrenta a la moralidad con la naturaleza y a la humanidad con todos los demás animales». Como comentario inicial, podríamos empezar por señalar que no hay nada de «curioso» en un dualismo que ha sido una cantinela bastante común (y de hecho puede decirse que dominante) en la ética occidental desde que Platón distinguiera entre las diferentes partes del alma y comparara la naturaleza humana a un carro tirado por dos caballos que el conductor debe controlar y hacer funcionar a la par.
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Kant introdujo el dualismo en su metafísica al sugerir que mientras nuestros deseos (incluida nuestra preocupación empática por el bienestar de los demás) vienen de nuestra naturaleza física, nuestro conocimiento de las leyes universales de la moralidad proviene de nuestra naturaleza en tanto que seres racionales.
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Esta distinción presenta una serie de problemas evidentes, pero como veremos más adelante, resultaría erróneo rechazarla a la ligera.

Es posible que De Waal piense que la posición de Huxley es curiosa porque era defensor de Darwin, y con sus ideas parece estar alejándose de un planteamiento verdaderamente evolutivo sobre la ética. Pero en
El origen del hombre
, el propio Darwin ya escribió que «el sentido moral permite quizás elaborar la mejor y más profunda distinción entre el hombre y los animales inferiores». Las diferencias entre Huxley y Darwin en este tema son menores de lo que De Waal sugiere.

La misma descripción que De Waal hace de los escritos de Edward Westermarck es quizá la mejor demostración de que no deberíamos descartar tan a la ligera el problema que la «teoría de la capa» pretende resolver. De Waal alaba certeramente a Westermarck, cuyo trabajo no recibe hoy en día la suficiente atención. De Waal le describe como «el primer estudioso en promover una visión integrada que incluya tanto a humanos como a animales en los campos de la cultura y la evolución». Quizá la parte más perspicaz del trabajo de Westermarck, en opinión de De Waal, es el hecho de que intente distinguir las emociones específicamente morales del resto de emociones. Westermarck, según De Waal, «demuestra que hay algo más que meros instintos en dichas emociones», y explica que la diferencia entre los sentimientos morales y «las emociones no morales análogas» debe buscarse en «el desinterés, la aparente imparcialidad y la apariencia de generalidad» que caracteriza a las primeras. El propio De Waal elabora esta idea en el siguiente fragmento:

Las emociones morales deben desvincularse de la situación inmediata de cada cual: tienen que ver con el bien y el mal en un nivel más abstracto y desinteresado. Es sólo cuando realizamos un juicio general de cómo alguien debe ser tratado que podemos empezar a hablar de la aprobación o desaprobación morales. Es en esta área en concreto, simbolizada por el célebre «espectador imparcial» de Smith (1937 [1759]), donde los seres humanos parecemos ir radicalmente mucho más allá que otros primates.

Pero ¿de dónde surge esta preocupación acerca de los juicios realizados desde la perspectiva del espectador imparcial? Al parecer, no de nuestra naturaleza evolucionada. De Waal nos dice que «la moralidad probablemente evolucionó como un fenómeno intragrupal en conjunción con otra serie de capacidades típicamente intergrupales, tales como la resolución de conflictos, la cooperación y la capacidad para compartir». De Waal apunta, consistentemente con esta idea, que en la práctica somos a menudo incapaces de poner en práctica esta perspectiva imparcial:

De forma universal, los humanos tratamos a los desconocidos muchísimo peor de lo que tratamos a los miembros de nuestra propia comunidad. Es más, las normas morales apenas parecen ser aplicables fuera de nuestro entorno. Es cierto que en la época moderna existe un movimiento que busca expandir la red de la moralidad para incluir incluso a los miembros de un ejército enemigo (por ejemplo, la Convención de Ginebra, adoptada en 1949), pero todos somos conscientes de cuán frágil resulta este esfuerzo.

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