Raistlin, crisol de magia (35 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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—¡Raist! —llamó con voz ronca.

Raistlin se volvió; al ver a su gemelo en apuros, hizo volver grupas a su caballo. Al llegar a su lado, alargó la mano y posó en el brazo de su hermano.

—No temas, Caramon. Estoy contigo.

Los dos entraron juntos en el bosque.

El séptimo día del séptimo mes, siete aspirantes a mago fueron conducidos a un amplio patio al pie de la Torre de la Alta Hechicería.

Eran cuatro hombres y tres mujeres; cuatro de ellos eran humanos y otros dos, elfos. El otro parecía ser semihumano, semienano, una mezcla muy inusitada para un practicante de magia. El más joven, en casi cinco años, era Raistlin Majere, el único que llegó con escolta. Los demás miraron con desconfianza al joven mago, observaron sus rasgos delicados, su palidez y la extremada delgadez, que lo hacían parecer aun más joven de lo que era.

Se preguntaron por qué estaba allí y por qué le habían permitido que lo acompañara un miembro de su familia.

Los elfos mostraron de manera manifiesta su desdén, mientras que el semienano sospechó que el joven se había colado sin haber sido invitado, aunque no alcanzaba a entender cómo lo había conseguido.

El jardín del patio de la Torre de la Alta Hechicería era un lugar espeluznante en el que se entrecruzaban corredores de magia. Los hechiceros pasaban por allí a menudo, viajando por los caminos mágicos o llevando recados a la Torre o por asuntos propios. Los que estaban en el jardín no veían a los viajeros en sus ocultos caminos, pero tenían la impresión ele percibir su respiración cuando pasaban cerca.

Los hechiceros mayores y más duchos que frecuentaban la Torre estaban acostumbrados a los repentinos remolinos de magia que giraban en el patio. Siendo ésta la primera vez que los novicios visitaban la Torre, les resultaban muy inquietantes las voces que salían de la nada, las súbitas bocanadas de aire que les rozaban la nuca, el fugaz atisbo de una mano o un pie.

Los iniciados y el único guerrero permanecieron en el patio de pie, esperando lo que confiaban fuera el principio de su vida como uno más en este grupo de élite de hechiceros.

Los aspirantes a mago trataban de no pensar en el hecho deque ése podía ser el último día de su vida.

Caramon dio un brinco, haciendo resonar la espada y la armadura de cuero, y giró velozmente la cabeza para escudriñar, atemorizado, a su espalda.

—¡Estate quieto! Estás comportándote como un estúpido, Caramon —lo reconvino Raistlin.

—Sentí que una mano me tocaba la espalda —dijo el mocetón, que estaba lívido y sudoroso.

—Es muy probable —murmuró su hermano, sin inmutarse—. No hagas caso.

—¡Este sitio no me gusta, Raist! —El vozarrón de Caramon sonaba demasiado fuerte en la susurrante quietud que los rodeaba—. Volvamos a casa. ¡Eres bastante buen mago y no hace falta que tengas que aguantar esto!

Sus palabras se escucharon con total claridad y los otros iniciados volvieron los ojos hacia ellos y los contemplaron de hito en hito. Uno de los elfos frunció el labio superior en una mueca burlona. Raistlin sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas.

—¡Chitón, hermano! —siseó, temblándole la voz por la ira—. ¡Nos estás dejando en ridículo a los dos!

Caramon cerró la boca y se mordió el labio inferior.

De manera deliberada, Raistlin le dio la espalda a su ge meló. No lograba entender por qué había insistido el Con clave en que Caramon tomara parte en la Prueba de su her mano.

—A menos que planeen irritarme hasta morir —masculló entre dientes el aspirante a mago.

Procuró hacer caso omiso de la presencia de Caramon concentrándose en controlar su propio miedo y nerviosismo.

No había razón para sentir temor. Había estudiado su libro de hechizos hasta saberlo de memoria del derecho y del revés; podía recitar los conjuros de carrerilla, empezando por detrás, si así se lo requerían los jueces. Había demostrado ser capaz de encauzar la magia estando bajo una gran presión; ni él ni sus hechizos se vendrían abajo en situaciones tensas.

No tenía que estar preocupado por su destreza para hacer magia durante la Prueba. Ni tampoco estaba excesivamente inquieto respecto a las partes intangibles de la Prueba, esas en las que el mago aprendía más sobre sí mismo. Introspectivo por naturaleza, Raistlin estaba seguro de saber cuanto había que saber sobre lo que albergaba su interior.

Para él, la Prueba sería una mera formalidad.

Tranquilo, el joven descubrió que de hecho estaba ansioso por iniciar la Prueba. Con sus preocupaciones desechadas, dedicó el tiempo a observar la Torre de Wayreth mientras esperaban la llegada de los jueces.

«La veré a menudo en el futuro», se dijo para sus adentros mientras se imaginaba viajando por los caminos invisibles, cuidando de las plantas en el jardín, estudiando en la gran biblioteca.

La Torre de Wayreth era, en realidad, dos torres construidas con brillante obsidiana negra. Las rodeaba un muro trazado como un triángulo equilátero, con tres pequeños torreones en cada ángulo. El muro rodeaba el jardín, donde crecía una gran variedad de plantas que no sólo se usaban como ingredientes de hechizos sino que también tenían aplicaciones curativas y servían como condimentos.

La parte superior del muro carecía de almenas ya que la Torre estaba protegida por fuertes defensas mágicas. El bosque no permitiría entrar a nadie a menos que hubiera sido invitado por el Cónclave. Si por desgracia algún enemigo se las ingeniaba para introducirse en él, las criaturas mágicas que lo poblaban se ocupaban del intruso.

Tales precauciones eran necesarias. Mucho tiempo atrás había habido cinco Torres de la Alta Hechicería, los centros mágicos de Ansalon. Durante el auge de Istar, el Príncipe de los Sacerdotes, que en secreto temía a la magia y al poder de los hechiceros, declaró ilegal su práctica e incitó a la chusma a levantarse contra los hechiceros con la esperanza de erradicarlos.

Los magos podrían haber luchado para defenderse, y algunos abogaban por el uso de la fuerza, pero el Cónclave consideró imprudente una acción tan drástica. Defenderse tendría por resultado la trágica pérdida de muchas vidas en ambos bandos. El Príncipe de los Sacerdotes y sus prosélitos buscaban un conflicto sangriento; de ese modo, podrían alzar un dedo acusador contra los hechiceros y decir «¡Estábamos en lo cierto! ¡Son una amenaza con la que hay que acabar!».

El Cónclave llegó a un acuerdo con el Príncipe de los Sacerdotes por el que los hechiceros se comprometían a abandonar sus torres y retirarse a la que estaba localizada en Wayreth.

Allí podrían continuar sus estudios sin ser molestados.

El Príncipe de los Sacerdotes, aunque decepcionado porque los hechiceros no quisieran combatir, accedió. Ya tenía bajo su control la Torre de la Alta Hechicería de Istar y ahora esperaba con ansiedad ocupar la exquisita Torre de Palanthas, de la que planeaba hacer un templo para su gloria personal.

Cuando entraba en la torre para ocuparla, un hechicero Túnica Negra, presuntamente loco, saltó desde una de las ventanas altas del edificio y se ensartó en los puntiagudos remates de la verja. Con su último aliento, lanzó una maldición sobre la Torre vaticinando que nadie la habitaría excepto el Amo del Pasado y del Presente.

¿Quién era ese misterioso personaje? Nadie lo sabía y menos el Príncipe de los Sacerdotes. Ante los ojos del aterrado mandatario, la Torre cambió su apariencia y adoptó un aspecto tan espantoso que quienes la contemplaban no pudieron evitar taparse los ojos; aun así, la escalofriante imagen les quedó grabada para siempre en la mente como una obsesión.

El Príncipe de los Sacerdotes mandó llamar a poderosos clérigos para que intentaran romper la maldición. Rodeada por el Robledal de Shoikan, una fronda de espanto, la Torre estaba guardada por el oscuro dios Nuitari, que no prestaba oídos a ninguna plegaria dirigida a cualquier deidad que no fuera él. Los clérigos de Paladine se acercaron al edificio, pero huyeron a todo correr, sollozando. Los clérigos de Mishakal intentaron entrar y escaparon con vida por muy poco.

Cuando los dioses arrojaron la montaña de fuego sobre Ansalon, el Cataclismo envió a Istar al fondo del Mar Sangriento.

Los terremotos resquebrajaron el continente, dividiéndolo, creando nuevos mares, nuevas cadenas montañosas.

La ciudad de Palanthas se sacudió en sus cimientos y se desplomaron grandes edificios y casas. Empero, ni una sola hoja del Robledal de Shoikan sufrió el más leve temblor.

Oscura, silenciosa, desierta, la Torre aguardaba a su señor, quienquiera que fuera.

Raistlin reflexionaba sobre la historia de las Torres de la Alta Hechicería y ya se veía a sí mismo caminando por los pasillos de la de Wayreth como un hechicero aceptado y reverenciado, cuando una campana invisible tocó siete veces.

Los siete iniciados, que habían estado paseando por el patio departiendo entre sí o manteniéndose aislados, recitando para sus adentros los conjuros, se quedaron parados. Todas las conversaciones cesaron.

Algunos rostros palidecieron de temor y otros se encendieron por la excitación. Los elfos, que se enorgullecían de no mostrar sus emociones ante los humanos, tenían un aire indiferente, aburrido.

—¿Qué es eso? —preguntó Caramon, la voz ronca por el nerviosismo.

—Es la hora, hermano —repuso Raistlin.

—Raist, por favor...

Al reparar en la expresión de su gemelo —los ojos entrecerrados, las cejas fruncidas, la boca apretada— Caramon se tragó esta última súplica.

Apareció una mano incorpórea flotando sobre las rosas que había en el centro del jardín.

—¡Oh, mierda! —exclamó el joven guerrero mientras sus dedos se cerraban, crispados, sobre la empuñadura de la espada, bien que no hizo falta la mirada admonitoria de su hermano para saber que no debía desenvainar el arma en este recinto. En cualquier caso, dudaba de tener fuerza suficiente para hacerlo.

La mano hizo una seña de llamada y los iniciados se echaron la capucha sobre la cabeza, metieron las manos en las mangas de la túnica, y echaron a andar en silencio hacia la dirección indicada, dirigiéndose a una torre pequeña situada entre las dos grandes.

Raistlin y su hermano, que habían sido los últimos en llegar, cerraban la marcha.

La mano señaló la puerta de la torre delantera, una puerta cuyo llamador tenía la forma de la cabeza de un dragón Pero no fue preciso llamar a ella para entrar, ya que se abrió silenciosamente al acercarse los iniciados.

Uno tras otro, los aspirantes a mago penetraron en la torre. Atrás quedó el luminoso jardín, y los envolvieron unas tinieblas tan densas que quedaron momentáneamente cegados. Los que iban delante se pararon, sin saber hacia dónde ir, temerosos de dirigirse a un sitio que no podían ver. Los que venían detrás de ellos se quedaron apiñados nada más cruzar el umbral. Caramon, que entró el último, tropezó con todos ellos.

—Perdón. Disculpadme, no vi que...

—Silencio.

Era la oscuridad la que había hablado. Los iniciados obedecieron. Caramon también guardó silencio o, más bien, lo intentó. El coselete de cuero crujía, la espada tintineaba, las botas rechinaban en el suelo, y su respiración estentórea resonaba en la cámara.

—Girad a la izquierda y caminad hacia la luz —mandó aquella voz tan incorpórea como la mano que los había llamado.

Los iniciados hicieron lo que les ordenaba. Apareció una luz y se dirigieron hacia ella con pasos silenciosos, excepto Caramon, que cerraba la marcha pisando con fuerza.

Un pequeño corredor de piedra, alumbrado por unas antorchas cuyas pálidas llamas ardían regularmente sin titilar, sin producir humo y sin emitir calor, desembocaba en una vasta cámara.

—La Sala de los Magos —susurró Raistlin, que se hincó las uñas en los brazos para que el dolor contuviera su nerviosismo.

Los otros compartían su sobrecogimiento, su júbilo. Los elfos dejaron caer la máscara de estoicismo; extasiados, sus ojos brillaban y sus labios estaban entreabiertos. Todos y cada uno de los iniciados habían soñado con este momento, con encontrarse en la Sala de los Magos, un lugar prohibido que la mayoría de la gente de Krynn jamás contemplaría.

—Ocurra lo que ocurra, esto hace que valga la pena —musitó Raistlin.

Únicamente Caramon no parecía afectado, como no fuera por el miedo. Mantenía gacha la cabeza, rehusando mirar a derecha e izquierda como si esperara que, al no verlo, todo desapareciera.

Las paredes de la cámara eran de obsidiana, pulidas por la magia. El techo se perdía en las sombras y no había pilares que sustentaran su peso.

Brillaba una luz blanca que iluminaba veintiún sillones de piedra colocados en semicírculo. En siete de esos asientos había cojines negros; otros siete los tenían rojos; y los de los otros siete eran blancos. Allí era donde se celebraba el Cónclave de Hechiceros. El sillón del centro del semicírculo era ligeramente más grande que los demás; en él se sentaba el jefe del Cónclave. El cojín que lo ocupaba era blanco.

A primera vista, los sillones estaban vacíos.

Sin embargo, al mirar por segunda vez, ya no lo estaban.

Los ocupaban los hechiceros, hombres y mujeres de diferentes razas, vestidos con los distintos colores que correspondían a sus Órdenes.

Caramon dio un respingo y se tambaleó ligeramente; la mano de Raistlin se cerró atrozmente sobre el brazo de su hermano, seguramente haciéndole daño a la par que lo sostenía.

El joven guerrero lo estaba pasando muy mal; nunca había tomado en serio la magia ni el don de su hermano en el arte. Para él, la magia eran monedas que aparecían en la nariz de alguien, conejos que saltaban de donde menos se esperaba, un kender gigante. Incluso este último conjuro sólo le había impresionado de manera moderada ya que la realidad era que el kender no se había vuelto un gigante, que todo no era más que una ilusión, un engaño. En la mente de Caramon la prestidigitación y la magia estaban mezcladas en un confuso revoltijo.

Pero esto no era un embeleco. Lo que estaba viendo era un puro despliegue de poder con el propósito de impresionar e intimidar. El joven guerrero temió por su hermano; si hubiera podido, habría sacado a Raistlin de allí y habría huido. Empero, en lo más recóndito de su mente, Caramon empezaba a comprender finalmente la fuerte apuesta que iba a hacer su hermano, algo tan importante que podría merecer la pena poner en juego su vida.

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