Proyecto Amanda: invisible (2 page)

Read Proyecto Amanda: invisible Online

Authors: Melissa Kantor

BOOK: Proyecto Amanda: invisible
8.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Siéntate, Callie —me indicó el señor Thornhill.

Confundida, me deslicé hacia el asiento vacío. Es­taba claro que no me había mandado llamar para nada relacionado con mi madre.

El señor Thornhill tenía las manos cruzadas bajo la barbilla, y se atusaba con los dedos índices las puntas de su bigote corto y erizado, formando una V alrededor de su boca. La luz del fluorescente brillaba tanto sobre su calva que hacía sospechar que se pasaba las mañanas en encerándosela.

Todos estaban en silencio, y nadie más que el señor Thornhill pareció darse cuenta de mi llegada. Como nunca antes había estado en el despacho del subdirec­tor, me puse a cotillear la habitación. Allí no había casi nada: ni diplomas ni fotos de su familia. Una pared es­taba cubierta de archivadores con etiquetas dispuestas alfabéticamente, y en mitad del escritorio había una pe­queña pila de carpetas; pero ni rastro de objeto personal alguno. No tenía cubiletes para guardar los lápices, ni un pisapapeles con las palabras «El mejor papá del mundo». Era rarísimo que el despacho fuera tan impersonal, te­niendo en cuenta que el señor Thornhill era el subdi­rector desde que yo había empezado la Primaria.

El silencio era cada vez más profundo. Giré la ca­beza ligeramente para observar primero a Hal y después a Nia, pero él mantenía la vista fija en el suelo y, en cuanto a ella, su gruesa melena le cubría la cara y me impedía ver su expresión. Mientras examinaba la habi­tación, mi mirada entró en contacto con la del señor Thornhill durante un instante, pero la suya era tan in­tensa que tuve que apartarla hacia otro lado. Era como si estuviera... enfadado conmigo. Por primera vez, tuve la sensación de que me había metido en un lío. ¿Por qué si no me habría llamado el subdirector? Traté de pensar en alguna norma que pudiera haber transgredida recientemente, pero no había fumado en los lavabo y siempre llevaba los deberes hechos.

—Bueno —habló al fin—, creo que todos sabéis por qué estáis aquí.

Aquello se estaba poniendo cada vez más raro. Ya me había dado mala espina desde el momento en que la señora Leong había pronunciado mi nombre. Me imaginé contándole la historia a Heidi, Traci y Kelli durante el almuerzo: «Y entonces Thornhill dio a entender que pensaba que yo había hecho algo mal con Nia Rivera!». Durante los dos últimos años, el nombra de Nia Rivera había sido sinónimo de chiste para las Chicas I, así que sabía que se partirían de risa en cuanto yo lo pronunciara.

Nia fue la primera en romper el silencio.

—Pues, en realidad, yo no tengo ni idea —se apartó la larga melena castaña que le caía sobre el hombro, pero no en un gesto coqueto, típico de una Chica I, sino de impaciencia, como si le resultara molesto tener pelo.

Me sorprendió mucho que hablara con tanta seguridad, parecía no tener miedo del subdirector, y por un momento me acordé de que era la hermana de Cisco Rivera. Cisco era el tío más guay y popular de tercero. Cuesta creer que dos personas situadas en polos tan opuestos puedan estar mínimamente emparentadas, y menos aún que sean hermanos. Te hace pensar que sus padres realizaron alguna especie de experimento social con ellos cuando eran pequeños.

El señor Thornhill golpeó la mesa con tanta fuerza que pegué un brinco, pero Nia ni siquiera pareció inmutarse.

—No tengo tiempo para mentiras, Nia. Esta situación es muy seria.

Como ya he dicho, yo era novata en eso de ir al despacho del subdirector, pero sí que lo había visto cabreado otras veces. En realidad, la persona con la que le había visto perder los estribos era, precisamente, con Amanda. Desde que Amanda había llegado al insti en octubre, se había llevado multitud de broncas, y la más reciente había tenido lugar haría cosa de un mes. Yo me había pasado por dirección para dejarle los registros de asistencia de ese día a la señora Peabody. La puerta del despacho estaba abierta y pude oír los gritos del señor Thornhill. Fue la mañana si­guiente, el Día del Presidente, cuando el subdirector, al abrir la puerta de su despacho, se encontró con un enorme cuervo disecado, tocado con un som­brero de copa y posado sobre su silla. No sé qué le había hecho pensar que era obra de Amanda. Ella nunca me lo confirmó. Pero de había sido así, tampoco podía explicarme cómo había conseguido colarse en su despacho. El caso es que él estaba furioso. Y esa no había sido, ni mucho menos, la única vez. En otra ocasión, alguien había manipulado el reloj principal del instituto para que fuera más rápido, lo que supuso que acabáramos las clases antes de tiempo durante dos viernes seguidos. También entonces, mientras yo caminaba por el pasillo, había oído los gritos que salían de su despacho.

Y ahora estaba tan furioso como en esas ocasiones. Tan furioso como si Nia hubiera hecho algo realmente terrible.

Fuera lo que fuese, yo no tenía la menor gana de que me asociaran con ello. O con ella. Así que me aclaré la garganta y dije:

—Señor Thornhill, creo que ha habido un error. Nosotras ni siquiera nos conocemos.

A veces resulta sorprendente lo poco que se enteran los adultos de las cosas. No es que quiera dármelas de guay pero yo era una Chica I y Nia una leprosa social. ¿Acaso pensaba el señor Thornhill que podíamos ser amigas?

—Callie, siempre has sido una estudiante excelente con un comportamiento impecable —el señor Thornhill dio unos golpéenos en las carpetas que tenía encima de la mesa, y me pregunté si alguna de ellas hablaría de mí—. Dudo mucho que quieras estropear un expediente ejemplar por no contarme lo que sabes.

¿Eran imaginaciones mías, o el señor Thornhill había enfatizado la palabra «ejemplar»? Una vez más, volví a pensar en mi madre.

—Escuche, señor Thornhill, están diciendo la verdad —dijo Hal—. No salimos juntos ni nada de eso.

Al inclinarse hacia delante, el pequeño aro de oro que llevaba en la oreja brilló. Eso me hizo recordar lo que Traci había comentado sobre que Hal se habría puesto un tatuaje en alguna parte del cuerpo durante el verano.

—No, escucha tú, Hal. Estoy hablando de un grave acto de vandalismo. Quiero que me contéis lo que sa­béis, y quiero que me lo contéis ya.

El señor Thornhill estaba tan cabreado que le pal­pitaba la vena del cuello. Debo reconocer que me dio un poco de miedo. Esta vez, cuando miré a Nia, vi que ella también me estaba observando, y comprobé que su expresión de desconcierto coincidía con la mía.

—¿Por qué no nos cuenta lo que sabe usted? —dijo Hal. Su voz era tranquila, conciliadora, como si pensara que el señor Thornhill estuviera loco de atar.

Algo que, dadas las circunstancias, no parecía del todo improbable.

El señor Thornhill se inclinó hacia delante y meneo el dedo en dirección a Hal.

—No trates de ser condescendiente conmigo, Hal Bennett. Todos sabéis lo que Amanda Valentino ha he­cho esta mañana. Lo que quiero saber es por qué os ha implicado a los tres en su gamberrada.

Vale, esto ya sí que era increíble. Justo estaba pensando en Amanda cuando la señora Leong me había llamado para que fuera al despacho de Thornhill, y ahora él estaba furioso conmigo por algo que había hecho ella. Pero lo que estaba diciendo era absurdo. Sí, Amanda era amiga mía, pero no de Nia ni de Hal. De hecho, nadie era amigo de Nia, excepto tal vez alguno de esos bichos raros de las reuniones de Jóvenes Comprometidos, o del Club de Derecho, o de comoquiera que se llamase el La­mentable club al que pertenecía. Y por muy guay que fuera Hal ahora, aún se movía con un grupillo de prin­gados cuyos nombres desconozco. Pero no con Amanda.

—Mire, es obvio que no va a creernos si le decimos que somos inocentes. Así que ¿por qué no se lo pre­gunta directamente a Amanda? Ella se lo dirá —sugirió Nia, y lo curioso es que ahora su firmeza no me recor­daba tanto a Cisco como a Amanda, la única persona que conocía que nunca se achantaba ante la autoridad.

El subdirector Thornhill se levantó y se colocó delante de su escritorio. Después se apoyó en él, cruzó los brazos y nos miró uno por uno.

—Es una idea estupenda, Nia, y me encantaría llevarla a cabo. Pero tu plan tiene un inconveniente, y es que, como sabéis perfectamente los tres, Amanda Valentino ha desaparecido.

Capítulo 3

Más que hablarme, tenía la sensación de que el señor Thornhill me había golpeado la cabeza con un trozo de madera del taller de mi padre. ¿Que Amanda había desaparecido?

—Pero... —estaba a punto de decir que Amanda no había desaparecido, que el día anterior había estado en mi casa; pero antes de que pudiera terminar la frase, Nia me interrumpió.

—Pero es que no parece entenderlo, señor Thornhill. Nosotros no somos amigos de Amanda Valentino.

Levanté de golpe la cabeza para mirarla. Por un lado, sabía que Nia estaba diciendo la verdad. ¿Cómo era posible que Amanda fuera amiga de alguien tan...? Bueno, tan raro. Además, no había mencionado nunca a Nia, ni una sola vez. Por supuesto que no eran amigas.

Pero el rostro de Nia estaba más pálido que la mas­cota del instituto, y por la forma en que se aferraba al reposabrazos de la silla, daba la sensación de que estaba mintiendo. Lo cual significaría que Amanda y ella eran amigas. Pero eso era...

—Imposible, Nia —dijo el subdirector Thornhill, que ya parecía estar harto de su actitud—. Eso es sencilla­mente imposible.

Se dirigió hacia la ventana y subió la persiana.

—Venid a echar un vistazo.

El cielo estaba despejado tras la lluvia de la noche anterior, y el reflejo del sol sobre el húmedo suelo del aparcamiento era casi cegador. Entrecerré los ojos para protegerlos de la luz, y los tres nos levantamos para acercarnos a la ventana.

—¿Qué es lo que tenemos que mirar? —preguntó Hal, y entonces me di cuenta de que estaba tan absorta en mis pensamientos que casi se me había olvidado que te­níamos que mirar algo.

—Mi coche —dijo el subdirector.

Por la forma en que lo dijo, no tardé ni un segundo en darme cuenta de cuál debía de ser su vehículo. Estaba aparcado en un extremo del aparcamiento del profesorado, y era el objeto más brillante que había a la vista. De hecho, podría haber sido el más brillante del mundo entero. Incluso desde lejos, parecía vibrar por su colorido. No pude descifrar todos los símbolos, pero había un gigantesco arco iris que se extendía des­de la rueda delantera hasta la trasera, y un enorme símbolo de la paz que , cubría la mayor parte de la puerta del copiloto. También pude distin­guir lo que parecía un grupo de estrellas en la puerta trasera, y un brillante sol amarillo en el tapacubos que había debajo.

El conjunto era tan extravagante que me eché a reír de repente. No pude evitarlo, era como si el coche entero fuera una de las bromas pesadas de Amanda. Y cuando empecé a reírme, ya no pude parar. Estaba segura de que los demás también se reirían, pero al ver que no lo hacían empecé a inquietarme, como si me estuviera dando un ataque de histeria. Casi deseé que alguien me tirara un vaso de agua helada a la cara.

—Me alegra que te parezca divertido, Calista —siseó el señor Thornhill.

Aunque no era un vaso de agua helada, el efecto fue el mismo. Como si tuviera un botón de encendido y apa­gado, dejé de reírme inmediatamente. El señor Thornhill dejó la persiana subida, volvió a su escritorio y se sentó. ¿Debíamos sentarnos nosotros también? Dado que ni Nia ni Hal hicieron ningún amago de volver a sus asien­tos, me quedé junto a ellos, al lado de la ventana. Pero no volví a mirar el coche. Temía que pudiera volver a entrarme un ataque de risa.

—Aunque Amanda le hubiera pintado el coche —dijo Hal—, ¿qué le hace pensar que nosotros hemos tenido algo que ver? Como ha dicho Nia, ni siquiera somos amigos suyos.

Cuando estaba a punto de abrir la boca para corre­gir a Hal y decirle al señor Thornhill que yo sí era amiga de Amanda, aunque evidentemente Hal y Nia no lo fueran, Hal me miró directamente con sus asombrosos ojos azules y añadió:

—No la conocemos de nada.

¿Era mi imaginación o me estaba intentando decir algo?

¿O trataba de decirme que me callara?

—Si no sois amigos suyos —dijo el subdirector Thorn­hill—, ¿entonces por qué, además de estropear mi coche, pintó con espray un símbolo en cada una de vuestras ta­quillas?

¿Amanda había pintado algo en mi taquilla? Estuve a punto de preguntar el qué, pero antes de que pudiera decir nada, el señor Thornhill prosiguió.

—Y quizá también podríais contarme si dejó algo dentro de vuestras taquillas.

¿Había abierto mi taquilla? ¿Por qué pensaba que lo había hecho? En cualquier caso, mi taquilla estaba cerrada y solo yo conozco la combinación.

Como si me hubiera leído el pensamiento, Hal dijo:

—¿Cómo es posible que Amanda haya abierto nuestras taquillas?

Por primera vez desde que entramos en su despacho el señor Thornhill sonrió.

—Excelente pregunta, Hal —se colocó las manos detrás de la cabeza y se reclinó en su silla—. ¿Por qué no me lo decís vosotros?

«—Me gusta tenerlas, saber que en alguna parte hay un candado que yo podría abrir si quisiera ha­cerlo. —Afuera estaba lloviendo.»

✿✿✿

Era una gélida lluvia de febrero, y parecía que no iba a terminar nunca. La lluvia hizo que mi habitación, que ya es maravillosa de por sí, pareciera incluso más acogedora, como si fuera un pequeño refugio que ni el frío ni la humedad pudieran penetrar. Ni siquiera me molestó el silencio que reinaba en el taller de mi padre, aunque, probablemente, eso significaba que estaba bebiendo en lugar de trabajar. Amanda estaba contándome por qué co­leccionaba llaves.

—No valen nada —le señalé.

Como de costumbre, mi mente se había dirigido rápidamente hacia el dinero. Es curioso: cuando no lo tienes, todos los caminos parecen terminar conduciéndote hacia él.

—Es cierto —asintió Amanda mientras toqueteaba aquella diminuta llave que parecía muy antigua. Siempre la llevaba con un lazo alrededor del cuello—. Pero me gustan por su va­lor simbólico.

Estábamos sentadas en el suelo. Amanda tenía la espalda apoyada en la enorme butaca y yo estaba frente a ella, apo­yada en la cama. Las dos llevábamos un par de pantuflas. Yo tenía las piernas envueltas en el edredón. El día anterior, Amanda se había cortado el pelo muy corto, pero hoy llevaba una larga peluca de color platino. Le pregunté si la llevaba porque no le gustaba el corte, pero ella me respondió:

—No, sí que me gusta. ¿Por qué lo preguntas?

Lo dijo como si ponerse una peluca el día después de ha­berse cortado el pelo fuera la cosa más normal del mundo.

Other books

A Light For My Love by Alexis Harrington
Galdoni by Cheree Alsop
Auschwitz by Laurence Rees
Always Yesterday by Jeri Odell
Mage Magic by Lacey Thorn