Nivel 2: La presión social
Si el primer nivel de la moralidad parecer estar bien desarrollado en nuestros parientes más próximos, es en el segundo nivel donde empezamos a encontrar diferencias importantes. Este nivel incluye la presión social que se ejerce sobre cualquier miembro de la comunidad para que contribuya a la consecución de objetivos comunes y cumpla una serie de normas sociales previamente pactadas. No es que este nivel esté completamente ausente en el caso de otros primates. Los chimpancés parecen preocuparse del estado de cosas dentro de su grupo y parecen seguir asimismo normas sociales. Experimentos recientes indican incluso la existencia de comportamientos conformistas (Whiten y otros, 2005). Pero en lo referido a la moralidad, la característica más importante es la ya mencionada de preocupación por la comunidad (De Waal, 1996), reflejada en la forma en que las hembras de mayor rango reúnen a las partes en conflicto después de una pelea y reinstauran la paz. He aquí una descripción original de este ejemplo de mediación:
Especialmente tras una serie de conflictos graves entre dos machos adultos, los dos contrincantes a veces son reconciliados por una hembra adulta. La hembra se acerca a uno de los machos, lo besa o lo toca o bien le hace un ofrecimiento y después le conduce caminando lentamente hacia el otro macho. Si el macho la sigue, lo hace a una distancia muy corta (con frecuencia mirando los genitales de la hembra), y sin mirar al otro macho. En algunas ocasiones la hembra mira en dirección a su acompañante; en otras, vuelve sobre sus pasos para obligar al macho a seguirla, tirándole del brazo. Cuando la hembra se sienta cerca del segundo macho, ambos machos comienzan a acicalarla y posteriormente, cuando la hembra desaparece de la escena, el acicalamiento prosigue entre los dos machos, y ambos jadean, balbucean y se dan golpes con más frecuencia y más fuerza que antes de la desaparición de la hembra (De Waal y Van Roosmalen, 1979, pág. 62).
Mi equipo ha podido observar repetidamente este comportamiento en varios grupos de chimpancés. Es un comportamiento que permite a los machos rivales acercarse sin tener que tomar la iniciativa, sin contacto visual y quizá sin perder prestigio. Más importante aun es el hecho de que sea una chimpancé la que toma la iniciativa para reparar una relación en la que ella no está directamente implicada.
Las tareas de control que ejercen los machos de alto rango muestran el mismo tipo de preocupación por la comunidad. Estos machos interrumpen peleas, a veces interponiéndose entre los machos implicados hasta que el conflicto se calma. La imparcialidad demostrada por los chimpancés macho en este papel es verdaderamente extraordinaria, como si de hecho se situaran por encima de los contrincantes. El efecto pacificador de este comportamiento ha sido documentado tanto en el caso de chimpancés en cautividad (De Waal, 1984) como en chimpancés salvajes (Boehm, 1994).
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Un estudio reciente sobre las prácticas de control en los macacos ha demostrado que todo el grupo se beneficia de las mismas. En ausencia temporal de los encargados habituales de estas tareas de control, los miembros restantes del grupo ven cómo se deterioran sus redes de afiliación y cómo disminuyen las oportunidades para el intercambio recíproco. En consecuencia, no resulta exagerado afirmar que en los grupos de primates unos pocos protagonistas clave pueden ejercer una influencia extraordinaria sobre el resto. El grupo en su conjunto se beneficia de su comportamiento, que intensifica la cohesión social y la cooperación. Cómo y por qué estas prácticas de control evolucionaron es otra cuestión, pero su efecto generalizado en la dinámica de grupo es innegable (Flack y otros, 2005; 2006).
En nuestra propia especie, la idea de que los individuos pueden ejercer una contribución positiva dentro del grupo se ha llevado mucho más allá. Insistentemente reclamamos que todos los individuos intenten hacer alguna contribución. Alabamos las acciones que contribuyen al bien común y rechazamos aquellas que debilitan el edificio social. Aprobamos y rechazamos acciones aun cuando no sean nuestros propios intereses los que están en juego. Desapruebo que el individuo A robe al individuo B no sólo si yo soy B o si me siento cercano a él, sino aun cuando no tengo nada que ver con A ni con B salvo el hecho de que todos formamos parte de la misma comunidad. Mi rechazo refleja una preocupación por lo que ocurriría si todo el mundo actuase como A: el robo generalizado no beneficia mis intereses a largo plazo. Esta preocupación sobre la calidad de vida en el seno de la comunidad, algo abstracta a la vez que egocéntrica, sostiene la perspectiva «imparcial» y «desinteresada» de la que hablan Philip Kitcher y Peter Singer, que está en la raíz de las distinciones que hacemos entre lo que es correcto y lo que es incorrecto.
Los chimpancés distinguen el comportamiento aceptable del que no lo es, pero siempre de una forma estrechamente vinculada a las consecuencias inmediatas del mismo, especialmente para sí mismos. Así, los simios y otros animales altamente sociales parecen ser capaces de desarrollar normas sociales sancionadas por la costumbre (De Waal, 1996; Flack y otros, 2004). Ofreceré tan sólo el siguiente ejemplo:
Una agradable noche en el zoo de Arnhem, cuando el cuidador llamó a los chimpancés para que entraran en el recinto, dos hembras adolescentes se negaron. Hacía un tiempo magnífico. Tenían toda la isleta para ellas y estaban encantadas. La norma en el zoo es que ningún simio puede comer hasta que todos han entrado en el edificio. La obstinación de las adolescentes provocó un ataque de mal humor en el resto del grupo. Cuando finalmente entraron, varias horas más tarde, se les asignó una habitación al lado del cuidador para evitar represalias. Pero ello solamente les ofreció una protección temporal. A la mañana siguiente, cuando estaban en la isleta, la colonia al completo descargó su frustración por el retraso en la comida con una persecución masiva que terminó a golpes con las culpables. Aquella noche, fueron las primeras en entrar (adaptado de De Waal, 1996, pág. 89).
Por muy impresionante que sea este sistema de aplicación de las normas, nuestra especie va mucho más allá que otras en este aspecto. Desde que somos pequeños, nos vemos sometidos a juicios sobre lo que está bien o mal, juicios que se convierten en una parte tan importante de cómo vemos el mundo que todos los comportamientos que mostramos y los que experimentamos pasan por este filtro. Apretamos las tuercas a todo el mundo, para asegurarnos de que su comportamiento se adecúe a las expectativas.
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Por lo tanto, los sistemas morales imponen toda una serie de restricciones. El comportamiento que promueve una vida en grupo mutuamente satisfactoria se considera generalmente «correcto» y aquel comportamiento que la socave, «erróneo». Consistentemente con los imperativos biológicos de la supervivencia y la reproducción, la moralidad refuerza una sociedad cooperativa de la que todos se benefician y a la cual casi todos están dispuestos a contribuir. En este sentido, Rawls (1972) acierta de lleno: la moralidad funciona como un contrato social.
Nivel 3: Juicios y razonamientos
El tercer nivel de la moralidad va más allá todavía. En este punto, las comparaciones con otros animales son verdaderamente escasas. Quizás esto no sea más que un reflejo del estado actual de nuestros conocimientos, pero no conozco ningún ejemplo de razonamiento moral en animales. Los humanos seguimos una brújula interna: juzgamos nuestros actos y los ajenos evaluando las intenciones y creencias que subyacen en nuestras acciones. Buscamos también la lógica, como en la discusión precedente en la que la inclusión moral basada en la sensibilidad choca con las obligaciones morales basadas en lealtades que vienen de antiguo. El deseo de contar con un marco moral consistente en el ámbito interno es singularmente humano. Somos los únicos a los que preocupa por qué pensamos lo que pensamos. Podemos, por ejemplo, preguntarnos sobre cómo reconciliar nuestra postura frente al aborto con la que mantenemos frente a la pena de muerte, o bajo qué circunstancias resultaría justificable el robo. Todo ello es mucho más abstracto que el nivel de comportamiento concreto en el que el resto de los animales parece operar.
Esto no quiere decir que el razonamiento moral esté completamente desvinculado de las tendencias sociales de los primates. Doy por sentado que nuestra brújula interna está configurada por nuestro entorno social. Todos los días, nos damos cuentas de las reacciones positivas o negativas hacia nuestro comportamiento, y de esta experiencia sacamos conclusiones sobre los objetivos de los demás y las necesidades de nuestra comunidad. Convertimos estas necesidades y objetivos en propios, en un proceso que conocemos como
interiorización
. Consecuentemente, las normas y valores morales no surgen a partir de máximas derivadas independientemente, sino que nacen de la interiorización de nuestras interacciones con los demás. Un ser humano que crezca aislado nunca podrá desarrollar un razonamiento moral. Esta especie de Kaspar Hauser carecería de la experiencia necesaria para ser sensible a los intereses ajenos, y en consecuencia carecería de la habilidad para ver el mundo desde otra perspectiva que no fuera la propia. Estoy por tanto de acuerdo con Darwin y Smith (véase en este sentido el comentario de Christine Korsgaard) en que la interacción social ha de estar en la raíz del razonamiento moral.
Considero que por su búsqueda de la consistencia y el «desinterés», así como por la tendencia a medir cuidadosamente nuestras acciones frente a lo que podríamos o deberíamos haber hecho, este nivel de moralidad es singularmente humano. Aun cuando nunca llegue a trascender por completo las motivaciones sociales de los primates (Waller, 1997), nuestro diálogo interior eleva el comportamiento moral a un nivel de abstracción y autorreflexión desconocido antes de que nuestra especie entrara en el escenario de la evolución.
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ÁS CERCA DEL FIN
Es bueno saber que mi «destructiva» aproximación a la teoría de la capa (TC) se reduce a marear la perdiz (según Philip Kitcher) en un ejercicio que para empezar no tendría ningún sentido (Christine Korsgaard). El único que alguna vez se embarcó en dicha tarea —Robert Wright— niega ahora vehementemente haberlo hecho alguna vez, mientras que Peter Singer defiende laTC sobre la base de que ciertos aspectos de la moralidad humana, tales como nuestra capacidad para adoptar una perspectiva imparcial, aparentan ser una especie de recubrimiento o de capa.
No obstante, esta última es una capa muy diferente. Ya Singer señala la posición de preeminencia que el tercer nivel del juicio y la razón juegan en el plano más amplio de la moralidad humana, pero dudo mucho que se mostrase a favor de desvincular esta capa de las dos anteriores. Esto es, sin embargo, lo que laTC ha intentado conseguir negando de plano la capa primera (los sentimientos morales) y acentuando la importancia de la segunda (la presión social) a expensas de todo lo demás. LaTC presenta el comportamiento moral como una forma de impresionar a los demás con el fin de construirse una reputación favorable, y de ahí la equivalencia que Ghiselin (1974) establecía entre un altruista y un hipócrita, o el comentario de Wright (1994, pág. 344) de que «Para ser animales morales, debemos darnos cuenta de hasta qué punto no lo somos». En palabras de Korsgaard, laTC caracteriza al primate humano como «una criatura que vive en un estado de soledad interior muy profunda, y que en esencia se considera la única persona en un mundo lleno de cosas potencialmente útiles, aunque algunas de esas cosas tengan vidas mentales y emocionales, hablen o se defiendan».
La teoría de la capa ocupa un universo prácticamente autista. No hace falta más que echar un vistazo a los índices de los libros escritos por sus defensores para darse cuenta de que éstos apenas mencionan la empatia o en general ninguna otra emoción dirigida hacia el exterior. Aun cuando la empatia pueda verse invalidada por preocupaciones más inmediatas
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(razón por la cual la empatia universal resulta una propuesta tan frágil), el mismo hecho de que exista debería hacer pensar a cualquiera que estamos aquí únicamente para nosotros mismos. La tendencia humana a sentir un temor involuntario ante la contemplación del dolor ajeno contradice profundamente la idea sostenida por laTC de que estamos obsesionados con nosotros mismos. La ciencia apunta a que estamos programados para sintonizar con los objetivos y sentimientos ajenos, lo cual a su vez nos prepara para tomarlos en consideración.
Huxley y sus seguidores han intentado romper el vínculo existente entre moralidad y evolución, postura que yo atribuyo a una concentración excesiva en el proceso de selección natural. El error radica en pensar que un proceso tan desagradable únicamente puede producir resultados igualmente desagradables, o como recientemente afirmaba Joyce (2006, pág. 17): «El primer error garrafal es confundir la causa de un estado mental con el contenido del mismo». En ausencia de inclinaciones morales naturales, la única esperanza que la TC tiene para la humanidad es la idea semirreligiosa de la perfectibilidad: puede que esforzándonos lo suficiente podamos salir adelante sin ayuda de nadie.
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Pero ¿resulta la teoría de la capa tan difícil de tomar en serio precisamente porque se puede rebatir con tanta facilidad, tal como afirma Philip Kitcher? Recordemos que esta teoría ha dominado la literatura sobre la evolución durante tres décadas, y todavía persiste. Durante ese tiempo, cualquiera que se atreviera a disentir era etiquetado como «ingenuo», «romántico», «blando», o cosas peores. Por mi parte, no tengo ningún problema en decir «Descanse en paz» cuando me refiero a la teoría de la capa. Es posible que este debate la finiquite de una vez por todas. Necesitamos con urgencia pasar de una forma de hacer ciencia que enfatiza de forma tan estrecha las motivaciones egoístas a otra que considere el Yo como algo que se inserta en, y está definido por, su entorno social. Tanto en la neurociencia, con sus cada vez más numerosos estudios sobre las representaciones compartidas entre el Yo y el Otro (por ejemplo, Decety y Chaminade, 2003), como en la economía, que ha empezado a cuestionar el mito del actor humano que sólo se tiene en cuenta a sí mismo (por ejemplo, Gintis y otros, 2005), esta tendencia va ganando en importancia.
L
OS ROSTROS DEL ALTRUISMO