Un bulto negro me esperaba en el rellano, los ojos hundidos mirándome con fijeza desde aquella cara de calavera. Volví la cabeza en busca de Frith, pero ya se alejaba por un corredor que salía del vestíbulo.
Me encontraba a solas con la señora Danvers. Subí los anchos escalones hasta ella, que me esperó inmóvil, con las manos cruzadas y los brazos caídos, los ojos insistentemente fijos en mí. Forcé una sonrisa, que no fue correspondida, y no me extrañó, pues no había motivo alguno para sonreír y fue el hacerlo un gesto tonto, afectado y artificial.
—¿La he hecho esperar? —dije.
—Estoy a disposición de la señora para esperarla —dijo—. Estoy aquí para cumplir las órdenes de la señora.
Dio media vuelta, y entrando por el arco de la galería, echó a andar por el corredor que salía de allí. Fuimos por un pasillo alfombrado, torcimos a la izquierda, pasamos por una puerta de roble, descendimos un corto tramo de escalera y subimos otro igual, hasta llegar, al fin, ante una puerta. La abrió y se hizo a un lado, para dejarme pasar. Me hallé en una antesala, o
boudoir
, amueblada con un sofá, unas sillas y una mesa de escribir. Daba este cuarto a una gran alcoba, de amplios ventanales, con dos camas, y en cuyo fondo se veía un cuarto de baño. Fui directamente a la ventana y miré hacia fuera. Se veían abajo la rosaleda y parte de la terraza que daba a levante. Más allá de la rosaleda se extendía una pradera de suave césped hasta el bosque vecino.
—Desde aquí no se ve el mar —dije, volviéndome hacia la señora Danvers.
—No, desde esta parte de la casa ni siquiera se le oye. Desde esta parte de la casa sería difícil suponer que el mar está tan cerca.
Hablaba de una manera extraña, como si quisiera insinuar algo, poniendo todo el énfasis de la frase en «esta parte de la casa», como dando a entender que las habitaciones en donde estábamos eran inferiores a las demás.
—Lo siento, pues me gusta el mar.
No respondió; continuó con la mirada fija y las manos cruzadas delante.
—Sin embargo, las habitaciones son preciosas, y estoy segura de que me encontraré a gusto. Tengo entendido que las han decorado de nuevo para nosotros.
—Sí —respondió.
—¿Cómo estaban antes?
—Estaban empapeladas en color malva; y las cortinas eran distintas. El señor pensó que el efecto era triste. Antes, solamente se usaban como cuartos de huéspedes. Pero el señor escribió ordenando que se preparasen precisamente estas habitaciones para la señora.
—¡Ah!, entonces… ¿no era éste su cuarto antes?
—No, señora; el señor no ha usado nunca las habitaciones de esta parte de la casa.
—No me lo había dicho.
Me acerqué al tocador y comencé a peinarme. Ya habían deshecho mi equipaje, y mis peines y cepillos estaban en su bandeja. Me alegré de que Maxim me hubiera regalado aquel juego de cepillos y de que estuvieran allí, sobre el tocador, para que los viera la señora Danvers. Eran buenos y habían sido caros. No tenía por qué avergonzarme de ellos.
—Alice se ha encargado de deshacer las maletas, y se cuidará de todo hasta que llegue la doncella de la señora —dijo la señora Danvers, y yo le volví a sonreír dejando el cepillo en el tocador.
—Pero yo no tengo doncella —dije, turbada—. Alice, si es que así se llama la criada que arregla las habitaciones, creo que me servirá.
Hizo el mismo gesto que cuando se me cayeron los guantes, la primera vez que nos vimos.
—Como arreglo definitivo, me permito opinar que tal vez no resultara satisfactorio. La señora sabe que las señoras de su posición acostumbran tener una doncella para su servicio personal.
Noté que me ponía colorada, y volví a coger el cepillo. Me di cuenta de la crítica escondida de sus palabras.
—Si lo cree usted necesario, tal vez usted pueda buscarme una —dije, rehuyendo su mirada—. Tal vez una chica joven que quiera aprender…
—Como quiera la señora —dijo ella—. Se hará lo que usted diga.
Sobrevino una pausa. ¿Por qué no se iba? ¿Por qué permanecía allí, en pie, mirándome, con las manos cruzadas sobre el fondo negro de su vestido?
—Supongo que lleva usted muchos años en Manderley —dije esforzándome de nuevo—; más años que nadie.
—Frith vino antes que yo —y pensé que su voz era tan fría, tan sin vida, como la mano que había tenido en la mía—. Frith ya estaba aquí en vida del padre del señor, cuando aún el señor era un muchacho.
—¡Ah! ¿Y usted vino luego?
—Sí; yo vine más tarde.
La miré otra vez, y otra vez me encontré con sus ojos oscuros y sombríos hundidos en la cara blanca que, no sé por qué, me daban una sensación de angustia, pues parecían presagiar algo funesto. Traté de sonreír, pero no pude. Me encontraba fascinada por aquellos ojos sin luz, en los que no brillaba ni el más leve destello de simpatía por mí.
—Yo vine cuando se casó la difunta señora —dijo.
La voz apagada y monótona hasta entonces sonó con animación inesperada, llena de vida y significado, y apareció un leve tinte rosáceo sobre los cadavéricos pómulos.
Fue el cambio tan repentino, que me sorprendió y hasta me alarmó ligeramente. No sabía qué hacer ni qué decir. Me dio la impresión de que había pronunciado palabras prohibidas, palabras que había llevado escondidas dentro durante mucho tiempo y que ya no serían reprimidas en adelante. Sus ojos continuaban clavados en mi cara; me miraban con una mezcla curiosa de lástima y desprecio, que llegó a hacerme sentir todavía más joven y menos madura de lo que hasta entonces había pensado.
Estaba claro que me despreciaba por haberme clasificado, con toda el esnobismo de las gentes de su clase, no como una gran señora, sino como un ser humilde, tímido y apocado. Pero en aquellos ojos había algo más que mero desprecio: había antipatía y, acaso, maldad.
Tenía que decir algo. No podía continuar allí sentada, jugando con los cepillos indefinidamente, y dejándole ver lo poco que me fiaba de ella y lo mucho que la temía.
—Señora Danvers —oí decir a mi propia voz—, espero que seremos buenas amigas y que lleguemos a entendernos mutuamente. Al principio tendrá que tener paciencia conmigo, porque, como usted sabe, todo esto es nuevo para mí. Hasta ahora he vivido de manera muy distinta. Pero quiero tener éxito, y, sobre todo, hacer feliz al señor. Ya sé que todo lo de la casa lo puedo dejar en sus manos, porque el señor me lo ha dicho así. Usted tiene que continuar como hasta ahora, pues yo no pretendo cambiar nada.
Me paré un poco anhelante, poco segura de mí misma, y sin saber si había escogido bien mis palabras. Cuando alcé la vista vi que se había alejado y que estaba junto a la puerta, con las manos sobre el picaporte.
—Perfectamente —dijo—. Espero poder complacerla en todo. Hace ya más de un año que llevo la casa, y el señor no se ha quejado nunca. En tiempo de la difunta señora era distinto. Entonces se celebraban aquí muchas fiestas y venían muchos invitados, y aunque llevaba la casa, a la señora le gustaba vigilarlo todo personalmente.
Volví a tener la impresión de que elegía las palabras con sumo cuidado, que estaba procurando tantearme y ver el efecto que producía sobre mí todo lo que iba diciendo.
—Yo prefiero dejarlo todo en sus manos —repetí—, lo prefiero con mucho.
Y al oírme volvió a poner aquella expresión que había notado antes, cuando nos dimos la mano en el vestíbulo, una mirada de irrisión y de supremo desprecio.
Se daba cuenta de que yo no podría nunca luchar con ella y que, además, la temía.
—¿Desea la señora alguna otra cosa? —dijo, echando una mirada alrededor del cuarto.
—No —respondí—. Creo que tengo todo lo que necesito. Aquí me encontraré muy a gusto. Ha arreglado usted estos cuartos divinamente.
Le ofrecía esta última frase de abyecta adulación, como carnaza que se brinda a una fiera para aplacarla.
Se encogió de hombros, pero no se movió.
—Me he limitado a seguir las instrucciones del señor —dijo.
Se detuvo, como si vacilase, la mano en el picaporte de la puerta abierta. Parecía como si, queriendo decirme algo aún y no sabiendo cómo empezar, esperase a que yo le diese ocasión de hacerlo.
Yo tenía ganas de que se marchase. Permanecía allí como una sombra, vigilándome, mirándome con sus ojos hundidos, engastados en aquella cara de calavera, sin vida.
—Si la señora encuentra algo que no esté a su gusto, le agradeceré que me lo diga inmediatamente.
—Sí, sí, claro, señora Danvers.
Pero yo sabía que no era eso lo que quería decirme, y una vez más hubo una pausa.
—Si el señor preguntase por el armario grande —dijo, rompiendo a hablar de repente—, la señora debe decirle que fue imposible trasladarlo. Probamos, pero no se pudo hacerlo pasar por estas puertas tan estrechas. Estos cuartos son más pequeños que los de poniente. Y si al señor no le gusta algo de lo que he hecho, supongo que me lo dirá. No fue fácil amueblar bien estas habitaciones.
—No se preocupe, señora Danvers —dije yo—. Estoy segura de que todo le parecerá bien. Lo único que siento es haberles causado tanta molestia. No tenía ni idea de que había mandado decorar y amueblar de nuevo esta habitación. No debió hacerlo. Después de todo, hubiéramos estado igualmente en las habitaciones de poniente.
Me miró con curiosidad y comenzó a dar vueltas al tirador de la puerta.
—El señor escribió que la señora preferiría estas habitaciones —dijo—. Los cuartos de poniente son muy antiguos. La alcoba de las otras habitaciones es dos veces más grande que ésta. Es un cuarto precioso, con un artesonado de mucho mérito. La sillería, tapizada, también es de gran valor, así como la chimenea, tallada, que es la mejor de toda la casa. Las ventanas dan a las praderas de césped y al mar.
Me encontraba violenta y turbada. No comprendía el motivo de la hostilidad que se traslucía en sus palabras, ni por qué insistía en lanzar indirectas para indicarme que el cuarto en donde me había instalado no era gran cosa, estaba por debajo de la excelencia predominante de Manderley, y era como si dijéramos, un cuarto de segunda clase, bueno para una persona sin importancia.
—Supongo —dije— que el señor reserva los cuartos de más mérito para enseñárselos al público.
Continuó moviendo el picaporte, alzó la vista, fijándola de nuevo en mis ojos, dudando antes de hablar, y cuando lo hizo oí su voz, más apagada, más muerta que nunca.
—El público solamente visita el vestíbulo, la galería y los salones de la planta baja, pero nunca sube a los dormitorios —hizo una pausa y me observó con calma. Luego continuó—. Los señores, en vida de la señora, usaban las habitaciones de poniente. Ese cuarto grande del que hablaba a la señora, el que da al mar, era la alcoba alcoba de la señora de Winter.
Le cruzó una sombra por la cara, y se aplastó contra la pared como si quisiera desaparecer. Se oyeron unos pasos en el corredor y entró Maxim en el cuarto.
—¿Qué tal? ¿Te gusta? ¿Estás contenta aquí? —miró alrededor entusiasmado, tan entusiasmado como un chiquillo—. Siempre me pareció precioso este cuarto —dijo—. Durante años ha estado relegado como cuarto de huéspedes, pero yo siempre he creído que se le podía sacar mucho partido. Y usted lo ha conseguido, señora Danvers; lo ha hecho divinamente. La felicito de veras.
—Gracias, señor —dijo, con la cara inexpresiva, y luego giró sobre los talones y se marchó cerrando la puerta suavemente tras ella.
Maxim se asomó a la ventana.
—Me encanta la rosaleda —dijo—. Uno de los primeros recuerdos que tengo de esta vida es cuando salía con mi madre a la rosaleda, todavía andando con apuros detrás de ella, que iba cortando los tallos secos. Este cuarto me resulta acogedor y tranquilo. ¿No crees? Parece mentira que esté a cinco minutos del mar.
—Eso fue lo que dijo la señora Danvers.
Se apartó de la ventana y se puso a curiosear por el cuarto de un lado a otro, mirando los cuadros, tocando las cosas, abriendo los armarios y acariciando mis trajes, que ya habían sacado de las maletas.
—¿Qué tal te fue con la buena señora Danvers? —dijo de repente.
Me volví de espaldas, hacia el espejo, antes de contestar, y comencé a cepillarme el pelo otra vez.
—Parece un poco seca —dije al cabo de un momento—; puede que pensara que yo me iba a entrometer en el manejo de la casa.
—No creo que le importara si lo hicieras —dijo.
Alcé la cabeza y vi que estaba mirándome en el espejo, y luego se volvió y fue de nuevo hacia la ventana, silbando bajito, y se quedó allí, balanceándose sobre los pies.
—No le hagas caso —dijo—; es un bicho raro en muchas cosas, y puede que no sea fácil para una mujer llevarse bien con ella. Pero no te preocupes; si te da la lata, le diremos que se vaya. Aunque es trabajadora, hace las cosas bien, y te quitará de encima las preocupaciones de la casa. Puede que sea demasiado ordenancista con los criados. Conmigo, claro que no se atreve. Pronto la pondría de patitas en la calle.
—Cuando nos conozcamos mejor, seguramente nos llevaremos bien —dije deprisa—; después de todo, es natural que, al principio, le moleste mi presencia.
—¿Molestarle? ¿Por qué iba a molestarle? ¿Qué diablos quieres decir? —dijo esto al tiempo que se volvía hacia mí, ceñudo, con una expresión extraña en la cara, casi airada.
Aunque no comprendía qué le había molestado procuré arreglarlo.
—Quiero decir que debe de ser mucho más fácil para una ama de llaves cuidar a un hombre solo —dije—. Seguramente ya se había acostumbrado, y acaso se temió que yo fuera una carga.
—¡Una carga…! ¡Sería el…! —comenzó—. Mira, si crees que…
Dejó ambas frases sin terminar, vino hacia mí y me dio un beso en la cabeza.
—Vamos a no hablar más de la señora Danvers —dijo—. La verdad es que me interesa muy poco. Anda, ven, que te voy a enseñar algo de Manderley.
Aquella noche no volví a ver a la señora Danvers ni hablamos más de ella. Cuando la hube echado de mis pensamientos me sentí muy a gusto; menos intrusa. Mientras vagábamos por los salones de la planta baja mirando los cuadros, Maxim puso su brazo sobre mis hombros y comencé a sentirme más como me hubiera gustado ser, más como aquella a quien había imaginado en mis sueños, que hacía de Manderley su hogar.
Ya no resonaban escandalosos mis pasos sobre las losas de piedra del vestíbulo, pues los zapatos claveteados de Maxim hacían mucho más ruido que los míos, y las pisadas acompasadas de los dos perros nos seguían simpáticas y tranquilizadoras.