Proyecto Amanda: invisible (9 page)

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Authors: Melissa Kantor

BOOK: Proyecto Amanda: invisible
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Había como un millón de trozos de madera añeja desperdigados por todas partes: desde enormes tablones que mi padre había arrancado de edificios en ruinas en los alrededores de Orion, hasta extrañas (y normalmente gigantes) ramas que le llamaban la atención por su forma o por su color. Solo en el vestíbulo principal había madera suficiente para construir una casa nueva, y para poder coger la chaqueta del armario tenias que escalar literalmente por ella.

—¿Hola? — repetí.

En mi voz se notaba un pequeño tono de miedo, un eco de temor que sentía cada vez que regresaba a casa. Cualquiera que entrara allí se daría cuenta de que al propietario de la casa le quedaban pocas razones para querer seguir viviendo. Y si meditabas sobre ello, te dabas cuenta de que en cualquier momento esas escasas razones podían reducirse a cero.

Había una luz en el comedor, y en cuanto atravesé el umbral vi a mi padre. Estaba roncando con la cabeza apoyada en la mesa y la mano a escasos centímetros de un vaso de vino vacío. Como muestra de lo mal que estaban las cosas, lo único que pude pensar fue: «los muertos no roncan». Pensé en despertarlo, pero ¿para qué? Quizá lo hiciera después de hervir un poco de agua para la pasta. Por lo general, se volvía un poco más coherente con el estómago lleno.

Cuando abrí el armario para sacar una cacerola, me fijé en un post-it que llevaba meses pegado en la nevera.

Callie: tu parka está en la secadora.

No es que fuera la primera vez que lo veía —era la última nota que me había escrito mi madre, así que la había mirado como un millón de veces —, pero después del día que había tenido, ver la letra de mi madre y el logo de su laboratorio, una galaxia roja en forma de espiral, fue demasiado para mí. Cerré el armario sin sacar nada y me fui de la cocina. Que mi padre se hiciera su propia cena: a mí se me había quitado el apetito.

Pulsé el interruptor que había al principio de las escaleras, pero el piso de arriba siguió en una completa oscuridad. Me hice una nota mental para acordarme de comprar bombillas nuevas el fin de semana.

Al menos, todavía podíamos permitirnos comprar un puñado de bombillas.

Mi habitación hace esquina y está situada al final del pasillo. Siempre me ha encantado. Desde la ventana trasera se puede divisar la colina Crab Apple, a la que solíamos subir mi madre y yo para ver las estrellas, con su potentísimo telescopio de alta resolución. Supongo que, técnicamente, ahora es mío, pero ya no tengo ganas de usarlo.

Cuando pulsé el interruptor de mi cuarto, la luz tampoco se encendió.

—¡Venga, hombre! — gruñí con fuerza.

Volví a pulsarlo, pero fue en vano. ¿habrían cortado la luz? Pero entonces me acordé de la luz del comedor, la prueba de que aún había electricidad en la casa. Me abrí camino hasta la cama y me acerqué a la lamparita que tengo sobre la mesita de noche.

Tiré de la cadena de la lámpara y la luz suave rosada bañó la habitación. Mi habitación era así, suave, pero no desde el punto de vista de una niña cursi. Las paredes estaban empapeladas con un estampado de diminutas rosas amarillas, sobre la cama había un esponjoso edredón blanco y los muebles estaban construidos con madera antigua, que era suave al tacto como el satén. Antes solía tumbarme en la cama por las noches y pensar en todas las familias que habrían vivido entre esas mismas paredes a lo largo de doscientos años que la casa llevaba levantada: familias felices, desgraciadas, extrañas, normales… pero últimamente prefería meterme en la cama e intentar dormirme directamente, para no pensar en nada.

Me tumbé y me cubrí la cara con una almohada. Tenia la espalda dolorida por la cantidad de veces que había tenido que agacharme durante la limpieza del coche de Thornhill. Levante los brazos por encima de mi cabeza para estirarme. Mientas lo hacía, mi mano se topó con el borde de lo que parecía un trozo de papel.

Lo agarré sin incorporarme, recordando que un par de noches atrás me había quedado dormida mientras estudiaba para un examen de biología. Pero al tocarlo mejor, me di cuenta que no era un trozo de papel, sino una tarjeta, y supuse que una de mis fichas de clase se habría caído allí cuando había hecho la cama. Puede parecer raro que no me hubiera dado cuenta hasta entonces, pero si vivierais en una casa abarrotada de basura, también dejaríais de fijaros en lo que hay encima de vuestras camas. Saqué la tarjeta debajo de la almohada y estiré el brazo delante de mis ojos. Me pregunté si la ficha tendría escrito algo que hubiera olvidado memorizar para el examen.

Pero en cuanto la miré, dejé de preocuparme por la biología. Porque aquello no era una ficha de clase, sino un sobre morado, idéntico al que había visto en el coche del señor Thornhill. En el lugar donde normalmente se escriben el nombre y la dirección del destinatario, había un sello que representaba a un coyote.

Rasgué el sobre con las manos temblorosas. En el interior había dos mil quinientos dolares en billetes nuevos de cincuenta dólares.

Capítulo 12

—No me digas eso, George. No me digas eso.

Yo estaba en las escaleras y mi padre en el salón pero su voz retumbaba por toda la casa. Llevaba mi cuaderno de notas bajo el brazo, y casi se me cayó cuando salí corriendo hacia la cocina, donde se encontraba Amanda.

—Vamos al piso de arriba —le dije.

—George, eres mi abogado desde que Ursula y yo nos casamos. Ya sabes lo que esta casa significa para nosotros.

Amanda me miró y dijo:

—No pasa nada, Callie.

Cogí las tazas de chocolate que teníamos por la mitad, como si con ello quisiera distraer la atención de Amanda de los gritos de mi padre.

—¿Por qué no... te vienes conmigo al piso de arriba?

¿Por qué la habría dejado sola en el piso de abajo para ir a buscar el cuaderno? Sabía que mi padre estaba hablando por teléfono... y lo rápido que podían salirse las cosas de quicio con él.

Me ardían los ojos y parpadeé con fuerza para tratar de contener las lágrimas.

—No pienso perder esta casa, George. No por dos mil quinientos dólares. Es nuestro hogar.

Amanda apartó la silla de la mesa y se acercó a mí. Sin decir una palabra, me cogió de la muñeca y acarició el tatuaje que me había hecho aquel día. Después me siguió mientras me dirigía al piso de arriba.

—No, en eso te equivocas. Va a volver. Volverá, y cuando lo haga, no quiero que vea que he dejado de pagar la hipoteca. Conseguiré el dinero. Tienes que decirles que...

Estábamos ya a la mitad de las escaleras. Había suficiente distancia como para que dejáramos de oírle, siempre que dejara de gritar. Pero lo que vino a continuación fue aún peor que los gritos.

—Por favor, George, te lo suplico. No puedo perder esta casa.

Cuando cerré la puerta de mi habitación con el pie, oí cómo su voz se rompía en un sollozo.

—Lo siento muchísimo —dije.

—La voz me temblaba tanto como las piernas. Me deslicé por la pared hasta sentarme en el suelo y coloqué las dos tazas a mi lado. Solo con pensar en beberme aquel mejunje, espeso y dulzón, se me revolvió el estómago.

—No tienes por qué disculparte —dijo Amanda.

Estaba sentada en el borde de mi cama, mirándome a los ojos. Los suyos, que eran enormes, estaban pintados de negro para combinar con el resto de su aspecto punkrocker a lo Patti Smith.

—Es solo que... estoy avergonzada. Normalmente no es así —pero, según decía estas palabras... no sabía a quién quería engañar.

Claro que hubo un tiempo que no era así. Antes había sido un padre divertido, agradable e incluso atractivo. Cuando Kelli lo conoció, me dijo:

—¡Qué guapo es tu padre! Se parece un montón a George Clooney.

Pero ahora, con su rostro pálido y sin afeitar, sus ojos hundidos y su voluminosa barriga, casi daba miedo mirarle.

—En serio, Callie —dijo Amanda—. Se pondrá bien.

A pesar de mis esfuerzos por contenerlas, dos lágrimas rodaron por mi cara. Me las limpié con un gesto furioso.

—¿Y como lo sabes? —dije en tono cortante—. No va a ponerse bien nunca. Nunca cambiará.

Me alegré mucho cuando Amanda me dijo que viniéramos a casa después de dar una vuelta por la ciudad. Normalmente estaba demasiado ocupada como para poder pasar la tarde juntas, y además era la única persona a la que no me importaba traer a casa. Pero resulta que tuvo que presenciar toda una escena.

—Plus c’est la meme chose, plus ca change —dijo Amanda.

No pude evitar reírme.

—Espero que lo que acabas de decir se pueda traducir como: «Un pariente lejano va a morir mañana y te va a dejar dos mil quinientos dólares».

Amanda se acercó y me dio un suave beso en la mejilla.

—Así es —dijo. Se levantó y puso la mano en el picaporte.

—No te culpo por querer irte —dije. En su lugar, me habría marchado cuando todavía estábamos en el piso de abajo.

Amanda se agachó a mi lado, mientras yo seguía sentada.

—No lo hagas, ¿vale? —dijo—. En serio. No me culpes por marcharme.

Su voz era más intensa que nunca. Me quedé mirándola unos instantes.

—Cuando te invité a venir, tampoco esperaba que fuera a ocurrir algo como esto.

Amanda se levantó.

—La vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes.

Solté una risita.

—Claro —dije. Apoyé la cabeza contra la pared y cerré los ojos—. Hasta mañana.

—Adiós, Callie.

Sin apenas hacer ruido, cerró la puerta y se marchó.

✿✿✿

Las manos me temblaban tanto que me costó muchísimo volver a meter el dinero en el sobre. ¿De dónde habría sacado Amanda dos mil quinientos dólares? Desde luego, no es que nadara en dinero como Heidi o Traci. A veces me pagaba las cosas, como el tatuaje que me había hecho el día anterior, pero eso había costado doce dólares. Doce era... Me puse a pensar unos instantes. Doce era el 0.48 por ciento de dos mil quinientos.

Hacer este cálculo me ayudó a relajarme. Tenía que haber alguna explicación. Puede que hubiera estado ahorrando para algo y que se hubiera preocupado tanto por mi padre y por mí que...

¿Qué puede que pensara: «Qué demonios, voy a darles el dinero y, una vez que les haya ayudado, meteré a Callie en un lío con Thornhill y me echaré unas risas mientras ella intenta entender lo que ha pasado».

Vale, esta teoría era bastante ridícula. ¿Habría robado Amanda el dinero? ¿Sería eso lo que le habría obligado a marcharse para que no la pillaran? Aquella era una buena razon para que faltara al instituto ese día. ¿Pero a qué venía entonces un plan tan elaborado con el coche y las taquillas? Si estuviera huyendo de la ley, ¿no sería más lógico que quisiera irse lo más lejos posible tan rápido como pudiera?

Aquello no tenía ningún sentido. ¿Sería solo una coincidencia que lo del coche y lo del dinero hubiesen ocurrido al mismo tiempo? ¿O estarían ambos sucesos conectados de alguna manera? El sobre era idéntico...

Tratar de poner en orden todo lo sucedido estaba empezando a producirme dolor de cabeza. No podía hacerlo sola, simplemente no podía. ¿Pero a quién podría contárselo? ¿A Heidi? ¿A Traci? Ni de coña. ¿A Lee? Técnicamente era mi novio, pero por el momento la cosa no tenía pinta de ir más allá de intercambiar tarjetas de San Valentín y darnos la mano en alguna cafetería. No había lugar como para esto. Pensé en llamar a Hal o a Nia, pero eso supondría contarles más cosas de las que quería que supieran. ¿Acaso quería que Nia Rivera supiera que mi familia estaba rota?

Solo había una persona que podía ayudarme.

Dejé de intentar alisar los billetes y metí el fajo dentro del sobre. Después, llevándolo en alto como si fuera un objeto muy preciado, atravesé el pasillo y bajé por las escaleras.

Mi padre seguía en el lugar donde lo había visto antes; sus ronquidos habían sido reemplazados por una respiración más suave y acompasada. Durante unos instantes, medité sobre la conveniencia de lo que estaba a punto de hacer. Ante mí estaba un hombre que pasaba las mañanas recolectando trozos abandonados de madera y las tardes bebiendo hasta perder la conciencia. ¿De verdad era la persona a la que le iba a pedir ayuda?

Antes de poder echarme atrás, le llamé:

—¿Papá?

No me respondió.

—¿Papá? —repetí, y esta vez lo agarré y empecé a sacudirlo por los hombros.

Con movimientos que recordaban a los personajes de dibujos animados, levantó de golpe la cabeza y miró aturdido a su alrededor, como si el hecho de que su propia hija le despertara en el comedor de su casa fuera lo más perturbador del mundo.

—¿Qué? ¿Qué? Yo... —levantó la mirada y me vio—. Ah, Callie —se frotó los ojos con las palmas de las manos y después se presionó la frente, como si el doliera la cabeza—. Debo de haberme quedado dormido. ¿Qué hora es?

No le respondí. En lugar de eso, cogí la silla que estaba al lado de la suya y me senté.

—Papá —dije—, tengo que hablar contigo.

—Claro, cariño —respondió. Su mirada no parecía muy firme, pero al menos me estaba mirando—. ¿Qué quieres contarme?

Estiró la mano para coger el vaso de vino y llevárselo a la boca, pero yo le puse la mano en el brazo.

—Papá, tienes que ayudarme.

—Por supuesto —dijo. Miró el vaso de vino con lo que solo podría describirse como añoranza, pero no volvió a intentar agarrarlo.

Sin decir nada, le mostré el sobre. La solapa quedaba hacia abajo, de forma que no se pudiera ver lo que había en su interior.

—¿Qué vamos a hacer con esto? —pregunté.

Me miró como si fuera la primera vez que me veía en mucho tiempo. Después, sin decir una palabra, cogió el sobre.

Capítulo 13

―¡Esa chica es una F.R.I.K.I! ¡Friki! ―dijo Traci mientras mojaba una zanahoria en la salsa ranchera de Kelli―. Íbamos juntas a clase de historia y siempre estaba diciendo: «¿Y cómo podemos estar seguros de eso? ¿Y cómo podemos estar seguros de aquello?». ¡Qué pesadilla de tía! Me parece increíble que la señora Balducci no terminara dándole una bofetada.

―¿Te imaginas el artículo que habría escrito?: «La pena capital vuelve al instituto» ―intervino Kelli mientras formaba un titular imaginario con las manos en alto.

―Se dice «castigo corporal» ―la corrigió Heidi, poniendo en blanco sus ojos azules de muñeca―. La pena capital es la pena de muerte.

―Lo que sea ―respondió Kelli encogiéndose de hombros. Después se dio la vuelta hacia mí―. Bueno, para que te olvides del mal trago que tuviste que pasar ayer, me encargaré de maquillarte personalmente para la fiesta de Liz del sábado. ¡Vamos. A. Causar. Sensación!

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