Raistlin, crisol de magia (24 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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—Tengo que ir abajo con los clérigos. ¡Un sitio estupendo! Buena suerte —deseó Kit a la par que hacía un ademán de despedida.

—¡Aguarda! —Raistlin salió de detrás de Caramon con esfuerzo, intentando llegar hasta su hermana, pero estaban atrapados entre la apiñada multitud y fue inútil. Kitiara había agarrado a uno de los clérigos y éste la conducía ahora a través del gentío.

¿Qué pensaba hacer?

Raistlin maldijo a su hermana por su actitud desconfiada y reservada, pero las palabras no habían salido de sus labios cuando el joven se las tragó. De la misma sangre, como decían los enanos. Igual podía maldecirse a sí mismo. No había dicho una palabra de sus planes a Kitiara.

—¡Ya puedes bajarte la camisa! —espetó a Caramon con una irritabilidad causada por el nerviosismo.

—¿Dónde quieres que nos situemos? —preguntó Sturm.

—El kender y tú id a la parte posterior de la sala, atrás de todo —indicó Raistlin, señalando las gradas altas. Les impartió las últimas instrucciones—. Tas, cuando grite «¡Helo ahí!», empiezas a bajar por el pasillo. Hazlo despacio y céntrate en lo que estás haciendo, sin que nada te distraiga, ¿has entendido? Si me obedeces, contemplarás una magia tan maravillosa como jamás has visto en tu vida.

—Lo haré, Raistlin —prometió Tas—. ¡Helo ahí! —Repitió la exclamación varias veces a fin de no olvidarla—.

¡Helo ahí! ¡Helo ahí! Oye, una vez vi a un tipo que gritaba eso mismo y...

—No se admiten kenders —dijo un clérigo de túnica azul mientras bajaba hacia ellos.

Incapaz de mentir, Sturm se quedó parado, con la mano en el hombro del kender. Raistlin contuvo la respiración. Su intervención quedaba descartada si no quería atraer la atención sobre sí. Afortunadamente para todos, Tasslehoff estaba acostumbrado a que lo echaran de los sitios.

—Oh, me lleva escoltado a la salida, señor —aseguró el kender con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Es eso cierto?

Sturm, con el bigote erizado, hizo un gesto ligerísimo, apenas perceptible, de asentimiento, lo que podía considerarse lo

más parecido a un embuste que hubiera dicho en toda su vida.

Quizá la Medida autorizaba la mentira por una buena causa.

—Entonces lamento haberos estorbado, señor —manifestó el clérigo con tono apaciguador—. Por favor, no demoréis vuestra tarea por mí. Las puertas están en aquella dirección.

—Agitó una mano, señalando.

Sturm hizo una fría inclinación de cabeza y se llevó a rastras a Tasslehoff, acallando los comentarios del kender con un severo «¡Silencio!» y un zarandeo en el pequeño hombro para poner énfasis a su advertencia.

Raistlin, que había aguantado la respiración, soltó el aire.

—¿Hacía dónde? —preguntó Caramon al tiempo que atisbaba sobre las cabezas de la multitud.

—En cualquier parte cerca de las primeras filas.

—No te separes de mí —advirtió su gemelo.

El mocetón empezó a dar codazos a diestro y siniestro,

metió los hombros, empujó y, finalmente, consiguió abrirse paso entre el gentío. Las personas fruncían el ceño, pero, al reparar en su corpulencia, se guardaban las palabras iracundas que estaban a punto de soltar.

Las gradas inferiores, junto al círculo central, estaban llenas.

En un extremo, pegado al pasillo, quedaba un hueco para una persona; una persona más bien pequeña.

—Observa —dijo Caramon a su hermano, guiñándole un ojo.

El mocetón se dejó caer en el hueco vacío y empezó a rebullir y se pegó a la persona que tenía al lado, una mujer pudiente ataviada con buenas ropas que le asestó una mirada furibunda. Con actitud fría y deliberada, la dama se apartó para que no la rozara. Raistlin se preguntaba qué iba a conseguir con eso su hermano, ya que seguía sin haber sitio para él, cuando Caramon soltó un tremendo eructo al que siguió una sonora flatulencia.

La gente que estaba alrededor del corpulento joven hizo una mueca y lo miró con asco. La mujer que estaba a su lado se tapó la nariz con la mano y lanzó otra mirada iracunda.

—He cenado judías —dijo Caramon, exhibiendo una sonrisa azorada.

La mujer se incorporó, movió bruscamente sus faldas de

Seda y le dedicó una abrasadora mirada.

—¡Zafio! —insultó—. ¡No entiendo por qué permiten la entrada a gentuza como tú! ¡Pienso protestar! —Empezó a subir los escalones con actitud airada, buscando a alguno de los clérigos.

Caramon llamó con un ademán a su hermano para que se sentara en el hueco que había a su lado.

—No sabía que pudieras ser tan sutil, hermano —musitó Raistlin mientras tomaba asiento.

—¡Sí, así soy yo! ¡Sutil! —Caramon se echó a reír.

Raistlin recorrió la multitud con la mirada y enseguida localizó a Sturm, de pie junto a una columna, cerca de un pasillo. A Tasslehoff no se lo veía por ninguna parte; probablemente, Sturm había escondido al kender en las sombras del pilar.

También él había estado buscando a Raistlin; al localizarlo, hizo una ligera inclinación con la cabeza y levantó el pulgar. Una mano pequeña salió repentinamente por detrás de Sturm y se agitó en el aire. El kender y el aspirante a caballero estaban en posición.

Raistlin volvió los ojos hacia el escenario. Fue muy fácil localizar a su hermana; Kitiara se encontraba en el reducido espacio cercado que había delante del círculo central, junto con los otros que habían sido invitados a hablar con sus difuntos.

Como si notara su mirada en ella, Kit esbozó su sonrisa sesgada; con cierta amargura, Raistlin reparó en que su hermana estaba tranquila, relajada, incluso pasándolo bien.

No le ocurría lo mismo a él.

Cuando los últimos asistentes encontraron asiento, las puertas se cerraron y la oscuridad se hizo más intensa en el templo. El fuego prendió repentinamente en los braseros colocados en el escenario y comenzó el cántico. Entraron los clérigos y las sacerdotisas llevando las cobras encantadas en los cestos. Judith no tardaría en hacer su aparición. El momento de que Raistlin entrara en acción se acercaba rápidamente.

Estaba aterrado. Sabía muy bien lo que le ocurría, conocía los síntomas: el miedo a entrar en escena.

Raistlin lo había experimentado ya, pero sólo levemente, poco antes de sus actuaciones en las ferias de Solace. El miedo siempre había desaparecido en cuanto empezaba la actuación y no le había preocupado.

Nunca había actuado ante un público tan numeroso; u público que tenía que considerar hostil. Nunca se había ji gado tanto en una actuación; el miedo de ahora centuplicaba cualquier temor experimentado hasta entonces.

Tenía las manos heladas y los dedos tan rígidos que n creía ser capaz de moverlos lo suficiente para sacar el pergamino del estuche. Sus entrañas sufrieron un fuerte espasmo y, durante un espantoso momento, creyó que tendría que salir corriendo hacia los excusados. Su boca estaba tan seca que era incapaz de pronunciar una palabra. ¿Cómo iba lanzar el conjuro si no podía hablar? Estaba empapado e sudor y los escalofríos lo sacudían. Notó revuelto el este mago.

Su actuación iba a acabar de un modo vergonzoso, vomitando y ensuciándose encima.

El sumo sacerdote comenzó con la presentación, pero Raistlin no le prestó atención; siguió sentado, doblado sobre sí, sintiéndose fatal, muy enfermo.

La suma sacerdotisa Judith apareció con su túnica azul inició su discurso de bienvenida al auditorio. A Raistlin 1 pitaban los oídos de tal modo que no podía escuchar lo que decía. El momento estaba cada vez más cerca. Caramon 1 miraba con expectación. Allí, en algún lugar en la oscuridad, Kit lo observaba. Sturm aguardaba su señal, igual que Tasslehoff. Todos lo esperaban, contaban con él, dependía] de él. Comprenderían su fracaso, se mostrarían amables, si] hacerle el menor reproche. Lo compadecerían...

Judith había bajado los brazos y las amplias mangas cayeron sobre sus manos, ocultándolas. Se disponía a ejecutar e conjuro.

Raistlin manoseó torpemente el estuche del pergamino obligando a sus entumecidos dedos a quitar la tapa. Sacó e trozo de piel, pero las manos le temblaban de tal modo que punto estuvo de dejarlo caer. Asaltado por el pánico, aterrado de perderlo en la oscuridad y ser incapaz de recuperarlo, cerró la mano sobre él, crispada.

Lentamente, temblando, Raistlin se despojó de la cap; negra y se puso de pie. Los que estaban sentados a su alrededor lo miraron con irritación; algunos de detrás sisearon en voz baja que se sentara. Al no hacerlo, se levantaron más voces; el jaleo hizo que otros miraran en su dirección, incluidos los clérigos que estaban en el escenario.

Raistlin buscó frenéticamente en su memoria el discurso minuciosamente preparado, repasado muchas veces. No recordaba una sola palabra. Mareado por el desfallecedor miedo, desenrolló el pergamino y lo miró con la esperanza de encontrar alguna pista en él.

Las letras de las palabras mágicas emitían un brillo tenue, agradable, como si estuvieran iluminadas, los trazos resaltados con fuego. El calor de la magia se propagó por sus dedos helados y trajo consigo la seguridad. El poseía la habilidad de ejecutar el conjuro, la destreza para usar la magia. Impondría su voluntad sobre esta gente, la mantendría bajo su dominio.

El convencimiento de que esto era cierto lo enardeció; una oleada de poder consumió su miedo.

Su voz, cuando habló, le sonó desconocida; por lo general su timbre era suave, quedo, y no esperaba que resonara con tanta fuerza. Subió el tono al punto donde la acústica de la sala amplificara sus palabras del mejor modo, y el resultado fue dramático. Hasta él mismo se sobresaltó.

—Ciudadanos de Haven —empezó—, amigos y vecinos.

¡Me encuentro ante vosotros para preveniros de que os están embaucando!

Los murmullos y las voces se alzaron por toda la concurrencia.

Algunos eran furiosos, instándolo a que dejara de insultar al dios. Otros eran molestos, preocupados por que fuera a interrumpir el prometido milagro. Unos cuantos aplaudieron, animándolo a seguir. Habían venido a ver un espectáculo, y esto garantizaba que recibirían más de lo que valía su dinero. La gente estiraba el cuello para verlo, y muchos se habían puesto de pie.

Los clérigos y sacerdotisas que estaban en el escenario miraron con incertidumbre a su cabecilla, preguntándose qué hacer. A una señal del sumo sacerdote, alzaron sus voces para tapar las palabras de Raistlin con sus cánticos. Caramon también se había puesto de pie al lado de su hermano, con actitud protectora, observando con expresión ominosa a los acólitos, que habían cogido antorchas y bajaban por el pasillo hacia ellos, presurosos.

Raistlin no prestó atención al escándalo. Estaba contemplando fijamente a Judith; la mujer había interrumpido la ejecución del conjuro. Al localizarlo entre la multitud, lo miró de hito en hito. En la penumbra no reconoció a Raistlin, pero vio la blanca túnica y de inmediato fue consciente del peligro que corría. Se quedó estupefacta, pero sólo durante un instante. Rápidamente, recobró la compostura.

—¡Cuidado con el hechicero! —gritó—. Prendedlo y expulsadlo.

Los de su calaña tienen prohibida la entrada al templo.

¡Ha venido a ejecutar su magia negra contra nosotros!

—Contadnos algo más sobre magia negra, viuda Judith —gritó Raistlin.

Entonces lo reconoció, y la rabia le congestionó el semblante.

Sus ojos se desorbitaron, dejando un borde blanco alrededor de los brillantes iris. Sus labios, pálidos, se movieron sin emitir sonido alguno, y su mirada se quedó clavada en él. Al joven le espantó el odio tan profundo que vio en sus ojos; lo espantó y lo aterró. Sintió que su seguridad se tambaleaba.

Ella percibió su inseguridad y sus labios se extendieron en una horrenda sonrisa. Hizo lo que debería haber hecho al principio: le dio la espalda desdeñosamente, haciendo caso omiso de él.

Los acólitos bajaban los escalones a toda prisa en su dirección.

Por fortuna, algunos de los asistentes se habían movido al pasillo para ver mejor y les obstruían el paso. Caramon, apretados los puños, estaba más que dispuesto a encargarse de ellos, pero sería cuestión de tiempo el que lo vencieran por su abrumadora superioridad numérica.

—¡Puedo demostrar que mi acusación es verdad! —gritó Raistlin. Su voz se quebró y la gente empezó a sisear y a abuchear.

Azorado, notando que la atención del público se le escapaba de las manos, se esforzó por mantener el control.

—¡La mujer que se autoproclama suma sacerdotisa realiza lo que denomina un milagro! ¡Yo afirmo que es magia, y lo demostraré realizando el mismo conjuro! ¡Ved cómo os traigo otro supuesto dios! ¡Helo ahí!

Raistlin no necesitaba el pergamino; las palabras del hechizo bullían en su sangre y la magia creó un estanque de

fuego alrededor de su desbocado corazón, de modo que el fluido vital la transportó por las venas, llevándola hasta el último rincón de su cuerpo. Recitó las palabras mágicas, pronunciando cada una de ellas con precisa corrección, gozando de la exaltadora sensación que lo inundaba mientras la magia fluía como acero fundido a través de sus dedos, de sus manos, de sus brazos.

Absorbiendo las energías de quienes lo observaban, utilizando incluso el odio y la rabia de sus enemigos en su propio provecho, Raistlin dio rienda suelta a la magia. El conjuro salió de él como un río de lava, dando la impresión de que lo arrastraría consigo sobre sus olas de fuego y calor.

Ante el auditorio apareció un gigante, un aterrador coloso, un ser titánico con un copete, vestido con calzas verdes y una camisa de seda purpúrea; un gigante cargado de bolsas y saquillos que hacía cuanto estaba a su alcance para dar la impresión de que comprendía la enormidad de la situación.

—¡Helo ahí! —gritó de nuevo Raistlin—. ¡El Kender Gigante de Balifor!

La gente ahogó exclamaciones de estupor y dieron respingos; después, sonaron algunas risitas tontas; otros se unieron a las risas, las risas nerviosas propias de situaciones tensas. El gigantesco kender empezó a bajar por el pasillo con una expresión tan solemne y seria que su nariz temblaba por el esfuerzo.

—¡Invoca a Belzor! —gritó un gracioso—. ¡Un combate entre Belzor y el kender!

—¡Apuesto por el kender! —gritó otro.

Estallaron carcajadas entre la multitud, que en su mayoría había acudido para presenciar un espectáculo y se sentían más que satisfechos. Unos cuantos fieles chillaban con ira, exigiendo que el hechicero cejara en este sacrilegio, pero, una vez que la risa empezaba, era muy difícil de contener.

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