Tiene una paciencia admirable y nunca se queja; ni siquiera cuando se acuerda…, lo cual ocurre, me parece, con más frecuencia de lo que él quisiera darme a entender.
Lo noto, porque algunas veces se queda de repente como perdido y ensimismado; se borra la expresión encantadora de su cara, como si una mano invisible se la hubiera robado, y en su lugar aparece una máscara, esculpida, rígida, helada, siempre bella, pero sin vida. Comienza a fumar cigarrillo tras cigarrillo, sin molestarse en apagarlos, y las colillas, encendidas aún, van cayendo al suelo como pétalos. Empieza a hablar deprisa y con pasión acerca de cualquier cosa sin importancia, aferrándose al tema, como si fuera remedio seguro contra todo dolor. Creo que existe una teoría según la cual el dolor purifica y fortalece a hombres y mujeres, y que añade que, para perfeccionarse, tanto en este mundo como en el otro, es necesario pasar por la prueba del fuego. Pues aunque suene irónico, eso es lo que hemos hecho nosotros plenamente. Los dos hemos conocido el terror y la soledad y la angustia más intensa. Claro que, antes o después, a todos nos llega en esta vida un momento de prueba. Cada uno de nosotros tiene un demonio propio que nos persigue y atormenta, y al final hemos de luchar contra él. Nosotros hemos vencido al nuestro, o así lo creemos.
Ya no nos persigue. Hemos salido vencedores de la prueba, aunque no hayamos escapado ilesos. Él siempre presintió la vecindad del desastre, y con motivo. Hoy podría decir, como cualquier pobre actriz en una obra truculenta, que «hemos satisfecho el precio de nuestra libertad». Pero yo he conocido durante mi vida demasiadas situaciones melodramáticas, y daría con gusto mis cinco sentidos para asegurar la paz y la tranquilidad de que gozamos ahora. La felicidad no es un bien que puede atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo. No es que algunas veces no nos sintamos deprimidos; pero también conocemos momentos que escapan al reloj y se hacen eternos; y entonces, cuando observo su sonrisa, sé que estamos juntos, que caminamos de acuerdo, sin que ningún conflicto de opinión o pensamiento pueda separarnos.
Nada nos ocultamos. Todo lo compartimos. Es verdad que este hotelito es aburrido, y la comida no vale nada, y que pasan los días con repetida monotonía, pero no deseamos otra cosa. En cualquiera de los grandes hoteles nos encontraríamos con demasiados de sus conocidos. A los dos nos gusta lo sencillo, y si algunas veces nos aburrimos, pensamos que el aburrimiento es un buen antídoto contra el terror. La rutina gobierna nuestras vidas; resulta que yo, ¡quién lo iba a decir!, leo muy bien en voz alta. La única cosa que le impacienta es que se retrase el cartero, pues eso quiere decir que tendremos que esperar otro día antes de recibir noticias de Inglaterra. Hemos intentado la radio, pero el ruido nos irrita, y preferimos ir acumulando nuestra expectación; el resultado de un partido de críquet celebrado hace muchos días conserva todo su gran interés para nosotros.
Hemos luchado contra el tedio, interesándonos por los resultados obtenidos por cualquier equipo extranjero de críquet, en las veladas de boxeo y hasta en los campeonatos de billar. Las finales entre los equipos de varios colegios, las carreras de galgos, las curiosas y modestas competiciones de dos condados remotos…, todo es comida sabrosa para nuestro excelente apetito. Algunas veces caen en mis manos unos números atrasados de
Field
y me encuentro transportada repentinamente desde esta isla insulsa a las realidades de la primavera en Inglaterra. Veo sus arroyuelos, los brillantes insectos de mayo, los verdes valles donde crecen las acederas, las cornejas que vuelan por encima de mi cabeza, en círculos, como lo hacían en Manderley. Aquellas páginas manoseadas y rotas me traen el perfume de la tierra mojada, el acre gustillo de la turba de los marjales, la sensación del musgo jugoso, manchado de blanco por las garzas.
Una vez me encontré con un artículo sobre palomas torcaces, y conforme lo leía en voz alta, me pareció estar otra vez en el oscuro parque de Manderley, mientras las palomas revoloteaban por encima de mí. Escuché de nuevo su arrullo, suave y complacido, tan agradable y fresco en las tardes calurosas del verano; nada alteraría la paz hasta que Jasper llegase brincando por entre las matas, buscándome, con su húmedo hocico pegado al suelo. Las palomas, como corro de viejas sorprendidas durante sus abluciones, alzaban el vuelo desde sus escondrijos, con ridículos aspavientos, y se alejaban batiendo ruidosamente el aire con las alas, hasta desaparecer entre los copudos árboles. Volvía entonces a reinar el silencio en aquella soledad, y yo, inquieta sin motivo, me daba cuenta de que el sol había cesado de trazar sus arabescos sobre las hojas rumorosas, que las ramas se habían vuelto oscuras y las sombras más largas. De vuelta a casa encontraríamos frambuesas frescas para el té. Me levantaba de mi tálamo de helechos, sacudiéndome la falda del polvillo de las hojas del año anterior, y silbando a Jasper, emprendía el camino de la casa, avergonzándome, según andaba, de mis rápidos pasos, de aquella mirada que echaba a hurtadillas hacia atrás.
¡Qué raro que un artículo sobre las palomas torcaces pudiera recordarme tan vivamente el pasado, hasta el punto de hacerme temblar la voz al leerlo en voz alta! Callé de pronto al ver la palidez de su rostro, y comencé a pasar las hojas rápidamente hasta dar con una crónica corriente y aburrida acerca de un partido de críquet: la descripción de cómo el equipo de Middlesex había ido acumulando tantos en el campo del Oval un día en que el terreno estaba seco y duro
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. Bendije a aquellos jugadores calmosos, con sus pantalones de franela, pues al cabo de unos minutos vi que él volvía a tener una expresión tranquila, le había vuelto el color a la cara y había comenzado a criticar con simpática irritación la técnica de ataque del equipo de Surrey.
Nos habíamos librado de caer en el pasado, y yo me aprendí la lección: leer noticias de Inglaterra, eso sí, de deportes, de política, de sociedad; pero callar todo lo que pudiera ser causa de sufrimiento. Los colores, los perfumes, los ruidos, la lluvia y el beso de las aguas, hasta las neblinas otoñales y el aroma de la pleamar, son recuerdos de Manderley que no podremos olvidar. Hay quien tiene el vicio de leer las guías de ferrocarriles. Proyectar viajes interminables a través del país, sólo por el gusto de calcular transbordos inverosímiles. Mi manía es menos tediosa, aunque puede que igual de rara. Soy una fuente inagotable de datos acerca de la vida de campo inglesa. Sé de memoria quién es el dueño de cada coto, y hasta quiénes son los arrendatarios. Sé cuántos faisanes, cuántas perdices, cuántos venados se cobran. Sé dónde abunda la trucha y dónde salta el salmón. Voy a todas las cacerías de zorros, y no hay batida a la que no asista. Me son conocidos hasta los nombres de los entrenadores de sabuesos jóvenes. El estado de las cosechas, el precio del ganado cebado, las misteriosas enfermedades de los cerdos, todo me divierte. Tal vez sea ésta una manera tonta de pasar el tiempo, y no muy intelectual, pero me trae un poco del aire de Inglaterra, y luego puedo mirar con más serenidad este cielo cegador.
Estos viñedos achaparrados, estas pedrizas tremendas, ¿qué importan? Si quiero, puedo dar rienda suelta a la imaginación e irme a coger las dedaleras y las collejas descoloridas que crecen junto a los setos húmedos.
¡Pobres caprichos de la imaginación, tiernos y delicados! Son los enemigos de la amargura y del pesar, y endulzan la soledad que nos hemos impuesto.
Gracias a ella puedo gozar de las tardes y volver sonriendo y descansada para asistir al pequeño ritual del té. El orden no varía nunca. Dos rebanadas de pan con mantequilla cada uno, y té de la China. ¡Qué tozudos deben creernos los demás al vernos aferrados a las costumbres que tuvimos en Inglaterra! Aquí, en esta limpia terraza, blanca e impersonal, con sus siglos de sol, recuerdo las tardes de Manderley a las cuatro y media, con la mesa arrimada al fuego de la biblioteca. Se abría la puerta puntualmente, al minuto, y comenzaba la ceremonia, siempre igual, de poner la mesa para el té; la bandeja de plata, el agua caliente, el mantel como la nieve. Y Jasper, con las orejas caídas, intentando mirar con indiferencia la llegada de los pasteles. Todos los días, sin falta, se nos ofrecía aquel festín y, sin embargo, ¡qué poco comíamos!
Me parece que estoy viendo aquellos bollos calientes, hechos a la plancha, chorreando mantequilla. Y las diminutas tostadas, y los bizcochos de cebada, calentitos, harinosos. Emparedados de no sé qué cosas, de sabor misterioso y riquísimo; y no hay que olvidar el delicioso pan de especias ni el bizcocho llamado «de ángel», que se deshacía en la boca, o aquel otro más sólido, cuajado de pasitas y limón. Lo bastante para dar de comer a una familia hambrienta durante una semana. Nunca llegué a saber qué hacían luego con todo aquello, y el derroche llegó a preocuparme algunas veces.
Pero jamás me atreví a preguntar a la señora Danvers lo que hacía con aquellas cosas. Me hubiera mirado desdeñosamente, con su sonrisa helada, de superioridad, y me imagino oírla diciéndome:
—Mientras vivió «la señora», nunca hubo motivo de queja.
¿Qué será de la señora Danvers? ¿Y de Favell? Creo que fue la expresión de su cara la que me hizo experimentar mi primera sensación de intranquilidad. Me hizo pensar instintivamente: «Me está comparando con Rebeca», y se interpuso entre nosotras una sombra fría como una espada de agudo filo.
Ya acabó aquello, ya ha pasado. Cesó mi tormento y los dos somos libres. Hasta mi fiel Jasper se ha ido al paraíso de los perros, y ya no existe Manderley. Allí está, como un cascarón vacío, entre la maleza y los bosques, tal como vi en mi sueño. Una masa de hierbajos, un refugio para pájaros. Puede que algunas veces llegue hasta él un vagabundo buscando cobijo durante un aguacero, y, si es hombre decidido, podrá pasear por el parque sin que nadie se lo impida. Pero el tímido y el nervioso cazador furtivo harán bien en evitar los bosques de Manderley. Podrían llegar sin darse cuenta a la casita de la playa, sobre cuyo tejado repiquetearía la lluvia, y poco descanso encontrarían en aquel lugar. Puede que el ambiente allí sea aún algo angustioso… Y aquel recodo del camino, donde los árboles casi cierran el paso…. ¡no, no!, tampoco es buen sitio aquel para detenerse cuando ya se haya puesto el sol. El susurro de las hojas parece el de las faldas de seda de una mujer que se moviera furtivamente; y cuando tiemblan las ramas y caen las hojas desparramándose, bien pudiera creerse que es el eco de precipitados pasos femeninos. Y aquellas marcas del camino parecen hechas por el tacón de un escarpín de raso.
Cuando me vienen a la memoria estas cosas, busco consuelo en la vista desde nuestro balcón. En esta luz intensa y brillante no puede haber sombras; los viñedos pedregosos relucen bajo el sol y las buganvillas están polvorientas. Puede que algún día llegue a tomarle cariño a este sitio. Por ahora, si no me inspira afecto, por lo menos me da confianza. Y la confianza es algo que aprecio mucho, aunque me haya llegado algo tarde. Supongo que lo que, por fin, me ha hecho decidida, es ver hasta qué punto él depende de mí. Por lo menos, ya me he librado de aquel apocamiento, de la timidez y cortedad ante un extraño. Hoy soy muy distinta a aquella persona que llegó por primera vez a Manderley en automóvil, llena de esperanzas e ilusión, con la desventaja de una torpeza irremediable y llena de deseos de agradar. Claro, no era sino mi falta de aplomo lo que solía causar tan mala impresión a gente como la señora Danvers. ¿Cómo le parecería yo, después de haber conocido a Rebeca? Me veo tal y como yo era entonces, salvando con la memoria, como por un puente, el abismo de los años, con el pelo lacio, corto, una chiquilla de cara sin afeites, vestida con un traje sastre, que me sentaba muy mal, y un jersey que yo misma me había hecho, y siguiendo a la señora Van Hopper como un potro asustadizo y desgarbado. Entraba ella siempre a comer antes que yo, balanceando con apuros sobre los tacones su cuerpo regordete, con una blusa complicada y llena de encajes, justo homenaje a sus senos abultados, y moviendo las caderas; su sombrero nuevo, atravesado por una pluma enorme, lo llevaba inclinado hacia un lado, dejando ver la ancha frente, tan desnuda como las rodillas de un colegial. En una mano llevaba un bolso gigantesco, en el que se mezclaban pasaportes, libros de notas y tacos de contabilidad de bridge, y con la otra jugaba con los inevitables impertinentes, implacables enemigos de la intimidad ajena.
Se dirigía a su acostumbrada mesa, en un rincón del comedor, cerca de la ventana, y colocándose los impertinentes ante los ojillos porcinos, miraba a derecha e izquierda, dejándolos caer luego, pendientes de su cinta negra, mientras lanzaba una exclamación de contrariedad:
—¡Ni una persona conocida! ¡Voy a tener que pedir que me rebajen la cuenta. ¿A qué se creerán que vengo yo aquí? ¿A mirar a los botones?
Y llamaba al camarero, con su voz aguda y muy marcada, que cortaba el silencio como una sierra.
¡Qué distinto el comedorcito en que hemos estado hoy de aquel otro, ornamentado y ostentoso, del Hotel Côte d’Azur, de Montecarlo! ¡Y qué diferente mi compañero de ahora, cuando sus manos firmes y bien formadas pelan una mandarina tranquilamente, metódicamente, alzando de vez en cuando la vista para sonreírme, de aquella señora Van Hopper, con sus dedos gordezuelos y llenos de sortijas, revolviendo en el plato colmado de raviolis, lanzando una rápida mirada de su plato al mío para ver si yo había elegido mejor que ella! No valía la pena de que se hubiera molestado, pues el camarero, con esa milagrosa rapidez de los de su oficio, hacía tiempo que se había dado cuenta de mi categoría inferior, subordinada, y había colocado ante mí un plato de lengua y jamón que alguien había rechazado hacía una hora por mal trinchado. ¡Es curioso ese resentimiento, ese evidente antagonismo de los criados! Me acuerdo de una vez que estuve con la señora Van Hopper invitada en una casa en el campo, y la criada jamás acudía a mis tímidas llamadas ni me traía los zapatos, y cuando me servía el té por la mañana, lo dejaba ante la puerta de mi cuarto, helado. Lo mismo ocurría en el Hotel Côte d’Azur, aunque más disimuladamente; algunas veces, la estudiada indiferencia llegaba a convertirse en una familiaridad sonriente y ofensiva, que me hacía rehuir como prueba penosa hasta el comprar unos sellos al empleado del mostrador de recepción. ¡Qué joven, qué inexperta debía parecerles! ¡Y lo peor es que hasta yo misma me sentía así! Era demasiado susceptible, demasiado suspicaz, y muchas palabras dichas sin intención se me antojaban hirientes y punzantes.