Las visitas demostraban su generosidad mandando flores, y los jarrones se sucedían los unos a los otros, sin orden ni concierto; junto a las exóticas flores de invernadero, unas ramas de mimosa, y encima, dominando la situación, un cofrecillo de tres bandejas repleto de frutas escarchadas. Luego llegarían los amigos a tomar el aperitivo, y yo tendría que prepararlo, odiando mis obligaciones, tímida e incómoda en un rincón, abrumada por su parloteo de cotorras, y una vez más sería yo el cabeza de turco que recibiera los azotes que otro mereció, cuando, animada por sus amigotes, se incorporase en la cama y hablase a voces, riese sin parar, alcanzase el fonógrafo de viaje y comenzase a poner un disco, agitando sus hombros carnosos al compás de la música. La prefería cuando estaba irritada y brusca, sujeto el pelo con horquillas y regañándome porque se me había olvidado el Taxol. Eso era lo que me esperaba en el hotel, mientras él, una vez que me dejara a la puerta, se alejaría solo, acaso hacia el mar, recibiendo en el rostro la caricia del viento, siguiendo al sol. Y puede que se sumiera en la contemplación de aquellos recuerdos, de los que yo nada sabía, que yo no podía compartir; se alejaría por la senda de los años pasados.
El abismo que nos separaba era más profundo que nunca. Allí, al otro lado, estaba él, lejos de mí, vuelto de espaldas. Me sentí muy niña, muy pequeña y muy sola, y entonces, a pesar de mi orgullo, cogí su pañuelo y me soné, alzando luego la cara al viento. Mi aspecto lamentable, ¿qué importaba ya?
—¡Vaya todo al… demonio! —dijo de repente, entre enojado y aburrido, y me atrajo hacia él, rodeándome los hombros con su brazo sin dejar de mirar a la carretera, conservando la mano derecha sobre el volante. Me acuerdo que conducía aún más deprisa que antes. Sin mirarme, continuó—. Es usted lo bastante joven para poder ser mi hija, y no sé cómo debo tratarla.
Formaba la carretera un recodo estrecho y tuvo que hacer un rápido viraje para no pillar a un perro. Creí que iba a soltarme, pero continuó reteniéndome junto a él, y cuando, pasada la curva, volvió la carretera a ser recta, tampoco me soltó.
—Olvida todo lo que te he dicho esta mañana. Todo eso está muerto y enterrado. No vuelvas a pensar en ello. En casa me llaman siempre Maxim, y quisiera que tú hicieras lo mismo. Bastante etiqueta has gastado ya conmigo.
Cogió el sombrero por el ala, me lo quitó y lo tiró al asiento de atrás, y entonces se inclinó hacia mí y me besó en la cabeza.
—Prométeme que nunca te vestirás de seda negra.
Sonreí entonces, y él me hizo eco con su risa, y volvió a la mañana su alegría, volvió la mañana a brillar. Ya me importaba un bledo la señora Van Hopper y la larga tarde. Pasaría pronto y llegaría la noche, y luego… mañana. Me sentía segura de mí misma, segura hasta la petulancia, jubilosa. En aquel momento casi me encontraba con valor de reclamar la absoluta igualdad. Me veía a mí misma entrando con naturalidad en el cuarto de la señora Van Hopper, algo retrasada para el
bezique
, y cuando me preguntara el motivo respondería disimulando un bostezo: «Se me pasó la hora. He estado comiendo con Maxim».
Era aún tan niña que me parecía un triunfo llamar a alguien por el nombre de pila, aunque él me había llamado a mí por el mío desde el primer instante. A pesar de sus momentos de amargura, aquella mañana me había elevado a un nuevo plano de intimidad; no estaba tan lejos de él como había pensado. Me había dado un beso con naturalidad, un beso reconfortante y tranquilo. No dramático como en las novelas. No embarazoso. Al fin y al cabo, habíamos tendido un puente sobre el abismo que nos separaba. Le iba a llamar Maxim.
Ya no me pareció tan tediosa la partida de
bezique
de aquella tarde con la señora Van Hopper, aunque me faltó valor para decirle cómo había pasado la mañana. Cuando, terminada la partida, reunió las cartas y cogió el estuche para guardarlas, me dijo, sin dar importancia a la pregunta:
—Oye, ¿está Max de Winter todavía en el hotel?
Dudé un momento, como el nadador antes de zambullirse, perdí la serenidad y el dominio de mí misma tan penosamente conseguido y dije:
—Sí…, creo que sí…, acude al comedor.
¡Alguien se lo ha contado todo!, pensé; alguien que nos ha visto juntos, o el profesor de tenis que ha venido a quejarse, o el director del hotel que le ha mandado una nota… Y esperé su acometida. Pero continuó guardando las cartas en el estuche, bostezando ligeramente, mientras yo arreglaba la cama. Le di la polvera, la pastilla de colorete y la barrita de labios, dejó el estuche de las cartas y cogió de la mesita de noche el espejo de mano.
—Es un hombre interesante —dijo—, pero con un temperamento extraño, y debe de ser difícil intimar con él. Yo creí que aquel día que estuvimos hablando en el vestíbulo tendría la delicadeza de invitarme a Manderley; pero estuvo muy seco.
No dije nada. La vi coger la barrita de los labios y pintarse la boca de expresión dura en forma de arco.
—Yo no la vi nunca —continuó, sosteniendo el espejo a alguna distancia para apreciar el efecto—, pero tengo entendido que era muy guapa. Se vestía exquisitamente y sobresalía en todo. Solían dar unas fiestas tremendas en Manderley. Todo ocurrió de repente, y fue una verdadera tragedia. Parece que él la adoraba. Con este rojo tan brillante necesito unos polvos más oscuros. ¿Me los quieres traer y guardar esta caja en el cajón?
Así estuvimos ocupadas con polvos, perfumes y coloretes, hasta que sonó el timbre y comenzaron a llegar sus amigos. Les pasé las copas de aperitivo, apagada, hablando poco; cambiando los discos del fonógrafo y tirando las colillas.
—Y qué, ¿hemos dibujado mucho en estos días, señorita?
Me acuerdo de la forzada, condescendiente amabilidad del banquero, con su monóculo colgado de su cordón y de mi sonrisa de pretendida amabilidad, cuando contesté:
—No; en estos días, no. ¿Quiere usted otro cigarrillo?
Pero verdaderamente no fui yo la que contestó, porque yo no estaba allí. Mentalmente estaba persiguiendo a un fantasma, cuya confusa forma había ido precisándose al fin. Las facciones aún se presentaban borrosas, el color de manera vaga, la expresión de los ojos y el aspecto de su cabellera eran aún inciertos.
Tenía esa belleza que perdura y una sonrisa inolvidable. Su voz aún resonaba en algún lugar y sus palabras vivían en el recuerdo. Aún quedaban los lugares que había visitado, las cosas que tocó. Tal vez existiera un armario lleno de sus trajes, todavía perfumados. Allá, en mi cuarto, debajo de la almohada, había un libro que ella había tenido en las manos, y yo me la imaginaba abriéndolo por la primera página, sonriendo mientras escribía, sacudiendo la pluma: «A Max, de Rebeca». Seguramente se lo regaló por su cumpleaños, y lo habría puesto en la mesa, entre los demás regalos a la hora del desayuno. ¡Cómo reirían juntos mientras él quitaba la cuerda y rompía el papel del paquete! Tal vez ella estuviera detrás de él, mirándole, mientras leía la dedicatoria. Max. Le llamaba Max. Sonaba íntimo, alegre, fácil de decir. La familia podía llamarle Maxim si quería. Las abuelas y las tías, y la gente como yo, callada, tranquila, joven gente sin importancia. Pero había elegido «Max», la palabra era suya; y la había escrito con firmeza en aquella hoja del libro. ¡Aquella decidida letra, inclinada, hiriendo el papel blanco, símbolo de quien la escribió! ¡Tan segura, tan convincente!
¡Cuántas veces le habría escrito, y en cuántas ocasiones diferentes!
Noticias garrapateadas sobre media cuartilla; y cartas, cuando él estaba ausente, página tras página, íntimas, con las noticias privadas «de ellos». Su voz, resonando en la casa, en el jardín, despreocupada y familiar, como aquella dedicatoria del libro.
Y yo tenía que llamarle Maxim.
P
REPARANDO las maletas. Incómodas preocupaciones de la partida. Llaves que se extravían, etiquetas por escribir, pedazos de papel de seda por el suelo. ¡Cómo me molesta! Incluso ahora, después de haberlo hecho tantas veces; cuando vivo, como quien dice, con las maletas a cuestas. Incluso hoy, cuando el cerrar los cajones y el abrir los armarios de los hoteles, o vaciar las estanterías impersonales de los chalés amueblados es sencillamente una cuestión de metódica rutina, siento cierta tristeza, como si perdiera algo. Hemos vivido aquí, hemos sido felices, aunque por poco tiempo, esto ha sido nuestro. Aunque sólo hayamos pasado dos noches bajo este techo, algo nuestro dejamos atrás. Nada material, desde luego, ni una horquilla sobre el tocador, ni un tubo vacío de aspirinas, ni un pañuelo olvidado bajo la almohada, sino algo indefinible, un momento de nuestra vida, un pensamiento, un estado de ánimo.
Esta casa nos cobijó, y entre estas paredes nos hemos querido, nos hemos hablado. Aquello fue ayer. Hoy seguimos nuestro camino, no la volveremos a ver, y por ello ya somos diferentes, hemos cambiado de modo imperceptible. Ya nunca volveremos a ser los mismos de antes. Cuando paramos para comer en un hotelito en la carretera y entro en un cuarto oscuro y extraño para lavarme las manos, el picaporte desconocido, las tiras de papel que cuelgan de las paredes, el espejo chiquitín y rajado encima del lavabo…, en ese momento, todo es mío, me pertenece. Se establece cierta intimidad entre esos objetos y yo. Eso es el presente. El pasado y el futuro no existen. Estoy allí, lavándome las manos, reflejada en el espejo roto, como suspendida en el tiempo. Ésa soy yo; este momento no pasará.
Abro entonces la puerta y voy al comedor, donde está él esperándome sentado a la mesa, y pienso que en aquel instante he envejecido, he continuado mi camino, he dado un paso más hacia un destino desconocido.
Sonreímos, elegimos la comida, hablamos de esto y de aquello, pero —me digo— ya no soy la que se separó de él hace cinco minutos. Aquélla se quedó atrás. Yo soy otra mujer más madura, mayor.
El otro día leí en un periódico que ha cambiado la dirección del Hotel Côte d’Azur de Montecarlo. Han decorado de nuevo las habitaciones y lo han cambiado todo. Tal vez las habitaciones de la señora Van Hopper en el primer piso ya no existan. Tal vez no queden ni señales del cuartito que yo ocupaba. Yo ya sabía que nunca volvería allí, aquel día en que arrodillada en el suelo trataba torpemente de arreglar la cerradura del baúl.
El episodio terminó cuando conseguí cerrarlo con llave. Miré por la ventana y parecía como si volviera la hoja de un álbum de fotografías. Aquellos tejados que veía ya no eran míos. Pertenecían al día de ayer, al pasado. Las habitaciones presentaban un aspecto vacío, despojadas de nuestras cosas, y todas ellas tenían un aire de ávida impaciencia, como si desearan que nos marchásemos pronto para recibir a los nuevos huéspedes, que llegarían mañana. El equipaje pesado estaba ya listo, atado con correas y cerrado con llave en el pasillo. Los bultos de mano los arreglaríamos más tarde. Los cestos de papeles rebosaban de cuentas y cartas rotas, de frascos de medicinas y de botes vacíos de maquillaje. Bostezaban los cajones; el escritorio estaba completamente vacío.
La mañana antes me había tirado una carta cuando le servía el café del desayuno diciendo:
—Helen embarca para Nueva York, el sábado. Su hija Nancy tiene un amago de apendicitis y le han telegrafiado para que vuelva. Eso me ha decidido. Nosotras nos vamos también. Ya estoy harta de Europa, y podemos volver a principios de otoño. ¿Te gusta la idea de conocer Nueva York?
Sólo imaginarlo me pareció peor que la cárcel. Mi cara debió de traicionar la congoja que sentía, pues la vi, primero, asombrarse, y luego poner una expresión de disgusto.
—¡Qué chiquilla más rara y más difícil eres! No llegaré nunca a comprenderte. ¿No te das cuenta que en mi país las muchachas de tu posición, sin dinero, lo pueden pasar muy bien? Muchachos a montones, y diversiones, las que quieras… Toda gente de tu clase. Puedes tener un grupito de amistades y no necesitarás estar como aquí, siempre pendiente de mí. Creí que no te gustaba Montecarlo.
—Me he acostumbrado —dije sin convicción, acongojada, mientras me bullían ideas contrarias en la cabeza.
—Pues ahora tendrás que acostumbrarte a Nueva York, eso es todo. Vamos a tomar el mismo barco que Helen, de manera que tenemos que sacar los billetes sin perder ni un minuto. Baja ahora mismo y a ver si consigues que ese joven del mostrador se mueva y sirva para algo. ¡Hoy vas a tener tanto quehacer, que no te va a quedar tiempo de llorar por Montecarlo! —sonó su risa desagradable y aplastando el cigarrillo en la mantequilla, se fue a telefonear a todos sus amigos.
No me encontraba capaz de bajar enseguida. Fui al cuarto de baño, cerré la puerta con llave, y me senté en la esterilla de corcho, la cabeza entre las manos. Al fin, había ocurrido lo que era de temer: había llegado el momento de la partida. Todo se acabó. Al día siguiente, por la noche, estaría en el tren, sujetando su joyerito y su manta como una doncella, y ella enfrente, sentada en el departamento del coche cama, con su sombrero grande atravesado por una pluma, arrebujada en el abrigo de pieles. Nos lavaríamos la cara y los dientes en aquel cuartucho de puertas rechinantes, el lavabo sucio, la toalla mojada, el jabón con un pelo pegado, la botella de agua a medio llenar, y aquel aviso inevitable en la pared:
Sous le levabo se trouve un vase
. Y mientras tanto, cada ruido, cada sacudida y vaivén del tren estrepitoso, me diría que los kilómetros me iban alejando de él, sentado solo en el comedor del hotel, en aquella mesa que yo conocía tan bien, leyendo un libro indiferente, sin pensar en nada.