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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (5 page)

BOOK: Rebeca
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—Es Manderley —me dijo, y me acuerdo de cómo salí de la tiendecita algo abochornada, pero sin haber averiguado gran cosa.

Tal vez fue el recordar aquella postal, perdida hacía mucho tiempo entre las páginas de cualquier libro, lo que me hizo comprender su actitud defensiva. Le molestaban las preguntas impertinentes de la señora Van Hopper y de la gente por el estilo. Tal vez tuviera Manderley algo sagrado que hacía de la casa algo aparte, indiscutible. Me imaginaba a la señora Van Hopper dando sonoros taconazos al recorrer aquellas habitaciones, después de haber pagado tal vez seis peniques por el billete de entrada, rasgando el silencio con su risa aguda, desgarrada. Debíamos de haber estado pensando en cosas parecidas los dos, pues comenzó a hablar de ella.

—Su amiga —comenzó— es mucho mayor que usted. ¿Son ustedes de la familia? ¿Hace mucho que la conoce?

Vi que continuaba perplejo por nuestras relaciones.

—No somos amigas en realidad —respondí—. Me paga. Me está enseñando las obligaciones de eso que llaman señora de compañía. Me da, además, noventa libras al año.

—No sabía que pudiera comprarse la compañía —dijo—, y me parece una idea primitiva. Me recuerda un mercado de esclavos.

—Una vez busqué en el diccionario la palabra «compañero»
[*]
y decía: «Un compañero es un amigo íntimo».

—Pero usted tiene pocas cosas en común con ella —dijo.

Rió y cambió su expresión por completo. Parecía más joven, más natural.

—¿Por qué la acompaña usted? —preguntó.

—Noventa libras es mucho dinero para mí.

—¿No tiene usted familia?

—No…, todos han muerto.

—Su apellido es muy poco corriente y encantador.

—Mi padre era un hombre poco corriente, y encantador…

—Hábleme de él —dijo.

Le miré por encima de mi vaso de limonada. No era fácil describir a mi padre y, en general, nunca hablaba de él. Era algo mío, como un secreto de mi propiedad, y lo guardaba para mí como mi compañero de mesa cuidaba de Manderley para él. No entraba en mis planes sacarlo a relucir por casualidad en la mesa de un hotel de Montecarlo.

Aquella comida tuvo algo irreal, y si pienso en ella la veo rodeada de un nimbo extraño. Yo, apenas una colegiala, que el día antes había estado sentada, modosa, recatada, muda, con la señora Van Hopper, a las veinticuatro horas publicaba la historia íntima de mi familia, compartiéndola con un desconocido. Por razones ignoradas, me sentía impelida a hablar, acaso porque sus ojos, los ojos del Caballero Desconocido, me miraban comprensivos.

Me desprendí de mi timidez, y al mismo tiempo se me soltó la lengua. Y fueron surgiendo todos los pueriles secretos de mi infancia, sus penas y alegrías. Me escuchaba como si lo comprendiese todo, a pesar de describirlo yo tan mal; la vibrante personalidad de mi padre, el amor que mi madre había sentido por él, un amor que llegó a ser algo vivo, una fuerza vital, con una chispa divina en su naturaleza, tanto que, cuando durante aquel crudo invierno murió él de una pulmonía, mi madre luchó durante cinco semanas y luego fue a reunirse con él. Callé un poco, sin aliento, asombrada de mí misma. Se había llenado el comedor de gente que reía y alborotaba sobre el fondo de una orquesta y acompañada del ruido de los platos. Cuando miré el reloj, vi que eran las dos. Habíamos estado allí sentados una hora y media, y yo sola había mantenido la conversación.

Volví de golpe a la realidad, avergonzada, con las manos ardorosas, la cara encendida, y comencé a balbucir excusas. Pero no quiso escucharme.

—Cuando empezamos a comer le dije que tenía un nombre poco corriente y encantador. Ahora, si me lo permite, añadiré que le sienta a usted tan bien como debió de sentarle a su padre. Hace mucho tiempo que no había gozado de una hora tan deliciosa como la que acabo de pasar con usted. Me ha hecho olvidarme de mí mismo, de mi decaimiento, de mis introspecciones, demonios que me acompañan desde hace un año.

Le miré y me pareció que decía la verdad; estaba menos abstraído, más normal, más humano, menos sombrío.

—¿Sabe una cosa? —continuó—. Tenemos los dos algo en común, algo que nos une. Los dos estamos solos en el mundo. Bueno…, yo tengo una hermana, pero nos vemos poco, y también una abuela, a quien voy a ver tres veces al año, por obligación; pero no puede decirse que ninguna de las dos me haga gran compañía. Voy a tener que felicitar a la señora Van Hopper. ¡Tenerla a usted por noventa libras al año es baratísimo!

—Pero usted tiene una casa, un hogar; yo no.

En cuanto dije esto me arrepentí, pues la expresión misteriosa, inescrutable, se reflejó en sus ojos de nuevo, y volví a sentir esa angustia intolerable que se apodera de uno cuando ha cometido una torpeza. Inclinó la cabeza para encender un cigarrillo, y no contestó enseguida.

—Una casa vacía puede resultar tan solitaria como un hotel lleno. Y lo malo es que resulta menos impersonal.

Dudó un instante y creí por un momento que, al fin, me iba a hablar de Manderley; pero algo le contuvo, una fuerza que se apoderaba de él y le vencía. Apagó la cerilla, y al mismo tiempo su arranque de confianza.

—De manera que va usted a descansar unos días de sus deberes de «amiga íntima», ¿no? —hablaba con llaneza, estableciendo como una camaradería entre los dos—. ¿Y cómo va usted a pasar estas vacaciones?

Pensé en la plazuela de Mónaco, empedrada con guijarros, y en la casa de la ventana estrecha. Podría llegar allí a eso de las tres, con mi libro de apuntes y mi lápiz, y así se lo dije, un poco avergonzada, como todos los que se apasionan por algo en lo que no sobresalen.

—La llevaré en el coche —dijo, y fue inútil protestar.

Me vino a la memoria el consejo que me dio la noche antes la señora Van Hopper acerca de la inconveniencia de mostrarme demasiado franca, y me molestó que pudiera él pensar que cuando hablé de Mónaco lo hice para provocar su ofrecimiento de llevarme en automóvil. Era exactamente lo que se le hubiera ocurrido hacer a mi consejera de la víspera, yo no quería de ningún modo que él nos considerara iguales. Por sólo haber comido con él ya había yo ascendido de categoría, pues en cuanto nos levantamos de la mesa, el diminuto
maître
se apresuró a retirarme la silla. Se inclinó sonriente —lo que ya se apartaba por completo de su corriente actitud de indiferencia glacial—, recogió del suelo el pañuelo que se me había caído, y expresó su deseo de que la comida hubiera sido de mi gusto. Hasta el botones de la puerta giratoria me miró respetuosamente. Mi acompañante, claro está, aceptó aquellas deferencias como cosas naturales; pero es que él no sabía lo de los fiambres del día anterior. El camino me resultó deprimente, y sentí lástima de mí misma. Me acordaba de mi padre, de su desprecio por todo lo que fuera superficial y esnob.

—¿En qué piensa?

Íbamos andando por el pasillo hacia el vestíbulo, y cuando alcé la cabeza vi que me estaba mirando con curiosidad.

—¿Le ha molestado algo? —preguntó.

Las inusitadas atenciones del
maître
habían suscitado en mí toda una cadena de pensamientos, y mientras tomábamos café le conté lo que me había pasado con Blaize, la costurera.

La señora Van Hopper le había encargado tres vestidos, lo que le causó evidente alegría. Más tarde, cuando la acompañé hasta el ascensor, me la imaginé trabajando en ellos en su salita, en la parte trasera de la pequeña y mal ventilada tienda, junto a un hijo tísico que se consumía echado en un sofá. La veía rodeada de recortes de tela, enhebrando las agujas con ojos cansados.

—Y qué —dijo él sonriendo—, ¿se ajustaba ese cuadro a la realidad?

—No lo sé —respondí—. No he tenido ocasión de saberlo.

Y le conté cómo, cuando empujé el botón de llamada del ascensor, ella buscó un momento en el bolso y me alargó un billete de cien francos.

—Tome —dijo cuchicheando, con desagradable tono de complicidad—; tome este pequeño regalo por haberme traído a su señora a la tienda.

Cuando, roja de vergüenza, me negué a aceptarlo, se encogió de hombros y añadió:

—Como quiera, pero le aseguro que es lo corriente. ¿Es que prefiere un vestido? Venga un día a la tienda, sin
madame
, y ya buscaremos algo para usted, sin que le cueste nada.

No sé por qué, pero había experimentado la misma sensación desagradable y malsana que cuando de niña hojeaba un libro prohibido. Se desvaneció la visión del hijo enfermo, y en su lugar se me apareció la imagen de lo que yo hubiera podido hacer, de ser de otra manera: guardarme el grasiento billete con una sonrisa complacida, y tal vez haber ido un día a la chita callando a la tienda de Blaize para salir de allí con un traje gratis.

Supuse que se reiría de aquella historia inane que le había contado no sé por qué, pero se quedó mirándome, pensativo, mientras removía el café.

—Me parece que ha cometido usted un error —dijo al cabo de un momento.

—¿Por no haber aceptado los cien francos? —le pregunté asqueada.

—No, no, ¡qué disparate! ¿Qué opinión tiene de mí? Creo que ha cometido un error al venir aquí, al unirse a la señora Van Hopper. Usted no sirve para esas cosas. Ante todo, usted es demasiado joven y demasiado impresionable. Blaize y su propina…, eso no tiene importancia. Únicamente por ser el primero, al que seguirían muchos incidentes parecidos con otras Blaize. Y, o da su brazo a torcer y se convierte en una especie de Blaize usted misma, o sigue siendo como es, y entonces acabará destrozada. Para empezar, ¿quién le aconsejó que aceptara el puesto que tiene?

No sé, pero parecía lo más natural del mundo que me preguntase esas cosas, y no me importó nada. Era como si ya hiciera mucho tiempo que nos conociéramos y nos hubiésemos encontrado después de una separación de varios años.

—¿Se le ha ocurrido pensar en el futuro? —preguntó— ¿En lo que la espera si continúa así? ¿Qué ocurrirá si a la señora Van Hopper se le antoja de repente cansarse de su «amiga del corazón»?

Sonreí y le dije que no me preocupaba gran cosa. Encontraría otras señoras Van Hopper. Era joven, llena de salud y de ánimos. Pero aun antes de acabar de hablar pensé en esos anuncios frecuentes en las revistas elegantes, en las que una sociedad filantrópica pide auxilio en nombre de muchachas jóvenes que se encuentran en circunstancias apuradas. Pensé en la clase de pensiones que contestan a esos anuncios y ofrecen asilo provisional, y me vi, cuaderno de dibujo en mano, sin preparación técnica alguna, balbuciendo respuestas a las secas preguntas de los adustos agentes de colocaciones. ¡Tal vez hubiera debido aceptar el diez por ciento que Blaize me había ofrecido!

—¿Cuántos años tiene usted? —me preguntó, y cuando se lo dije, se levantó riendo de la silla—. Aún recuerdo lo que es tener esa edad. Se es cabezón, muy cabezón, y una legión de demonios no la harían asustarse del porvenir. ¡Ande, ande! Suba por el sombrero, mientras digo que me traigan el coche a la puerta.

Me acompañó hasta el ascensor, y me vino a la memoria el día anterior, la incansable lengua de la señora Van Hopper, la fría contestación de nuestro acompañante. Le había juzgado mal. No era ni estirado ni sarcástico. En un día se había convertido en un amigo de muchos años, en el hermano que nunca tuve. Me encontraba de muy buen humor aquella tarde de la que tan bien me acuerdo. Me parece estar viendo el cielo adornado con los rizos vaporosos de las nubecillas, y el alegre mar de blanca espuma. Aún siento en la cara el viento, y oigo mi risa y el eco de la suya. No era aquél el Montecarlo que conocía, o puede que lo cierto sea que le encontraba un encanto nuevo. Brillaba con una luz nueva, y hasta entonces lo había mirado con ojos empañados. El puerto se movía juguetón, lleno de inquietos barquichuelos de papel; los marineros del muelle estaban joviales, sonrientes, alegres como la brisa. Pasamos el yate, tan grato a la señora Van Hopper debido a su ducal propietario, con un gesto de indiferencia dedicado a sus metales refulgentes; nos miramos y reímos. Me acuerdo del traje que llevaba yo como si lo tuviera puesto ahora mismo: cómodo, de franela y que me sentaba mal, con la falda algo más clara que la chaqueta, por haber sido usada con mayor frecuencia; un sombrero algo raído, demasiado ancho de alas, y unos zapatos sin tacón, atados con una tira. En la mano, descuidada, llevaba agarrados un par de guantes. Nunca había parecido tan joven, y nunca me había sentido tan mayor. Ni me acordaba de la señora Van Hopper y su gripe. Había olvidado las partidas de bridge y sus cócteles, y al mismo tiempo mi humilde condición.

Era una persona importante; una persona adulta, al fin. Aquella chiquilla que, torturada por su timidez, solía permanecer de pie ante la puerta de un salón, retorciendo un pañuelo entre las manos, escuchando ese rumor de las conversaciones, tan amedrentador para quien ha de entrar en una habitación llena de gente, se la había llevado la brisa aquella tarde. Era una infeliz, y si pensaba en ella, lo hacía con menosprecio.

Soplaba demasiado recio el viento para poder dibujar; sus alegres ráfagas jugaban en las esquinas de mi empedrada plazuela, y volvimos al coche y fuimos no sé adónde. Subía la carretera por los montes, incansable; y nosotros, en el coche, con ella, dando vueltas y más vueltas en las alturas, como un pájaro en el aire. Muy distinto era aquel coche del que había alquilado la señora Van Hopper para la temporada; un Daimler cuadrado, antiguo, en el que íbamos hasta Menton las tardes buenas, yo sentada en la bigotera, de espaldas al conductor, teniendo que estirar el cuello si quería ver el paisaje. El que nos llevaba entonces tenía para mí las alas de Mercurio. Subíamos sin cesar, más y más, a una velocidad peligrosa; pero el peligro me gustaba, por ser nuevo para mí y por ser yo joven.

Me acuerdo de que una vez solté una carcajada, y el viento se llevó mi risa. Le miré, y me di cuenta de que él ya no reía; estaba otra vez callado, absorto en sus pensamientos, el mismo de ayer, envuelto en su secreto.

También vi que ya el coche no podía seguir ascendiendo, pues habíamos llegado a la cima, y bajo nosotros discurría la carretera por la que habíamos venido, escarpada y vacía. Paró el coche y observé que una de las orillas del camino estaba formada por un precipicio cortado a pico que se arrojaba a un vacío de acaso setecientos metros. Bajamos del coche y miramos el panorama que se extendía bajo nuestros pies. Esto, por fin, me serenó. El coche había parado a menos de la mitad del largo precipicio. El mar, como un mapa arrugado, se extendía hasta el horizonte y lamía la línea, muy marcada, de la costa; las casas parecían conchas blancas pegadas a las paredes de una gruta redonda, perforada en algunos puntos por un gran sol anaranjado. Aquel sol era distinto, era otro, y nuestro silencio le hacía todavía más adusto, más severo. Nuestra tarde había cambiado; ya no tenía aquella vaporosa ligereza de antes. Cesó el viento y refrescó inesperadamente.

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