Raistlin, crisol de magia (25 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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La risa... un arma tan mortífera como una lanza.

—En esta esquina, Belzor... —gritó alguien.

El estallido de carcajadas fue ensordecedor. Cuatro acólitos habían conseguido llegar al final de los peldaños e intentaban agarrar a Raistlin. Caramon los apartó de un empellón.

Los que se encontraban alrededor, que lo estaban pasando en grande y no querían que se pusiera fin al espectáculo, se sumaron al forcejeo y a los empujones. Algunos de los fieles acudieron en ayuda de los acólitos; tres hombres que habían venido al templo directamente desde una cervecería se lanzaron con entusiasmo a la refriega sin importarles por quién tomaban partido. Alrededor de Raistlin estalló un pequeño tumulto.

Los gritos y los chillidos atrajeron la atención de los guardias de Haven que estaban de servicio. Habían estado mirando con nerviosismo a su capitán temiendo que en cualquier momento les ordenara que arrestaran al kender gigante. El propio capitán estaba bastante desconcertado al acudir a su mente la repentina imagen del kender gigante encarcelado en la prisión, con gran parte del torso y la cabeza coronada por el copete sobresaliendo a través del agujero que tendrían que abrir en el techo.

En estas circunstancias, un tumulto —un simple y llano tumulto— fue una salida recibida de buen grado. Haciendo i aso omiso del kender gigante, el capitán ordenó a sus hombres que sofocaran la trapatiesta.

El kender gigante siguió bajando los escalones del pasillo, pero muy pocos le prestaban atención ahora. A estas alturas, casi toda la gente estaba de pie.

Los prudentes, viendo que la situación se estaba escapando de las manos rápidamente y entraba en una fase peligrosa, reunieron a sus familias y se dirigieron hacia la salida.

Los que buscaban emociones permanecieron en sus sitios, intentando encontrar la mejor perspectiva. Los jóvenes se lanzaban alegremente desde todos los lugares de la sala para tomar parte en la pelea. Varios niños que se habían escapado de sus frenéticas madres perseguían al kender gigante con entusiasmo.

Un grupo de enanos abordaban a todos los que pasaban a su lado y juraban que ésta era la mejor función religiosa a la que habían asistido desde los tiempos del Cataclismo.

Raistlin seguía encaramado al asiento de mármol, donde se había refugiado. La noción de que él había provocado este alboroto, de que había fomentado semejante caos, lo horrorizaba.

Pero después lo excitó.

Estaba saboreando el poder y era un sabor dulce; más dulce para él que el amor, que el dinero. El joven supo ver

los defectos de su prójimo, de los mortales. Vio su codicia y sus prejuicios, su credulidad, su perfidia, su bajeza. Los despreció por ello y supo, en ese momento, que podía utilizar esos defectos para sus propios fines, fueran los que fueran.

Podía usar su poder para el bien si así lo elegía; o podía utilizarlo para hacer mal.

Se volvió, en su triunfo, hacia la suma sacerdotisa.

La mujer había desaparecido; y también Kitiara, advirtió Raistlin, consternado.

Agarró a Caramon, de espaldas a él, por el cuello de la camisa, la única parte de su gemelo a la que llegaba, y tiró. El mocetón luchaba contra dos acólitos, a uno de los cuales sostenía con el brazo extendido, y al otro lo aferraba por el cuello con la otra mano; mientras tanto, no dejaba de repetirles una y otra vez que actuaran como personas normales y dejaran en paz a la gente honrada. El tirón del cuello de la camisa casi ahogó a Caramon, que volvió la cabeza hacia atrás.

—¡Suéltalos! —gritó Raistlin—. ¡Ven conmigo!

A su alrededor los hombres descargaban puñetazos, daban empellones, gritaban y maldecían; la intervención de los guardias había incrementado el desorden en lugar de restaurarlo.

Raistlin se detuvo un momento para buscar a Sturm entre el gentío, pero no lo encontró. El kender gigante había desaparecido, ya que el conjuro se había consumido a la par que la disposición de la gente a creer en la ilusión.

Tasselhoff, de nuevo con su tamaño normal, estaba enterrado bajo una avalancha de chiquillos.

También la magia había desaparecido dentro de Raistlin dejándolo agotado, vacío, como si se hubiera cortado una arteria y se hubiera desangrado. Cada movimiento era un arduo esfuerzo, cada palabra pronunciada requería concentración en la idea. Anhelaba desesperadamente tumbarse enroscado bajo una suave manta y dormir, dormir durante días. Pero eso era un lujo que no podía permitirse en ese momento. Sin embargo, al dar un paso, se tambaleó, a punto de desplomarse.

Caramon lo rodeó con un brazo, sosteniéndolo.

—¡Raist, tienes un aspecto horrible! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? Vamos, te llevaré en brazos.

—¡Ni hablar! ¡Cierra el pico y sígueme! —Raistlin no tenía tiempo ni fuerzas que perder con las tonterías de Cara

mon. Iba a retirar el fuerte brazo dé su gemelo, pero comprendió que se caería sin su apoyo—. Bien, ayúdame a caminar.

¡Hacia allí no, mentecato! ¡A la puerta debajo de la serpiente! ¡Tenemos que encontrar a Judith!

—¿Encontrar a esa bruja? —El semblante del joven se tornó iracundo—. ¿Para qué? ¡Que se largue con viento fresco! ¡Así se hunda en el Abismo!

—No sabes lo que dices, Caramon —jadeó Raistlin, estremecido por un presentimiento—. Si no vienes conmigo iré solo.

—Claro, Raist —repuso Caramon, apaciguado, impresionado por el tono urgente de su hermano—. ¡Apártate! •—gritó al tiempo que propinaba un puñetazo a un delgaducho guardia de la ciudad que intentaba, sin resultado, rodearle el grueso cuello con las manos.

El mocetón ayudó a Raistlin a bajar de las gradas y a saltar la cuerda utilizada para impedir que los fieles entraran en el círculo central.

—¡Cuidado con las cobras! —advirtió Raistlin, recostado en el fornido brazo de su gemelo—. El encantamiento que las tenía sometidas ha desaparecido.

Caramon dio un rodeo a las serpientes, que se mecían en los cestos. Muy juiciosamente, el sumo sacerdote y sus seguidores habían desalojado el escenario dejando tras de sí a

as cobras. Raistlin no había acabado de articular la advertencia cuando uno de los ofidios se salió del cesto y se arrastró por el suelo.

La gente había entrado en el círculo, alguno intentando eludir la pelea y otros buscando nuevos adversarios. Un guardia empujó uno de los braseros y los carbones ardientes se volcaron sobre la paja extendida para amortiguar el ruido.

Estallaron las llamas y el humo se elevó, sinuoso, en el aire, acrecentando la confusión cuando alguien gritó que en el edificio se había prendido fuego.

—¡Por aquí! —Raistlin señaló hacia un estrecho acceso abierto en la parte inferior de la estatua de la serpiente.

Los dos entraron en un corredor de piedra iluminado por antorchas parpadeantes. A ambos lados del corredor había varias puertas. Raistlin se asomó a una de ellas, espléndida

mente amueblada y alumbrada por cientos de velas. En estas

estancias vivían —y, por las apariencias, muy bien— y trabajaban los clérigos de Belzor. Había esperado encontrar a Judith, pero el cuarto estaba vacío, al igual que esa parte del corredor. Los seguidores de Belzor habían considerado juicioso abandonar el templo en manos de la chusma.

El joven miró en derredor y descubrió que no todos los fieles habían huido. Una figura solitaria se agazapaba en un rincón oscuro; se acercó a ella y vio que era una de las sacerdotisas; o estaba herida o el miedo la había hecho venirse abajo. Fuera por la razón que fuera, sus compañeros la habían abandonado a su suerte, hecha un ovillo contra la pared de piedra, sollozando amargamente.

—¡Pregúntale dónde está Judith! —instruyó Raistlin.

Consideró que lo mejor era permanecer en las sombras, oculto detrás de su hermano.

Caramon rozó suavemente la mano de la sacerdotisa para llamar su atención. La mujer se sobresaltó al sentir el roce y levantó hacia él el rostro lloroso y atemorizado.

—¿Dónde está la suma sacerdotisa? —preguntó Caramon.

—No era culpa mía. ¡Nos mintió! —dijo la chica, que tragó saliva con esfuerzo—. Yo creía en ella.

—Sí, claro. ¿Dónde...?

Un grito, un chillido de rabia que subió a un tono agudo de terror, enmudeció de manera brusca, ahogado en un horrible gorgoteo. Raistlin se quedó helado hasta la médula, aterrado por aquel horrendo sonido. También la chica gritó y se tapó los oídos con las manos.

—¿Dónde está Judith? —insistió Caramon; no entendía lo que estaba ocurriendo, pero tenía sus instrucciones y no iba a permitir que nada lo distrajera. Sacudió a la aterrada muchacha.

—Su sala de estar... se encuentra por allí. —Lloriqueó la chica, que cayó de rodillas, encogida—. ¡Tienes que creerme! No sabía que...

Caramon no esperó a escuchar nada más. Raistlin ya se encaminaba por el corredor en la dirección señalada por la muchacha. El mocetón alcanzó a su gemelo al final del pasillo, donde se bifurcaba en direcciones opuestas, formando una «Y». Las antorchas del corredor de la izquierda, donde estaba la sala de Judith, habían sido apagadas, de manera que aquella parte del templo se encontraba a oscuras.

—¡Necesitamos luz! —dijo Raistlin.

Caramon cogió una de las antorchas de los hacheros que había en el tramo anterior del pasillo y la levantó.

El humo de la paja prendida en el escenario se había metido por la puerta en sinuosas volutas casi a ras del suelo. La luz se reflejó en la única puerta que había al final del pasillo, haciendo brillar el símbolo de la serpiente, hecho con oro, que la adornaba.

—¿Oíste ese grito, Raist? —susurró Caramon, inquieto, ,al tiempo que se detenía.

—Sí, y no fuimos los únicos que lo escuchamos —respondió con impaciencia su hermano, que le asestó una mirada irritada—. ¿Qué haces ahí plantado? ¡Aprisa! Alguien vendrá a investigar. No disponemos de mucho tiempo.

Raistlin siguió avanzando por el pasillo. Tras un momento de duda, Caramon se apresuró a alcanzar a su hermano.

El joven aprendiz de mago llamó a la puerta, que se abrió al tocarla con los nudillos.

—Esto no me gusta, Raist —dijo Caramon, nervioso—.

Vayámonos.

Raistlin empujó la hoja.

La habitación estaba profusamente iluminada. Sobre una repisa de piedra del pequeño cuarto ardían veinte o treinta velas gruesas. Unas cortinas de terciopelo colgaban sobre otra puerta interior que sin duda daba acceso al dormitorio de Judith. Sobre una pequeña mesa había una jarra de vino, pan y carne; sin duda era la cena preparada para que la sacerdotisa diera cuenta de ella después de la actuación.

Pero Judith ya no necesitaba comida; sus actuaciones habían terminado. La hechicera yacía en el suelo, debajo de la mesa, tendida sobre un charco de sangre. La habían degollado con tal violencia que su asesino casi la había decapitado.

Caramon sufrió una náusea y se tapó los ojos.

—¡Oh, Raist! ¡No lo dije en serio! —masculló, sintiéndose enfermo—. ¡Me refiero a lo del Abismo! ¡No lo dije en serio!

—No importa, hermano —musitó Raistlin, que contemplaba el cadáver con una horrible calma—. Podemos imaginar sin temor a equivocarnos que en el Abismo es donde se encuentra ahora la viuda Judith. Vamos, tenemos que irnos cuanto antes. Nadie debe encontrarnos aquí.

Cuando empezaba a dar media vuelta para marcharse, captó un centelleo por el rabillo del ojo, el brillo de la luz de la antorcha reflejándose en metal. Miró con más detenimiento y vio un cuchillo tirado en el suelo, cerca del cuerpo.

Raistlin conocía esa arma, la había visto con anterioridad.

Vaciló una fracción de segundo y después se agachó y recogió el cuchillo, que guardó en la manga de la túnica.

—¡Deprisa, hermano! ¡Alguien viene hacia aquí! —instó.

Fuera se oía el ruido de pasos presurosos; la chica conducía a la guardia de la ciudad hacia los aposentos de la suma sacerdotisa. Raistlin llegó a la puerta en el mismo momento en que entraba el capitán de la guardia, acompañado por varios de sus hombres. Se frenaron en seco al ver el cadáver, alarmados y estupefactos. Uno de los guardias se volvió para vomitar en un rincón.

El capitán era un soldado veterano que había visto la muerte en muchos de sus peores aspectos y ésta no lo impresionó excesivamente. Miró fijamente a Judith, de quien había sospechado que estafaba a las buenas gentes de Haven, y luego volvió la severa mirada a los dos jóvenes. Los reconoció de inmediato como los que habían provocado los desastrosos acontecimientos de la noche.

Caramon, casi tan lívido como el cadáver desangrado, balbució con voz entrecortada:

—Yo... no lo dije en serio.

Raistlin guardó silencio mientras se estrujaba el cerebro.

La situación era desesperada; tenían en su contra las apariencias.

—¿Qué es esto? —El capitán señaló una mancha de sangre en la blanca túnica del joven.

—Tengo cierta reputación como curandero. Me agaché para examinarla. —Raistlin iba a añadir «para ver si había signos vitales», pero al mirar el cadáver comprendió lo absurdo que habría sonado, y cerró la boca.

Era plenamente consciente del tacto del cuchillo aferrado

Prietamente en su mano. La sangre de la empuñadura era pringosa y se le pegaba en los dedos. Se sintió asqueado y habría dado cualquier cosa por poder lavársela.

Coger el cuchillo había sido una increíble estupidez. Se maldijo a sí mismo por su necedad, sin entender qué lo había impulsado a hacer algo tan poco juicioso. Algún vago e instintivo deseo de protegerla, supuso. Ella jamás habría hecho lo mismo por él.

—El arma no está —dijo el capitán tras echar otra ojeada a la túnica manchada de sangre de Raistlin y recorrer rápidamente el cuarto con la mirada—. Registradlos.

Uno de los guardias agarró a Raistlin rudamente y le sujetó los brazos. Otro le levantó las mangas y dejó al descubierto el ensangrentado cuchillo, aferrado en la mano.

El capitán esbozó una sonrisa sombría, triunfante.

—Primero, un kender gigante, y ahora un asesinato —dijo—. Has tenido una noche muy movida, joven.

17

Tasslehoff tenía razón en sus protestas sobre la prisión de Haven respecto a que no era un sitio particularmente bonito. Localizada cerca de la casa del corregidor, la prisión había sido en tiempos unas caballerizas. Era fría y tenía corrientes de aire; los suelos de tierra estaban llenos de desechos. El sitio apestaba a orín y a heces tanto de caballos como de personas, así como a los vómitos de quienes habían abusado del aguardiente enano en la feria.

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