Raistlin, crisol de magia (22 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Hecho esto, se dispuso a iniciar el laborioso trabajo de transferir el conjuro escrito en el libro a la piel de oveja. Le habría gustado ejecutarlo de memoria, pero, debido a su complejidad —mucho mayor que cualquier otro hechizo de los que había aprendido—, no se atrevió a correr ese riesgo.

Nunca había hecho magia en una situación crítica y no tenía ni idea de cómo reaccionaría ante la presión del momento.

Le gustaba pensar que no vacilaría, pero no debía dejarse llevar por un exceso de confianza en sí mismo.

Disponía del tiempo y de la soledad necesarios para su trabajo, de modo que podía concentrar su energía y habilidad en la transcripción del conjuro al trozo de piel. Primero estudiaría las palabras, asegurándose de que sabía su fonética correcta, porque tendría que pronunciarlas —y hacerlo perfectamente— tanto en el momento de copiar el conjuro

como cuando lo ejecutara.

Se acomodó, ya con el libro en las manos, y se enfrascó en el hechizo. Articuló en voz alta cada letra y después cada palabra, repitiéndolas hasta que le sonaron bien, como si fuera un juglar afinando su laúd hasta dar con el tono perfecto. Lo estaba haciendo muy bien y se sentía realmente orgulloso de sí mismo, hasta que llegó a la séptima palabra. Esta palabra no la había oído pronunciar nunca, y cabían varias posibilidades en su enunciación, cada una de ellas con su propio significado distinto. ¿Cuál era el correcto?

Se planteó ir a preguntarle a Lemuel, pero hacerlo significaba tener que contarle lo que planeaba hacer y Raistlin había descartado ya tal opción.

—Puedo conseguirlo —se dijo—. La palabra esta compuesta por sílabas, así que lo único que he de hacer es comprender qué efecto tiene cada una de ellas y entonces podré pronunciar cada una de ellas correctamente. Después, sólo tengo que combinarlas para formar la palabra.

Planteado así parecía sencillo, pero resultó mucho más difícil de lo que había imaginado. Tan pronto como hubo aprendido la primera sílaba, la segunda pareció contradecirla.

Y la tercera no tenía nada que ver con las dos anteriores.

Desesperado, Raistlin estuvo a punto de darse por vencido varias veces. Parecía una tarea imposible. Sentía el cuerpo sudoroso; hundió la cara en las manos.

—Esto es muy difícil. No estoy preparado. Habré de renunciar al plan, informar sobre Judith al Cónclave y dejar que algún archimago se ocupe de ella. Le diré a Kitiara y a los otros que he fracasado...

Raistlin se irguió en la silla y miró la palabra una vez más.

Sabía lo que se suponía que el conjuro tenía que hacer. Seguramente, si utilizaba la deducción lógica a la par que el estudio de textos relacionados con el conjuro podría determinar cuáles eran los significados requeridos. Se puso a trabajar de nuevo.

Dos horas después, un tiempo que empleó en buscar en los textos cada ejemplo del uso de la palabra o partes de ésta en cualquier conjuro que pudo encontrar, en comparar esos conjuros entre sí, en descubrir pautas y analogías, Raistlin se recostó en el respaldo de la silla. Ya estaba cansado y la parte más difícil —copiar el conjuro— todavía estaba pendiente.

Empero, sentía cierta satisfacción. Tenía el conjuro; sabía cómo se pronunciaba o, al menos, creía que lo sabía. La verdadera prueba vendría después.

Descansó un poco, disfrutando de su victoria. Recuperadas las fuerzas, se hizo un corte de unos siete centímetros a lo largo del antebrazo y, sosteniéndolo sobre un plato que había colocado en el escritorio a tal propósito, recogió su propia sangre para utilizarla como tinta. Cuando tuvo suficiente, apretó sobre la herida para que dejara de sangrar y se vendó el brazo con un pañuelo.

Acababa de terminar esto cuando oyó pasos en el pasillo.

Raistlin se apresuró a cubrirse el brazo con la manga y pasó unas cuantas hojas del libro.

—Espero no molestarte —dijo Lemuel, asomando la cabeza por la puerta—. Pensé que te apetecería comer algo y...

—Al fijarse en el plato con sangre y la piel de cordero que había sobre el escritorio, el mago enmudeció, aparentemente sobresaltado.

—Estoy copiando un conjuro —explicó Raistlin—. Espero que no os importe. Es un conjuro de sueño. He tenido algunos problemas con él y pensé que si lo copiaba lo aprendería mejor. Y gracias por vuestra oferta, pero no tengo hambre.

—Qué buen estudiante eres —sonrió Lemuel, maravillado—.

A mí no me habrías encontrado nunca enfrascado en los libros en un soleado día durante la fiesta de la Cosecha.

—Se volvió para marcharse, pero se detuvo—. ¿Seguro que no quieres tomar nada? La mujer que cuida de la casa ha preparado un estofado de conejo. Tiene parte de ascendencia elfa, ¿sabes? Es de Qualinesti. Hace un estofado muy bueno, sazonado con mis propias hierbas: tomillo, mejorana, salvia...

—Suena estupendamente. Quizás un poco más tarde —dijo Raistlin, que no tenía ni pizca de hambre pero no quería herir los sentimientos del mago.

Lemuel sonrió otra vez y se marchó presuroso, contento de volver a su jardín.

Raistlin reanudó su trabajo. Pasó las páginas y localizó el conjuro que le ocupaba. Cogió una pluma hecha con pluma de cisne y la punta de plata. Era un instrumento de escritura bastante extravagante pues no se necesitaban estas características para copiar el conjuro en el pergamino, pero denotaba que el archimago había tenido prosperidad con su trabajo. Raistlin mojó la pluma en la sangre, musitó una plegaria a los tres dioses de la magia —para no ofender a ninguno de ellos— y apoyó la pluma en el pergamino.

El elegante utensilio escribía con extremada suavidad, a diferencia de otras plumas que solían atascarse y soltar tinta en el papel, echando así a perder más de un pergamino.

Trazó la primera letra como si se deslizara sin esfuerzo alguno sobre la piel de oveja.

Raistlin decidió que algún día poseería una pluma así.

Imaginó que Lemuel se la regalaría si se la pedía, pero el mago ya había sido muy generoso con su nuevo amigo. El orgullo le impedía pedirle más.

El joven copió el conjuro, pronunciando cada palabra mientras la iba escribiendo. Era una labor concienzuda que requería mucho tiempo. Empezó a transpirar y sintió correrle el sudor por la nuca y el pecho. Tuvo que hacer un alto cada vez que terminaba una palabra para aliviar el calambre de la mano causado por apretar la pluma con demasiada fuerza, así como para secarse el sudor de la palma. Escribió la séptima palabra con el corazón atenazado por el miedo; cuando acabó de copiarla, le vino a la mente la insidiosa idea de que quizá se había tomado tanto trabajo para nada; si había pronunciado esa palabra de manera errónea, todo el pergamino y todo su meticuloso trabajo habrían sido inútiles.

Habiendo llegado a la última parte, vaciló un instante antes de ponerle el punto final. Cerró los ojos y volvió a elevar una plegaria a los tres dioses:

—Estoy llevando a cabo vuestro trabajo. Lo hago por vosotros.

¡Concededme la magia!

Miró de nuevo el pergamino. Era perfecto. Ninguna irregularidad en las «oes»; los trazos curvos de las «eses» eran primorosos pero sin exagerar. Lanzó una ojeada nerviosa a la séptima palabra. La suerte estaba echada; lo había hecho lo mejor que sabía. Puso la fina punta de plata sobre la piel de oveja y añadió el punto final con el que se pondría en marcha la magia.

No ocurrió nada. Había fracasado.

Atisbo por el rabillo del ojo un tenue parpadeo de luz.

Contuvo la respiración, deseando con tanta intensidad que ocurriera como había deseado que su madre viviera, deseando con tanto fervor que resultara como había deseado que ella siguiera respirando. Su madre había muerto, pero el parpadeo de la primera letra de la primera palabra se hizo más intenso.

No era su imaginación. La letra brilló y ese brillo pasó a la segunda letra y después a la segunda palabra, y así sucesivamente.

Raistlin tuvo la impresión de que la séptima palabra rutilaba cegadoramente, triunfal. El punto final centelleó y

después el brillo se apagó. Las letras aparecían sobre la piel de oveja como grabadas a fuego. El conjuro estaba listo para ser realizado.

Raistlin inclinó la cabeza y susurró su agradecimiento ferviente, de todo corazón, a los tres dioses que no le habían fallado.

Al ponerse de pie sufrió un mareo y estuvo a punto de perder el sentido. Se dejó caer de nuevo en la silla. No tenía ni idea de qué hora era y se sobresaltó al ver, por la posición del sol, que la tarde ya estaba mediada. Tenía sed y hambre y una necesidad imperiosa de usar el excusado.

Enrolló el pergamino, que guardó con todo cuidado en un estuche, y ató éste a su cinturón. Se puso de pie con esfuerzo y bajó al primer piso. Tras utilizar el excusado, devoró dos platos del estofado de conejo.

Raistlin no recordaba haber comido tanto en su vida.

Apartó el plato vacío y se recostó en la silla con intención de descansar sólo unos minutos.

Lemuel lo encontró dormido profundamente. El mago, amablemente, tapó al joven con una manta y lo dejó solo para que durmiera.

15

Raistlin despertó a última hora de la tarde, atontado, de una siesta que no había tenido intención de echar. Tenía el cuello rígido, y le dolía la parte posterior de la cabeza, donde había estado apoyada en la silla.

Lo asaltó el repentino temor de haber dormido demasiado y haberse perdido el «milagro» anunciado para esa noche en el templo. Una ojeada a la dorada luz, que se colaba perezosamente entre la cortina de hiedra trepadora que cubría la ventana, lo tranquilizó. Se frotó la nuca y retiró la manta para ir en busca de su anfitrión. Por fortuna sabía dónde encontrarlo.

Lemuel estaba en el jardín, trabajando diligentemente, aunque no daba la impresión de que hubiera avanzado mucho en los preparativos para la mudanza, y así se lo confesó a Raistlin:

—Empiezo a hacer una cosa y entonces pienso en otra y dejo la primera para ponerme con la segunda, con el único resultado de que me acuerdo que he de hacer una tercera antes que las otras dos, así que las dejo para atender a esto último y de pronto me doy cuenta de que la primera es la principal... —Suspiró—. No estoy adelantando mucho.

Contempló con tristeza el desorden que lo rodeaba: macetas vacías tiradas, montones de tierra, agujeros donde antes crecían plantas. Estas últimas ofrecían un aspecto desnudo y abandonado, pues yacían en el suelo con las raíces agitándose ligeramente, como si temblaran.

—Supongo que se debe a que nunca me he movido de aquí. Y a que no deseo estar en ningún otro sitio. Para ser sincero, ni siquiera he decidido hacia dónde dirigirme. ¿Crees que Solace me gustaría?

—Quizá no tengáis que mudaros después de todo —dijo Raistlin, incapaz de presenciar el sufrimiento de Lemuel sin hacer algo para aliviar la angustia del mago. No podía revelarle su propósito, pero sí insinuarlo—. A lo mejor ocurre algo que induzca a los fieles de Belzor a dejaros en paz.

—¿Un segundo Cataclismo? ¿Que unas montañas de fuego se precipiten sobre sus cabezas? —Lemuel esbozó una leve sonrisa—. Sería mucho esperar, pero gracias por sugerirlo.

¿Encontraste lo que buscabas?

—Mis estudios fueron bien —respondió escuetamente Raistlin.

—¿Te quedarás a cenar?

—No, gracias, señor. He de volver al recinto ferial. Mis amigos estarán preocupados por mí. Y, por favor, señor —añadió a modo de despedida—, no renunciéis a la esperanza.

Tengo el presentimiento de que seguiréis aquí mucho después de que Belzor se haya marchado.

Lemuel se quedó estupefacto y habría hecho más preguntas si Raistlin no hubiese advertido que una ardilla se disponía a llevarse los bulbos de los tulipanes. Lemuel corrió al rescate de las plantas, y Raistlin comprobó por enésima vez que el estuche con el pergamino estaba colgado de su cinturón, se despidió y se marchó.

—Me pregunto qué se traerá entre manos... —musitó el mago, quien, habiendo atrapado al ladronzuelo, siguió con la mirada a Raistlin mientras el joven se alejaba calle adelante, camino de la feria—. No estaba copiando un hechizo de sueño, eso es seguro. Puede que no sea gran cosa como mago, pero hasta yo soy capaz de provocar un sueñecito sin necesidad de escribirlo. No, estaba copiando algo mucho más avanzado, algo muy por encima de su rango de novicio.

Además, todos esos comentarios suyos respecto a que puede pasarles algo a los belzoritas... —Lemuel masticó, preocupado, un tallo de menta.

»Supongo que debería detenerlo... —Sopesó esta posibilidad y sacudió la cabeza—. No. Sería como querer parar un ingenio gnomo cuando ya se ha puesto en marcha y rueda cuesta abajo. No me haría caso y, por supuesto, no hay razón para que siguiera mi consejo. Al fin y al cabo, ¿qué sé yo? Además, cabe la posibilidad de que tenga éxito. Hay mucho bullendo detrás de esos ardientes ojos de zorro suyos. Mucho.

Mascullando para sí, Lemuel se dispuso a reanudar su tarea, pero se quedó parado un momento con el desplantador

en la mano, contemplando su antaño tranquilo jardín en el que ahora reinaba el caos.

—Quizá debería esperar y ver qué nos trae el nuevo día —se dijo y, tras cubrir las raíces de las plantas que ya había sacado, asegurándose de que estaban húmedas y resguardadas, entró en la casa para dar cuenta de la cena.

Raistlin llegó al recinto ferial justo a tiempo de impedir que Caramon llamara a la guardia de la ciudad para ir a buscarlo.

—He estado ocupado —repuso con voz cortante a las insistentes preguntas de su hermano—. ¿Has hecho lo que te dije?

—¿Retener aquí a Tasslehoff? —Caramon soltó un suspiro atormentado—. Sí, entre Sturm y yo lo hemos conseguido, pero no quisiera tener que pasar de nuevo por algo así en lo que me resta de vida. Lo tuvimos ocupado esta mañana o, al menos, es lo que pensábamos. Sturm dijo que quería echar una ojeada a sus mapas. Tas los sacó todos, y Sturm y él se pasaron una hora revisándolos. Supongo que debí de quedarme dormido, y Sturm se enfrascó en un mapa de Solamnia. Cuando quisimos darnos cuenta, el kender se había marchado.

»Fuimos tras él —se apresuró a añadir el mocetón al reparar en el gesto ceñudo de su gemelo— y lo alcanzamos. Por suerte, no había llegado muy lejos. La feria es muy interesante, ¿sabes? Lo encontramos y después llevamos el mono a su dueño, que lo había estado buscando por todas partes. El mono hace trucos. Deberías verlo, Raist. Es estupendo, de verdad. En fin, el dueño se puso furioso, aunque Tas juró y perjuró que el mono lo había acompañado voluntariamente, y lo cierto es que parecía que al animal le caía bien Tas...

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