No vestía de luto y su presencia parecía totalmente fuera de lugar.
—Adelantaos y exponed vuestras peticiones —instó el sumo sacerdote—. ¿Qué le pedís a Belzor?
La primera mujer avanzó escoltada por un clérigo, se detuvo ante la suma sacerdotisa e hizo su petición. Deseaba hablar con su difunto esposo, Arginon.
—Quiero asegurarme de que está bien y de que lleva el justillo de franela para protegerse del frío —dijo—. Eso fue lo que lo mató.
La suma sacerdotisa Judith escuchó y, cuando la mujer terminó de hablar, hizo una elegante reverencia.
—Belzor tomará en consideración tu petición —repuso.
La siguiente mujer se adelantó para exponer el mismo deseo, hablar con su difunto esposo, al igual que las otras cuatro que se presentaron a continuación.
La suma sacerdotisa se mostró afable con todas ellas y prometió que Belzor escucharía sus peticiones.
Entonces hizo adelantarse a la joven, que unió las manos y miró anhelante a la suma sacerdotisa.
—Mi pequeña murió de... de las fiebres. Sólo tenía cinco años, y le aterraba la oscuridad. Quiero saber que... que no está oscuro donde... se encuentra... —La afligida madre se vino abajo y rompió a llorar.
—Pobre chica —se compadeció Caramon en voz queda.
Raistlin no dijo nada. Había visto a Judith fruncir ligeramente el ceño y apretar los labios en una sonrisa tensa, severa, que recordaba muy bien.
La suma sacerdotisa prometió, en un tono algo más frío que el utilizado con las demás, que Belzor consideraría el asunto. Ayudaron a la joven a regresar a su puesto en la fila, y los clérigos condujeron al granjero ante Judith.
El hombre parecía nervioso pero decidido. Entrelazó las manos y carraspeó. Luego, en voz alta y retumbante, hablando muy deprisa, sin hacer una pausa para respirar ni para separar las frases, manifestó:
—Mi padre murió hace seis meses y sabemos que tenía dinero cuando falleció porque habló de ello cuando sufrió el ataque y tuvo que haberlo escondido pero ninguno de nosotros lo encuentra y lo que queremos saber es dónde está metido el dinero gracias.
El granjero hizo una brusca inclinación de cabeza y regresó a la fila, faltando poco para que tropezara y tirara al suelo al clérigo que se había acercado para escoltarlo.
Esto levantó murmullos entre los oyentes y alguna que otra risa que se cortó de inmediato.
—Me sorprende que le permitieran presentarse con una petición tan mezquina —comentó Sturm en voz baja.
—Por el contrario —susurró Raistlin—, imagino que Belzor contemplará su petición con muy buenos ojos.
Sturm parecía conmocionado y empezó a tirarse del bigote.
Sacudió la cabeza.
—Espera y verás —advirtió el joven aprendiz de mago.
La suma sacerdotisa levantó de nuevo las manos ordenando silencio. La gente contuvo la respiración; el aire estaba cargado con la expectación de la multitud. La mayoría había asistido a la ceremonia muchas otras veces; esto era lo que habían acudido a ver.
Judith bajó los brazos con un repentino y dramático gesto, de manera que las amplias mangas cayeron y le taparon las manos, ocultándolas a la vista. Entonces el sumo sacerdote empezó a cantar invocando a Belzor, y Judith inclinó la cabeza; tenía los ojos cerrados y movía los labios en una silenciosa plegaria.
La estatua se movió.
La atención de Raistlin estaba enfocada en Judith y captó el movimiento por el rabillo del ojo. Volvió la vista hacia la estatua al tiempo que daba un codazo a su hermano para llamar su atención.
—¿Eh? —Caramon dio un brusco respingo.
La burda estatua de piedra de la cobra había cobrado vida; se retorcía y enroscaba. Pero, cuando Raistlin estrechó los ojos y enfocó su escrutadora mirada en la estatua, no se convenció de que la propia piedra se estuviera moviendo.
—Es como una sombra —musitó para sí—. Es como si la sombra de la serpiente hubiera cobrado vida. Me pregunto...
—¿Estás viendo eso? —jadeó Caramon, pasmado y falto de aliento—. ¡Está viva! Kit, ¿lo ves? ¿Sturm? ¡La estatua está viva!
La espectral figura de la serpiente se deslizó hacia adelante a través del círculo interior. Era tan enorme que la ondeante cabeza rozaba el alto techo de la cúpula. La cobra, agitando
la lengua, se arrastró hacia la suma sacerdotisa. Las mujeres gritaron, los niños chillaron y los hombres lanzaron roncas advertencias.
—¡No temáis! —instó el sumo sacerdote a la par que levantaba las manos con las palmas hacia afuera para acallar a los fieles—. Lo que veis es el espíritu de Belzor. No hará daño a los justos. Ha venido a traernos noticias del más allá.
La serpiente se deslizó hasta detenerse ante Judith. Su dilatada cabeza se meció benignamente sobre la de la mujer y sus ojos relucientes contemplaron a la multitud. Raistlin echó un vistazo a los clérigos y sacerdotisas que estaban en el círculo. Algunos, en especial los jóvenes, alzaban la mirada a la serpiente, arrobados, con una fe absoluta. El público compartía esa fe, regocijándose en el milagro.
Kit, sumida en el silencio, estaba impresionada a su pesar.
Caramon era un creyente convencido. Sólo Sturm conservaba sus dudas, al parecer. Haría falta algo más que una estatua de piedra cobrando vida para desplazar a Paladine.
Judith levantó la cabeza. Tenía una expresión de éxtasis, sus ojos se volvieron hasta sólo mostrar el blanco del globo ocular y sus labios se entreabrieron. Una fina película de sudor brillaba en su frente.
—Belzor invoca a Obadiah Molinero.
La viuda del anterior molinero se adelantó con nerviosismo, entrelazando las manos con fuerza. Judith cerró los ojos y, poniéndose de pie, se meció levemente, al mismo ritmo que la serpiente.
—Puedes hablar con tu marido —dijo el sumo sacerdote.
—Obadiah, ¿eres feliz? —preguntó la viuda.
—¡Mucho, Alondra! —respondió Judith con una voz cambiada, profunda y ronca.
—¡Alondra! —La viuda se llevó las manos al pecho—. ¡Ese era el nombre cariñoso que me decía! ¡Es sin duda Obadiah!
—Y me complacería mucho, querida —continuó el fallecido Obadiah—, si donaras parte del dinero que te dejé al templo de Belzor.
—Lo haré, Obadiah. ¡Lo haré!
La viuda habría seguido hablando con su esposo, pero el clérigo la instó a retroceder para que dejara el sitio a la siguiente viuda.
Ésta saludó a su fallecido esposo y le preguntó si debería plantar coles el año próximo o volver a cultivar nabos en la parcela de la ladera soleada. Hablando a través de Judith, el marido muerto insistió en las coles y añadió que le complacería mucho si una parte de la producción se donaba al templo de Belzor.
Al oír esto, Kit se sentó erguida y lanzó una mirada penetrante a Raistlin.
El joven la miró de reojo e hizo una leve inclinación con la cabeza, apenas perceptible.
Kit enarcó las cejas, haciéndole una pregunta en silencio.
Raistlin sacudió la cabeza. Ahora no era el momento.
Kit volvió a recostarse, satisfecha, exhibiendo de nuevo su complacida sonrisa.
Las otras viudas hablaron con sus muertos y en todas y cada una de las ocasiones en que el difunto marido se manifestaba, decía algo que sólo una esposa podía saber. Todos los difuntos terminaron su intervención pidiendo dinero para Belzor, cosa a la que las viudas prometieron acceder mientras se enjugaban lágrimas de felicidad.
Judith pidió que el granjero que buscaba su herencia perdida se adelantara.
Tras un breve intercambio entre padre e hijo relativo a los destrozos del gorgojo de la patata, un intercambio que Belzor —hablando a través de Judith— parecía encontrar algo tedioso, la suma sacerdotisa sacó a relucir el asunto del dinero escondido.
—Le he dicho a Belzor dónde encontrar el dinero —manifestó Judith, hablando por el difunto granjero—. No lo revelaré en voz alta para evitar que alguna persona deshonesta se aproveche de ello mientras estáis fuera de casa. Regresa mañana con una ofrenda para el templo y se te dará la información.
El granjero inclinó la cabeza varias veces, tan agradecido como si Belzor le hubiera entregado un arcón con monedas de acero allí mismo. Entonces fue el turno de la afligida y joven madre.
Recordando la severa expresión de Judith, Raistlin se puso en tensión. Imaginaba que Belzor no sacaría una ofrenda de mucho provecho de esta pobre mujer. Sus ropas
estaban desgastadas y era evidente que los zapatos eran de desecho de otra persona, porque no eran de su talla. Un chai andrajoso le cubría los delgados hombros. Pero iba limpia y llevaba el cabello bien peinado. Había sido guapa y volvería a serlo, cuando el tiempo suavizara la amargura de su pérdida.
La cabeza de Judith se meció y giró. Cuando la mujer habló lo hizo con la voz aguda de una criatura pequeña; una criatura aterrorizada.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Mamá, tengo miedo! ¡Ayúdame, mamá! ¿Por qué no vienes conmigo?
La joven se estremeció y extendió los brazos.
—¡Mamá está aquí, Mia, mi chiquitina! ¡Mamá está aquí! ¡No tengas miedo!
—¡Mamá! ¡Mamá, no te veo! ¡Mamá, hay unas criaturas terribles que vienen a cogerme! ¡Arañas, mamá, y ratas! ¡Mamá, ayúdame!
—¡Oh, mi niña! —La joven lanzó un grito desgarrador e intentó correr hacia el círculo interior, pero el clérigo la detuvo—.
¡Déjame que vaya con ella! ¿Qué le ocurre? ¿Dónde está?
—¡Mamá! ¿Por qué no me ayudas?
—¡Lo haré, hija! —La madre se retorcía las manos—.
¡Dime cómo!
—El padre de la niña es un elfo ¿verdad? —preguntó Judith hablando con su propia voz, no con la de una chiquilla.
—Es... elfo sólo en parte —farfulló la joven, estupefacta y cautelosa—. Su bisabuelo era elfo. ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene eso?
—Belzor no mira con benevolencia los matrimonios entre humanos y otras razas inferiores. Esos enlaces están planeados, son una intriga de los elfos destinada a debilitar a los humanos para que finalmente caigan bajo su dominio.
El auditorio murmuró con aprobación. Muchos asintieron con la cabeza.
—A causa de su sangre elfa —continuó Judith inexorablemente—, tu hija está maldita, ¡y condenada a vivir en oscuridad y tormento eternos!
La desdichada madre gimió y pareció a punto de desmayarse.
—¿Qué disparate está diciendo? —demandó Sturm en voz baja, iracunda.
—Un disparate peligroso —dijo Raistlin, que cerró los dedos sobre la muñeca de su amigo—. ¡Chitón, Sturm! No digas nada. No es el momento.
—A tu marido y a ti no se os quiere en Haven —manifestó Judith—. Marchaos de inmediato o más desgracias caerán sobre vosotros.
—Pero ¿adonde iremos? ¿Qué haremos? ¡La tierra es lo único que poseemos y apenas es nada! ¡Y mi niña! ¿Qué será de mi pobre niña?
—Belzor se apiada de ti, hermana. —La voz de Judith se había suavizado—. Entrega como donativo esa tierra al templo, y Belzor accederá a sacar a tu pequeña de la oscuridad a la luz.
Judith inclinó la cabeza sobre el pecho; sus brazos cayeron flácidos a los costados. Cerró los ojos.
La tenebrosa forma de la cobra retrocedió hasta fundirse con la estatua y después desapareció.
Judith alzó la cabeza y miró en derredor como si no tuviera ni idea de dónde estaba o lo que había pasado. El sumo sacerdote la sostuvo por el brazo. La mujer miró a la multitud con una beatífica sonrisa.
—La audiencia con Belzor ha finalizado —anunció el sumo sacerdote, adelantándose un paso.
Los clérigos y las sacerdotisas recogieron los cestos con las cobras encantadas. Formados en procesión, dieron tres vueltas al círculo interior entonando el nombre de Belzor y después salieron por la puerta de la estatua. Los acólitos se movieron entre la muchedumbre aceptando en nombre de Belzor las ofrendas hechas, con la bendición del dios.
El sumo sacerdote condujo a Judith hacia la puerta por la que se salía del templo. Allí saludó a los fieles, que suplicaban su bendición. Había un gran cesto a los pies de la mujer, que dio las bendiciones al tiempo que las monedas tintineaban.
La joven madre se encontraba sola y angustiada. Agarró a uno de los acólitos y suplicó:
—¡Apiadaos de mi pobre niña! Su ascendencia no es culpa suya.
El acólito le retiró la mano con frialdad.
—Ya oíste la voluntad de Belzor, mujer. Tienes suerte de que nuestro dios sea tan clemente. Lo que pide es un precio muy pequeño a cambio de librar a tu hija del eterno tormento.
La joven madre se cubrió el rostro con las manos.
—¿Dónde se ha metido la serpiente? —preguntó Caramon, que se sostenía sobre los pies con evidente inestabilidad.
Raistlin sujetó a su hermano y lo disuadió de entrar en el círculo para buscar a la gigantesca cobra.
—Kitiara, tú y Sturm llevad a Caramon al recinto ferial y haced que se acueste. Me reuniré con vosotros allí.
—Me niego a creer que esto sea un milagro —manifestó Sturm, que miraba fijamente la estatua—, pero tampoco puedo explicarlo.
—Yo sí, aunque no voy a hacerlo —dijo Raistlin—.
Ahora no.
—¿Qué te propones? —preguntó Kit mientras agarraba al tambaleante Caramon por los fondillos de la camisa.
—Me reuniré con vosotros después —repitió Raistlin, y se marchó antes de que Kit insistiera en acompañarlo.
El joven se abrió paso entre los acólitos que iban de aquí para allí con los cestillos de limosnas y se dirigió hacia donde se encontraba sola la joven madre. Un hombre que pasó a su lado le dio un empujón.
—Puta de elfos —la insultó.
Otra mujer se le acercó y le dijo en voz alta:
—Bueno es que tu hija haya muerto. ¡Sólo habría sido un fenómeno de orejas puntiagudas!
La madre retrocedió ante estas crueles palabras como si le hubieran asestado un golpe.
La ira ardía dentro de Raistlin, una rabia atizada por la miseria del alma humana que empujaba a los débiles a atacar a los que eran más débiles que ellos. Una idea cobró forma en el abrasador fuego de su rabia. Emergió de las llamas como una hoja de acero, caliente y lista para ser golpeada con el martillo. En el espacio de tres zancadas, había forjado el plan concebido con el que llevaría a la ruina a la suma sacerdotisa Judith, desacreditaría a los falsos clérigos de Belzor y acarrearía la caída del falso dios.
Se acercó a la desdichada madre y alargó la mano para detenerla.
Su gesto fue suave, pues podía ser muy tierno cuando quería, pero la mujer se estremeció bajo sus dedos, aterrada. Volvió los ojos asustados hacia él.