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Authors: Melissa Kantor

Proyecto Amanda: invisible (16 page)

BOOK: Proyecto Amanda: invisible
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Debajo estaba la firma de mi madre, una amplia U que se convertía en una línea irregular que se extendía hasta casi salirse de la hoja. No sé por qué, pero al levantar la mirada y con­templar mi habitación —que siempre había sido mi lugar especial—, me pareció extraña, como si fuera un lugar en el que nunca antes hubiera estado. Mi madre se había ido obligada. Me quería. Había tenido que abandonar la ciudad, «No puedo despedirme de ella por su propia seguridad». Me entraron ganas de salir corriendo y cantando escaleras abajo, de entrar en el taller de mi padre y decirle que mamá se había visto forzada a abandonarnos.

Me levanté de la cama, pero me detuve a medio ca­mino de la puerta. ¿Cuál sería la reacción de mi padre ante esa carta? Me lo imaginé yendo a la casa o al des­pacho de Thornhill, y aporreando la puerta para que le dejara entrar. Mi madre temía por mi seguridad, y pue­de que también por la suya. ¿Qué pasaría si mi padre montaba una escena y alguien lo escuchaba, alguien que quisiera saber dónde estaba mi madre? Por alguna razón, mi madre no le había contado a mi padre lo que estaba haciendo. Así que era posible que ella también necesitara protección. Tanta, que ni si­quiera mi padre debía conocer su paradero. Me quedé inmóvil unos instantes, con la mirada fija en la puerta y la nota en la mano. Si mi madre no había querido contárselo a mi padre, ¿sería correcto que yo lo hiciera? ¿Y si ocurriera algo realmente malo? ¿Y si le hacían daño a alguno de los dos? Lentamente, salí al pasillo y después entré en la habitación de mis padres. Abrí el armario de mi madre y me asomé.

Lo primero que percibí fue el olor a Chanel n.° 5. Mi madre siempre usaba el mismo perfume, y cada una de sus camisas y chaquetas había absorbido parte de su aroma. Me acerqué a una pila de trajes y blusas y aspiré profundamente: era como si acabara de quitárselas.

Me quería. Mi madre me quería. No tenía intención de marcharse… pero se había visto obligada a hacerlo. Mientras tocaba una camisa tras otra — para después pasar a los suéteres, y de ahí a las chaquetas y los zapatos—, me sentí como si estuviera pasando las páginas de un álbum de fotos de mi madre. ¡Clic! Aquí estaba ella dejándome en el instituto. ¡Clic! Aquí entrando por la puerta después del trabajo. ¡Clic! Una cena fuera con mi padre. ¡Clic! Trabajando en el jardín. ¡Clic! Pre­parando la cena. ¡Clic! Bailando por la cocina al son de una antigua y melosa canción que habían puesto en la radio. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!

Hacía mucho tiempo que me forzaba a no pensar en mi madre, y hasta ese momento no me había dado cuenta de lo duro que era apartarla de mi mente. Con lágrimas en los ojos, seguí buceando entre los recuerdos que tenía de ella. Por primera vez desde el mes de oc­tubre, me sentí verdaderamente feliz, porque estaba se­gura de una cosa: si mi madre no había querido marcharse, eso significaba que intentaría volver. El buen humor no me duró tanto como esperaba. Por la tarde, tenía la cabeza llena de pensamientos horribles. ¿Por qué habría tenido que marcharse? ¿La estarían aún persiguiendo? Y de ser así, ¿podría, ser que ya la hubieran... capturado? Aquel pensamiento me produjo mareos, y pensé en más de una ocasión que aquellas imágenes de mi cabeza acabarían haciéndome vomitar.

Cuando Kelli me llamó a las cinco para saber qué iba a ponerme para la fiesta y para ver si podría prestarle algo verde, apenas pude cumplir con mi parte de la conversación. La mayor parte del tiempo me limité a decir «Sí», «Mmmm» y «Pues no», mientras trataba de pensar en la manera de librarme de ir a la fiesta de Liz. ¿Cómo se suponía que iba a actuar con normali­dad si mi cerebro estaba sufriendo un cortocircuito? Mi mente dijo: «Creo que mi madre está huyendo para salvar su vida», pero lo que hizo mi voz fue quedar en casa de Kelli a las ocho y media para que nos recogiera la madre de Heidi.

La camiseta de color verde mar —la de las mangas largas y ajustadas, que se acampanaban en las muñecas— que pensaba llevar a la fiesta de Liz para ocultar mi ta­tuaje estaba en el cesto de la ropa sucia, y ninguna de las demás prendas verdes que tenía podría ocultarlo. Tenía un viejo suéter verde que era bastante voluminoso y que a veces me ponía en los días que hacía muchísimo frío, pero no era una elección muy apropiada para una fiesta. También tenía una camiseta verde sin mangas que me sentaba muy bien, pero no abrigaba lo suficiente para ser mediados de marzo, y tampoco cubrir el tatuaje del osito.

¿De verdad tenía que ir de verde? Al detenerme frente a mi armario, con los cajones escupiendo ropa por todas partes tras mi frenética búsqueda, pensé en lo estúpido que era eso de que todas tuviéramos que ir de verde. Heidi, Traci, Kelli y yo no éramos un equipo de fútbol, sino un grupo de amigas, así que ¿por qué teníamos que ir todas a la fiesta vestidas del mismo co­lor solo porque se le antojara a Heidi? ¿Pasaría algo si apareciera vestida de rojo, azul o naranja?

Pero entonces pensé en lo que sería aparecer por la puerta de Liz con el resto de las Chicas I, y que yo fuera la única que no iba de verde. Puede que los demás creyeran que yo no estaba en el grupo, o incluso que Heidi no me había dicho nada sobre el color previsto para esa noche, y que me había dejado a un lado a propósito porque las tres estarían planeando zanjar nuestra amistad. ¿Y qué pasaría si Heidi se enfadaba conmigo por pasar de su idea y decidiera hacerme el vacío? ¿Y si, por esta acción de Heidi, el resto de los asistentes decidieran ignorarme también?

A veces resulta muy difícil saber si tu respuesta a una situación es realista o paranoica. Esta era una de esas ocasiones.

Debía de haber unas cincuenta personas cuando llegamos a casa de Liz. Llegamos tarde, un toque de glamour. Y aunque muchos de ellos ya estaban hablando, comiendo y bailando bajo la tenue luz del sa­lón, la verdadera fiesta no empezó hasta que llegamos nosotras. Así son las cosas cuando eres una Chica I. En cuanto abrimos la puerta principal, parecía que todo el mundo quería acercarse a hablar con nosotras. Bueno, quizá no con todas, pero como Heidi no podía hablar con tantas personas a la vez, Traci, Kelli y yo también nos vimos rodeadas. No hizo falta mucho tiempo para que la gente se diera cuenta de que las cuatro íbamos vestidas de verde (finalmente había he­cho la colada aquella tarde para lavar mi camisa verde, y la había secado con el secador; después la combiné con una minifalda de cuadros azules y verdes y mis bo­tas Ugg). En pocos minutos, la noticia se propagó por la fiesta, y las chicas que por coincidencia habían ele­gido llevar una camiseta o un vestido verde vinieron corriendo a mostrarnos que ellas también llevaban el color oficial de la noche. Heidi abrazó a algunas de ellas y les dijo que era sensacional que también fueran vestidas de verde. Otras solo se llevaron algunas respuestas poco entusiastas. Aunque conozco a Heidi des­de hace años, nunca he descubierto si hay alguna ló­gica en su manera de decidir a quién responder con efusividad y a quién de manera más fría. Me pregunté si Amanda podría calcular una estadística para contabilizarlo.

Las tres nos abrimos paso hasta el cuarto de estar y establecimos nuestro campamento en el sofá. Liz se acercó a saludarnos, algo que me hizo sentir un poco mal. Era su fiesta de cumpleaños. ¿No tendríamos que haber sido nosotras las que nos acercáramos a ella? Pero si alguien más, aparte de mí, pudo extrañarse de que la anfitriona viniera a presentarnos sus respetos en su propia fiesta, no dio muestra de ello, y Liz tampoco parecía molesta. Heidi empezó a contar una historia graciosa sobre un aficionado que se había acercado a su madre para pedirle un autógrafo, y alguien me entregó un vaso con coca-cola light. Un cuenco lleno de pa­tatas apareció en la mesa que teníamos ante nosotras, y en poco tiempo toda la fiesta parecía haberse cen­trado en el cuarto de estar; más concretamente, alrededor de Heidi.

Aunque antes había estado tan preocupada por mi madre, hasta el punto casi de obsesionarme, ahora empezaba a sentirme mejor. Mi madre no era de esas per­sonas que tienen que salir huyendo para salvar la vida. Mi madre era de las que se preocupan por las cosas. Se había marchado para hacer algo, no para evitar que se lo hicieran. Iba a hacer ese algo, y después regresaría a casa y todo volvería a ser como antes. Estaba segura de eso. Podía sentirlo.

Me terminé el refresco y le susurré a Kelli que vol­vería enseguida.

Lee estaba en la cocina; llevaba unos vaqueros negros y una cazadora de color rojo oscuro con una línea ama­rilla en el medio. No le estaba buscando intencionada­mente, pero cuando lo vi sentado sobre la encimera, sentí un inmenso calor en el pecho, como si la noche hu­biera sido una incógnita y él fuera la respuesta. Keith es­taba hablando con él y, mientras le escuchaba, Lee lanzó un trozo de pretzel al aire y lo cogió con la boca. Enton­ces me vio y me sonrió, sujetándolo entre los dientes para mostrarme su hazaña.

La sonrisa que le lancé estaba alimentada en buena medida por la alegría que había sentido al leer la carta de mi madre.

—¡Lo has pillado al vuelo! —exclamé.

Él inclinó la cabeza y después me hizo un gesto para que me acercara. Me puso las manos en los hombros.

—Hola —dijo. Lee tiene unos ojos preciosos, y a ve­ces me mira como si fuéramos las únicas personas que hubiera en el mundo.

Keith sonrió. Me di cuenta de que llevaba un sué­ter de color verde pálido, y me pregunté si Heidi les habría dicho también a los chicos que fueran de verde, aunque, en ese caso, Lee no le habría hecho demasiado caso.

—¡Idos a una habitación! —dijo Keith, y sentí que volvía a ruborizarme.

Me di la vuelta para apoyarme sobre la encimera y Lee me colocó los brazos alrededor del cuello.

—Piérdete, Harmon —dijo Lee.

Cerré los ojos y me apoyé en su pecho. Me sentí ali­viada por no haberle dicho nunca lo alterada que es­taba por lo de mi madre. Porque no creo que un chico guapo y popular como Lee se muera por tener una no­via con el pelo semicrespo, un cuerpo que, en el mejor de los casos, no es más que pasable y además, proble­mas emocionales. Pero ahora todo eso carecía de im­portancia, pues mi madre iba a volver, y Lee nunca tendría que saber que estaba ocurriendo algo raro en mi vida.

Cuando abrí los ojos, Lexa Brooker y Maddy Harper entraban en la cocina.

—Hola —dijo Lexa. No me lo dijo directamente a mí, sino que lanzó el saludo en general. Supe que lo había hecho a propósito porque así, si la ignoraba, no pare­cería idiota por haber intentado hablar conmigo.

—Hola —respondí. Lo cierto es que a veces Lexa y Maddy pueden resultar irritantes. Pero yo no era capaz de ignorar a nadie, ni siquiera a alguien que ya está acostumbrado a recibir ese trato.

—Me gusta tu camisa —dijo Maddy. No era más que una camiseta verde normal y corriente, pero no se lo hice notar.

—Gracias —respondí.

Maddy llevaba una camiseta negra escotada, tan fina como un papel; como me parecía un poco hor­tera, decidí no devolverle el cumplido. Se sirvió dos vasos de coca-cola light y después se quedó quieta en mitad de la cocina, indecisa, como si quisiera quedarse a hablar pero pensara que lo mejor sería marcharse.

Sé que Heidi la habría dejado esperando, sintiéndose incómoda, hasta que finalmente le entrara tanta vergüenza como para marcharse. Y lo cierto es que yo estaba deseando que se fuera, pero no podía ponerla en esa situación.

—¿Cómo te va? —le pregunté.

—Bien —respondió. No me había dado cuenta de lo tensa que estaba Maddy hasta que mi pregunta la relajó. Extendió la pierna y se puso una mano en la ca­dera, ahora mucho más segura de sí misma—. Te vi limpiando el coche de Thornhill el jueves. Debió de ser un asco.

Me arrepentí de no haberla dejado tirada, muerta de vergüenza.

—Eh, sí —dije.

¿Qué esperaba que le dijera? ¿Qué me lo había pa­sado tan bien que estaba deseando repetir?

—Aunque estabas guapísima mientras lo hacías —dijo Lee, al tiempo que me daba un suave masaje en los hombros. Sentí que empezaba a relajarme a pesar de la presencia de Maddy, y me dejé caer aún más sobre la encimera.

—¿Sabes lo que he oído de ella? —preguntó Maddy—. De Amanda, quiero decir.

A pesar de las poquísimas probabilidades que había de que aquella idiota supiera la verdad sobre Amanda, me sentí interesada, por primera vez en toda la noche, por escuchar lo que alguien tuviera que decir. ¿Y si sa­bía algo que ni Hal, ni Nia, ni yo supiéramos?

Pero no es bueno mostrar demasiado entusiasmo. Y mientras yo estaba decidiendo cómo descubrir lo que sabía Maddy, Lexa intervino:

—¿Qué? ¿Qué has oído, Maddy? —me fijé en que se había alisado el pelo, que normalmente es muy rizado.

Maddy se dio la vuelta ligeramente hacia Lexa, como si en todo momento se hubiera estado dirigiendo a ella.

—He oído que está en el programa de protección de testigos. Por lo visto, su padre era un pez gordo de la mafia y se enfrentó al líder de una familia de Nueva York, así que se mudaron a Orion, pero los encontraron y tuvieron que sacarla a toda prisa de la ciudad.

—¿En serio? —exclamó Lexa.

—¡En serio! —respondió Maddy. Y como yo no dije nada, las dos se quedaron calladas unos segundos y después salieron de la cocina para seguir hablando de Amanda.

Keith le contó algo a Lee sobre un partido que habían estado viendo antes de la fiesta, y yo empecé a pensar en la teoría de Maddy. Por un lado, era tan ri­dícula que causaba risa; era evidente que Maddy veía demasiado la tele. Pero, por otro lado, ¿acaso era una locura mayor que todas las historias que nos había contado Amanda? Cuanto más pensaba en ello, más tonta me sentía por habérmelas tragado todas. ¿Su madre estaba en Uganda y su padre trabajaba para las Naciones Unidas? ¿Y por qué no decir que pertenecían a la realeza y que tenían que gobernar sus diminutos principados europeos sin el estorbo que supone un hijo? ¿O astronautas embarca­dos en una misión a Marte? Y ya puestos, ¿por qué tendría que inventarse historias tan elaboradas? Si tus amigos no van a conocer nunca a tus padres, ¿por qué no decir que son normales y corrientes: un médico y una abogada, una profesora y un contable, o un chef y una entrenadora personal? Deseé poder llamar a Hal y a Nia para contarles lo que había dicho Maddy. Ya que todo parecía posible con ella, ¿por qué no iba a estar en el programa de protección de testigos?

Cuando estaba pensando en salir para hacer un par de llamadas, Lee me abrazó y me dio un beso en la frente. Un segundo después, Kelli y Traci entraron a toda velocidad en la cocina. Al vernos juntos, Kelli sonrió.

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