Raistlin, crisol de magia (39 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Se encendió una vela que reveló una sencilla mesa de madera, pequeña y redonda. Había dos sillas, una frente a la otra, con la mesa en medio. Una de ellas estaba ocupada por un anciano. A Raistlin le bastó una rápida ojeada para convencerse de que no era el padre de Lemuel, el mago guerrero que había luchado al lado de los elfos.

Este anciano vestía la Túnica Negra, en contraste con la cual el blanco cabello y la barba nívea brillaban con un espeluznante halo. Pero era el rostro lo que más llamaba la atención; cual un paisaje surcado por cicatrices y arrugas, aquel semblante tenía grabadas las huellas que hablaban de su pasado.

Los finos surcos que se extendían desde la nariz hasta el entrecejo podrían representar la sabiduría en otro, pero en él tenían la profundidad de la astucia. Las arrugas de inteligencia alrededor de sus negros ojos de halcón se estrechaban en un cínico regocijo. El desprecio hacia sus semejantes estaba plasmado en los finos labios consumidos. La ambición se manifestaba en la saliente mandíbula. Los ojos, velados por los párpados, eran fríos, calculadores y brillantes.

Raistlin no movió un solo músculo. El rostro del anciano era un desolado desierto, riguroso, mortífero y cruel. El miedo lo asaltó violentamente, con la fuerza de un golpe físico.

Mejor habría sido para él tener que enfrentarse a un ogro o a un hobgoblin. Las palabras de un sencillo conjuro defensivo que habían acudido a sus labios se perdieron con un suspiro. Se imaginó a sí mismo lanzándolo y casi pudo oír la risa burlona y despectiva del anciano. Aquellas viejas manos, de grandes huesos y marcados nudillos, semejantes a garras, estaban vacías ahora, pero hubo un tiempo en que habían esgrimido un inmenso poder.

El anciano adivinó los pensamientos de Raistlin como si éste los hubiera expresado en voz alta. Sus ojos miraron en dirección a Raistlin aunque éste continuaba envuelto en la oscuridad.

—Ven, Taimado. Tú, el que se ha tragado mi cebo. Ven y siéntate a charlar con un anciano.

Raistlin continuó inmóvil. La frase respecto al cebo lo había dejado estupefacto.

—Yo en tu lugar me sentaría. —El viejo sonrió. Era una mueca que retorcía las arrugas de su rostro de manera que el gesto de sorna adquirió un carácter de crueldad—. No vas a ir a ninguna parte mientras yo no te lo permita. —Alzó un sarmentoso dedo con el que apuntó directamente al corazón del joven hechicero—. Eres tú quien ha venido a mí. No lo olvides.

Raistlin consideró las opciones que tenía: podía seguir de pie en las sombras, lo que evidentemente no le daba mucha protección puesto que el viejo parecía verlo claramente. Podía llevar a cabo un desesperado intento de escapar escalera arriba, algo que probablemente sería inútil y que lo haría parecer un necio. O podía hacer acopio del valor y de la dignidad que le quedaban, acercarse al viejo y enterarse de lo que quería decir con aquella extraña alusión a un cebo.

El joven mago echó a andar; salió de las sombras a la do^

Rada luz de la vela, y tomó asiento en la silla vacía, enfrente del anciano.

El viejo observó atentamente a Raistlin a la luz de la bujía; al parecer, no le complació mucho lo que vio.

—¡Pero si no eres más que un alfeñique! ¡Un jovenzuelo enclenque! ¡Hay más fuerza en mi cuerpo que la que advierto en el tuyo, y eso que el mío ya es sólo cenizas y polvo! ¿De qué puedes servirme tú? ¡Qué mala suerte la mía! Esperaba un águila y me encuentro con un gavilán. Aun así...

—Los rezongos del viejo resultaban apenas audibles—, hay avidez en esos ojos. Si el cuerpo es débil tal vez se deba a que la mente se alimenta de él. Esa mente ansia desesperadamente ser nutrida, de eso no cabe la menor duda. Quizás hice un juicio precipitado. Veremos. ¿Cómo te llamas?

Raistlin se había mostrado mañoso y descarado con los elfos oscuros. Ahora, en presencia de este amedrentador anciano, el joven respondió humildemente:

—Soy Raistlin Majere, archimago.

—Archimago... —El viejo pronunció lentamente la palabra, como saboreándola—. Hubo un tiempo en que lo fui, ¿sabes? El más grande de todos. Incluso ahora me temen, pero no lo bastante. ¿Qué edad tienes?

—Acabo de cumplir los veintiuno.

—Joven, mucho para someterte a la Prueba. Par-Salian me sorprende. Debe de estar desesperado, eso salta a la vista.

¿Y cómo crees que lo estás haciendo hasta ahora, Raistlin Majere? —Los ojos del anciano se arrugaron, y su sonrisa fue la mueca más fea que el joven había visto en su vida.

—Lo siento, señor, pero no sé de qué estáis hablando. ¿A qué os referís con eso de cómo lo estoy haciendo? ¿Haciendo...?

Raistlin contuvo el aliento. Tuvo la impresión de despertar de un sueño, uno de esos sueños que son más reales que la propia realidad. Excepto que esto no lo estaba soñando.

Estaba pasando la Prueba. Esto era parte de la Prueba: los elfos, la posada, los acontecimientos, las situaciones... Todo era una invención, algo preparado de antemano. Se quedó mirando fijamente la llama de la vela y empezó a reconstruir lo ocurrido frenéticamente, preguntándose, como lo había hecho el anciano, qué tal lo había hecho.

El viejo se echó a reír; era una risa que recordaba el gorgoteo del agua debajo del hielo.

—¡Nunca me canso de ver esa reacción! Ocurre siempre.

Es uno de los pocos placeres que todavía me quedan. Sí, joven mago, estás pasando la Prueba. Estás metido de lleno en el proceso. Y no, no soy parte de ella. O, mejor dicho, lo soy, pero no una parte oficialmente autorizada.

—Mencionasteis un cebo. Fui yo quien vino a vos, es lo que dijisteis. —Raistlin se aferró desesperadamente a su coraje y apretó las manos para que no le temblaran o, en caso contrario, delatarían su miedo.

El viejo asintió con la cabeza.

—Es cierto. Por tus propias elecciones y decisiones, sí, tú viniste a mí.

—No lo entiendo.

—Algunos magos habrían hecho caso de la advertencia del hojalatero y no habrían entrado jamás en un establecimiento con tan mala reputación —explicó el anciano—.

Otros, aunque hubieran entrado, se habrían negado a tener nada que ver con elfos oscuros. Tú fuiste a la posada. Tú hablaste con los elfos. Tú aceptaste de muy buen grado tomar parte en su plan abyecto. —El viejo levantó de nuevo el huesudo dedo—. Aun cuando considerabas amigo al hombre que estabas a punto de robar.

—Lo que decís es cierto. —Raistlin no vio razón para negarlo.

Tampoco estaba realmente avergonzado de sus actos.

A su entender, cualquier mago, con la posible excepción del Túnica Blanca más estricto, habría hecho lo mismo—.

Quería salvar los libros. Se los habría devuelto al Cónclave.

—Guardó silencio un momento y luego añadió—: No hay ningún libro, ¿verdad?

—No. Sólo estoy yo.

—¿Y quién sois?

—Mi nombre carece de importancia. Por ahora.

—Bien, pues ¿qué queréis de mí?

El viejo hizo un ademán con la sarmentosa mano, como quitando importancia al asunto.

—Un pequeño favor, nada más —contestó.

Ahora fue Raistlin el que sonrió, aunque la suya fue una sonrisa amarga.

—Disculpad, señor, pero tenéis que saber que, puesto que estoy pasando la Prueba, mi nivel como mago es muy bajo. Por el contrario, al parecer vos sois, o habéis sido, un hechicero con una destreza y un poder inmensos. No tengo nada que podáis querer.

—¡Ah, ya lo creo que sí! —Los ojos del viejo brillaron con una luz devoradora, con un fuego que, en contraste, hizo parecer la llama de la vela débil y minúscula—. ¡Estás vivo!

—De momento —dijo secamente Raistlin—. Aunque es posible que no por mucho más tiempo. Los elfos oscuros no me creerán cuando les diga que no había libros de magia antiguos aquí abajo. Creerán que los he hecho desaparecer por medios mágicos para mi propio provecho. —Miró en derredor—.

Supongo que no habrá ninguna otra salida en este sótano.

—Hay una salida... La mía. Es la única. Tienes razón, los elfos oscuros te matarán. No son ladrones, ¿sabes? Son hechiceros de alto rango, y su magia es excepcionalmente poderosa.

Raistlin tendría que haberse dado cuenta de ello inmediatamente.

—No estarás dándote por vencido, ¿verdad, joven mago? —preguntó el viejo con desdén.

—Claro que no. —Raistlin levantó la cabeza y miró fijamente al anciano—. Sólo pensaba.

—Haces bien, joven mago. Mucho tendrás que pensar para superar una desventaja de tres a uno. Digamos, más bien, de doce a uno, ya que cada elfo oscuro es cuatro veces más poderoso que tú.

—Esto es parte de la Prueba —dijo Raistlin—. Todo es ilusión. Admito que algunos aspirantes a mago mueren durante el examen, pero es a causa de sus propios fallos o negligencia.

Yo no he hecho mal nada. ¿Por qué iba a matarme el Cónclave?

—Has hablado conmigo —apuntó suavemente el viejo—.

Ellos lo saben y eso puede ser tu perdición.

—¿Quién sois, pues, para que os teman tanto? —inquirió Raistlin, impaciente.

—Me llamo Fistandantilus. Puede que hayas oído hablar de mí.

—Sí.

Hacía mucho tiempo, en los turbulentos y desesperados años posteriores al Cataclismo, un ejército de Enanos de las Colinas y de humanos había puesto cerco a Thorbardin, el reino subterráneo de los Enanos de las Montañas. Al mando de este ejército, responsable de su formación con vistas a utilizarlo para alcanzar sus ambiciosos fines, iba un Túnica Negra, un archimago de inmenso poder, un hechicero renegado que desafiaba abiertamente al Cónclave. Su nombre era Fistandantilus.

Construyó una fortaleza mágica conocida como Zhaman y, desde allí, lanzó su ataque contra el reino enano. Fistandantilus luchó contra los enanos con su magia mientras que el ejército lo hacía con hachas y espadas. Murieron a millares en las llanuras o en los pasos de montaña, dejando Thorbardin vulnerable a la conquista. Desafortunadamente, el hechizo era demasiado poderoso, y Fistandantilus no pudo controlarlo. La energía mágica desatada arrasó la fortaleza de Zhaman, que se desplomó sobre sí misma y ahora se la conocía como el Monte de la Calavera. La catastrófica explosión causó miles de bajas en el ejército invasor, incluido el hechicero que la había provocado.

Esto era lo que cantaban los juglares y lo que creía la mayoría de la gente. Raistlin había imaginado siempre que en la historia había algo más. Fistandantilus había obtenido su poder a lo largo de cientos de años; pero no era elfo, sino humano.

Al parecer, según los rumores, había hallado un modo de burlar a la muerte. Alargaba su vida asesinando a sus jóvenes aprendices, absorbiéndoles la fuerza vital mediante un talismán con un rubí mágico. Empero, había sido incapaz de sobrevivir a los efectos devastadores de su propio hechizo. Al menos eso era lo que el mundo suponía. Evidentemente, Fistandantilus había burlado a la muerte una vez más. Sin embargo, no lo haría por mucho tiempo.

—Fistandantilus... el más grande de todos los hechiceros —dijo Raistlin—. El mago más poderoso de todos los tiempos.

—Yo, sí —asintió el archimago.

—Y os estáis muriendo —observó Raistlin.

Al viejo no le gustó esto último. Sus cejas se fruncieron y las arrugas de su rostro se unieron en un afilado punto de cólera; la rabia bulló en su interior. No obstante, cada inhalación era un ímprobo esfuerzo. Estaba empleando una enorme cantidad de energía mágica simplemente para mantener la consistencia de esta forma. Su furia dejó de hervir cual una olla que se retira del fuego.

—Dices bien. Me estoy muriendo —masculló, frustrado, impotente—. Estoy casi acabado. Imagino que te contaron que mi meta era conquistar Thorbardin. —Sonrió con desprecio—.

¡Qué estupidez! Aposté por algo muchísimo más importante que un sucio y apestoso agujero enano excavado en la tierra. Mi plan era entrar en el Abismo, derrocar a la Reina Oscura, quitar a Takhisis de su trono. ¡Perseguía convertirme en un dios!

Raistlin se quedó sobrecogido y estupefacto al oír esto.

También se sintió identificado con la idea.

—Debajo del Monte de la Calavera hay, o mejor dicho, había, ya que ahora ha desaparecido, una vía para entrar en el Abismo, ese cruel mundo inferior. Takhisis sabía lo que me proponía. Me temía y maquinó mi caída. Cierto, mi cuerpo pereció en la explosión, pero yo ya tenía planeada la retirada de mi espíritu a otro plano de existencia. Takhisis no pudo acabar conmigo porque no podía alcanzarme donde estaba, pero jamás ha cejado en su empeño. Estoy bajo un continuo asedio, como lo he estado durante siglos, y me resta poca energía. La fuerza vital que hay dentro de mí casi se ha extinguido.

—De modo que os las arregláis para entrar en la Prueba y atraer a jóvenes magos como yo a vuestra telaraña —dijo Raistlin—. Deduzco que no soy el primero. ¿Qué les ha ocurrido a los que me precedieron?

—Murieron. —Fistandantilus se encogió de hombros—.

Ya te lo dije. Hablaron conmigo. El Cónclave teme que entre en el cuerpo de un joven mago y me apodere de él para así regresar al mundo a terminar lo que empecé. No pueden permitir que ocurra tal cosa, de modo que en cada ocasión se encargan de eliminar la amenaza.

Raistlin miró de hito en hito al anciano, el moribundo viejo.

—No os creo. Los magos murieron, pero no fue el Cónclave quien acabó con ellos. Fuisteis vos. Así es como os las habéis ingeniado para vivir durante tanto tiempo... si es que a esto se lo puede llamar vida.

—Llámalo como gustes, pero siempre es preferible a la inmensa nada que veo acercándose a mí —replicó Fistandantilus con una espantosa sonrisa—. La misma nada que está extendiendo sus garras hacia ti, joven mago.

—Por lo visto no tengo mucho donde elegir —dijo amargamente Raistlin—. O muero a manos de tres hechiceros o un cadáver animado me chupa la energía vital hasta dejarme seco.

—Fue decisión tuya bajar aquí —le recordó Fistandantilus.

Raistlin agachó la vista, rehusando que los penetrantes ojos de halcón del viejo se abrieran paso hasta su alma. Contempló fijamente la mesa de madera, que le recordó la del laboratorio de su maestro, en la que de niño había escrito, tan triunfantemente, «Yo, mago». Consideró su situación de desventaja, pensó en los elfos oscuros y se preguntó si su magia era realmente tan poderosa como decía el viejo o si todo ello eran mentiras destinadas a atraparlo. Se planteó su propia habilidad para sobrevivir y se preguntó si el Cónclave lo mataría sólo por haber hablado con Fistandantilus. Finalmente alzó la vista y buscó aquellos ojos de halcón.

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