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Authors: Melissa Kantor

Proyecto Amanda: invisible

BOOK: Proyecto Amanda: invisible
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Callie, Hal y Nia son tres chicos que, accidentalmente, se encuentran en el despacho del director del instituto; aparentemente, no tienen nada en común... solo que conocen a una chica que se llama Amanda. Pero, se dan cuenta de que lo poco que saben de su vida es totalmente falso.

¿Quién es Amanda? ¿Qué relación la une con los tres chicos?

Una novela de misterio que no dejará indiferente a nadie.

Melissa Kantor

Proyecto Amanda: invisible

Proyecto Amanda

ePUB v1.0

Siwan
03.10.11

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Capítulo 1

¿Por qué será que cuando no quieres pensar en algo, no puedes dejar de hacerlo?

Desde que me desperté, la escena que había presenciado Amanda en mi casa el día anterior se había repetido en mi cabeza como si fuera un vídeo de YouTube. Uno de esos que, nada más terminar, comienza de nuevo, en un bucle, con una reiteración enfermiza. Estuve pensando en ello mientras me vestía, mientras pedaleaba hasta el instituto, e incluso mientras estaba con Kelli junto a su taquilla, y ella intentaba acordarse del argumento de una película de Reese Witherspoon que había pillado empezada la noche anterior. Ahora estaba en clase de historia, pero la explicación del señor Randolph sobre las causas de la Primera Guerra Mundial quedó eclipsada por una voz en el interior de mi cabeza. Era la de mi padre, que repetía las mismas palabras una y otra vez. Me pregunté qué es lo que habría escuchado Amanda exactamente. Probablemente, todo. El teléfono había sonado cuando yo estaba en el piso de arriba, buscando mi cuaderno de notas. Regresé a la cocina. Mi padre daba voces, así que era obvio que había contestado y que la conversación había comenzado un rato antes. Amanda y yo hablábamos mucho, por lo que ella ya habría intuido que pasaba algo. Sabía más que cualquier otra persona en el instituto. Pero hasta ayer no lo sabía todo. No conocía la peor parte. Sí, estaba enterada de lo de mi madre, pero no tenía ni idea de lo del dinero. Ahora ya lo sabía. Lo asombroso fue que no parecía sorprendida. Era como si, de algún modo, lo hubiera adivinado hacía ya mucho tiempo.

—... Y por esta razón, el asesinato del archiduque supuso el catalizador del estallido del conflicto, pero no la causa per se.

Normalmente me gustan las clases del señor Randolph, y eso que no soy lo que se dice una apasionada de la historia. Es muy agradable y paciente, explica las cosas con claridad y es uno de los pocos profesores del Endeavor que realmente te prepara para los exámenes. Pero aun así, aquella mañana me resultó imposible concentrarme en la lección. Negué con la cabeza, me enderecé en mi asiento y saqué una nueva punta de mi portaminas. Tal vez si adoptaba la actitud de una estudiante atenta podía convertirme en una.

—¿Habéis anotado eso? Alianzas enmarañadas. Es lo más importante, con lo que os debéis quedar de la clase de hoy.

La pizarra estaba cubierta de anotaciones, pero el señor Randolph había encontrado hueco suficiente para escribir 'alianzas enmarañadas' en letras grandes, y subrayó lo de 'enmarañadas' unas cincuenta veces. Puse los ojos en blanco y empecé a copiar aquella frase tan crucial. No había duda de que esas alianzas serían lo único que recordaría de aquella clase. Lástima que no supiera lo que eran ni quiénes las habían entablado. Justo en el momento en que empezaba a escribir 'enmarañadas', Lexa Brooker, que estaba sentada a mi lado, deslizó un trozo de papel arrugado sobre mi cuaderno.

Era una nota de Heidi. La recogí con mano experta —Heidi y yo habíamos pasado tantas clases juntas que era capaz de hacer desaparecer sus notas en un nanosegundo— y terminé de copiar la palabra. Después desdoblé el papel cuidadosamente. Levanté la mirada. En el aula del señor Randolph los pupitres están dispuestos en forma de herradura. Heidi estaba sentada justo en el otro extremo, pero nuestras miradas se encontraron y ella levantó las cejas, que llevaba muy bien perfiladas. Asentí de forma casi imperceptible, agradecida por tener algo en que pensar aparte de la cuestión de que Amanda supiera aún más cosas sobre mi desquiciada familia de las que había sabido hasta la semana pasada. La fiesta del sábado iba a ser increíble, y las Chicas I —Kelli, Heidi, Traci y yo (sí, durante un tiempo escribí mi nombre con una i, pero ¡no pienso volver a hacerlo!)—, las actuales reinas de segundo, íbamos a ir de verde. ¡Qué guay! Tengo una camiseta ajustada de color verde oscuro, que me puse una vez que fuimos juntas al cine. Lee estaba por allí, y me dijo que el verde resaltaba mucho el color de mis ojos. Al pensar en Lee, la cara se me puso de un tono rosado, que es lo que nos pasa a las irlandesas pelirrojas cuando nos ruborizamos. O cuando nos asustamos. O cuando tenemos calor. O a la más mínima sensación de nerviosismo o incomodidad. En resumen, entre veinte y mil veces al día.

—¿Calista Leary?

Levanté la cabeza como un resorte en cuanto escuché mi nombre. ¿Acaso el señor Randolph había visto el trozo de papel mientras circulaba por la herradura de mano en mano? Hay profesores que, si te pillan pasando una nota, te hacen leerla en voz alta delante de toda la clase. No es que el contenido de esta fuese especialmente comprometedor, pero aun así no me habría hecho ninguna gracia que todo el mundo se enterase. Entonces me di cuenta de que había sido una voz de mujer la que había dicho mi nombre, y de que el señor Randolph ni siquiera me estaba mirando. Lo que estaba haciendo, al igual que el resto de la clase, era mirar hacia la puerta, donde se encontraba una de las secretarias de la dirección del instituto.

—Eh... Soy yo.

Todos se quedaron mirándome, y sentí una oleada de calor que se desplegaba por mi cara y por mi pecho, dejando a su paso un enorme rubor.

—Tienes que ir al despacho del subdirector.

Durante unos instantes, fue como si se hubiera dirigido a mí en un idioma que no fuera el mío. No fui capaz de entender las palabras que acababa de pronunciar.

—¿Tengo que...? —repetí como una boba.

—Puedes recoger tus cosas —añadió inclinando la cabeza, coronada por un ceñido moño—. No volverás antes de que termine la clase.

Al ver mi cara de perplejidad, el señor Randolph dijo:

—Ya te dejarán mañana los apuntes, Callie. Ahora, ve con la señora Leong.

De repente mi confusión desapareció y pasó a convertirse en miedo. ¿Tendría esto algo que ver con mi madre? Me levanté a toda prisa, y estuve a punto de volcar mi pupitre. Entonces la mochila se enganchó con la silla. Me temblaban tanto las manos que a duras penas pude abrir la cremallera. Prácticamente podía escuchar a los demás alumnos compadeciéndose de mí. Cuando pasé al lado de Heidi, me susurró:

—¿Qué ha pasado?

Al contrario que Traci y Kelli, Heidi sabía lo de mi madre, aunque nunca habíamos hablado de ello. Tampoco habíamos vuelto a hablar de lo que había ocurrido aquella noche. Nunca. Negué con la cabeza para hacerle saber que no tenía ni idea. Ella alargó la mano para tocar la mía un instante; su adorable rostro estaba contraído por la preocupación. En ese momento, tuve un horrible pensamiento: «¿Está haciendo esto porque se preocupa por mí, o solo porque quiere aparentarlo?». Últimamente tenía estos pensamientos con respecto a Heidi, pero antes de que pudiera darme la vuelta para comprobar la expresión de su rostro, estaba fuera del aula con la puerta cerrada detrás de mí. Resultaba extraño caminar por unos pasillos tan vacíos. Normalmente solo me muevo por ellos entre clase y clase, rodeada de otro millar de estudiantes del Endeavor que avanzan entre empujones para llegar a su aula correspondiente. Pero ahora estaba tan silencioso que podía escuchar el eco de los gruesos tacones de la señora Leong. Me fijé en que se había descolgado un extremo de una vieja pancarta de la fiesta de antiguos alumnos, que ahora se mecía por una brisa imperceptible. «Veteranos del Endeavor: ¡No tenemos espíritu, SOMOS espíritus!». ¿A quién se le habría ocurrido la brillante idea de utilizar un fantasma como mascota del instituto? ¿Y por qué tenían que recordarme los fantasmas justo ahora? Cuando todo parecía señalar que estaba a punto de descubrir que mi madre había...

La señora Leong abrió la puerta que conducía a la zona de dirección. Allí no quedaba ni rastro de la tranquilidad que reinaba en los pasillos: una docena de teléfonos sonaba a la vez, una fotocopiadora funcionaba a más de cien revoluciones por segundo, y al menos dos secretarias más se afanaban en teclear en sus ordenadores. Me pareció que había entrado en la oficina de una gran empresa, en lugar de estar en la Escuela Unificada Endeavor de Primaria y Secundaria. Al recordar la sugerencia de Amanda para un nuevo lema del instituto ('Basta ya de fantasmadas'), mi ansiedad se calmó un poco. Pero se me hizo un nudo en el estómago en cuanto la señora Leong señaló el despacho del subdirector Thornhill.

—Entra. Te está esperando.

Tuve un segundo para considerar la ironía que suponía que el señor Thornhill fuera quien presenciara mi reacción al recibir las peores noticias posibles sobre mi madre. Por alguna razón que se me escapaba, mi padre lo odiaba profundamente, y ahora tendría que contarme la terrible verdad, precisamente en su despacho. Abrí la puerta con el corazón retumbando en mis oídos, segura de que lo próximo que vería sería el rostro de mi padre cubierto de lágrimas.

Capítulo 2

Pero mi padre no estaba allí.

Había tres sillas dispuestas frente al escritorio del se­ñor Thornhill. La del centro estaba vacía, mientras que las otras estaban ocupadas por Nia Rivera, la tía más rara de segundo, y por Hal Bennett, a quien podría­mos considerar como un pringado en proceso de reha­bilitación. Durante toda la Primaria, Hal había sido el típico flacucho que llevaba los pantalones tan subidos que le quedaban pesqueros; alguien a quien parecía que su madre le cortaba el pelo poniéndole un tazón en la cabeza. Pero al parecer se había pasado todo el verano en el gimnasio o con un asesor de estilo, porque, cuando regresamos al instituto en septiembre, estaba mucho más bueno. Llevaba camisetas vintage y pantalones des­gastados que llenaba por completo —ya sabéis lo que quiero decir—, y se había dejado ese peinado enmarañado, de color rubio oscuro, que está tan de moda. Además, era un genio del arte. Tal vez lo hubiera sido siempre, pero este año había hecho una devastadora caricatura de Thornhill para el periódico del instituto que había causado sensación durante unos cuantos días, y en noviembre había sido elegido para ir a Nueva York a representar a todo el estado de Maryland en un concurso convocado por un conocido museo. Incluso había aparecido en el radar de las Chicas I. La semana anterior, durante el almuerzo, Kelli y Traci habían estado ha­blando sobre lo cañón que se estaba poniendo Hal Bennett; y, tras varios años temiendo que descubrieran que él y yo habíamos sido «amigos» antes de que me con­virtiera en una Chica I, de repente tuve ganas de con­társelo. Sin embargo, no les dije nada. Me di cuenta de que Heidi no había opinado nada al respecto. Además, ¿qué ocurriría si les contaba que habíamos estado jun­tos y de repente Hal volvía a convertirse en un friki?

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