Cuando, al fin, hablé, mi voz sonó poco natural: era la voz nerviosa de quien se encuentra intranquilo, preocupado.
—¿Conocía usted esto? ¿Ha estado usted antes aquí? —pregunté.
Me miró como si no me conociera, y comprendí con una punzada de alarma que me había olvidado por completo, quizá ya hacía mucho rato, y que él se encontraba tan perplejo y perdido en el laberinto de sus pensamientos alborotados, que yo no existía. Tenía la expresión de un sonámbulo, y pensé durante unos segundos que tal vez no fuera un ser normal, que estaba perturbado. Hay gente que padece unos ataques extraños —yo había oído hablar de ellos— y entonces obedecen a raros impulsos de los que nada es posible adivinar, moviéndose empujados por las confusas órdenes de su subconsciente. Acaso él fuera uno de ellos…, y allí estábamos los dos, a dos metros de la muerte.
—Se está haciendo tarde… ¿Quiere que volvamos? —le dije, pero la fingida naturalidad de mi voz, la sonrisa forzada, no hubieran engañado ni a un niño.
Pero le había juzgado mal, claro está; no le pasaba nada al fin y al cabo, pues en cuanto le hablé por segunda vez, despertó de su sueño y comenzó a disculparse. Supongo que yo me había puesto pálida y él lo notó.
—No tengo perdón… —dijo, cogiéndome del brazo, y apartándome del precipicio me llevó hacia el coche. Subimos a él y cerró de golpe la portezuela—. No tenga miedo —continuó—, no es tan difícil como parece dar la vuelta.
Y mientras yo, enferma de vértigo, me agarraba al asiento con las dos manos, comenzó a maniobrar con cuidado, con mucho cuidado, para no asustarme, hasta que quedó mirando el coche hacia la bajada de la carretera.
—Entonces…, sí que ha estado usted aquí antes —le dije, ya algo más tranquila, según el coche echaba a andar ciñéndose a las curvas de la estrecha carretera.
—Sí —contestó, y luego de una pausa añadió—. Pero hace muchos años. Quería ver si había cambiado.
—¿Y ha cambiado?
—No —respondió—; no ha cambiado nada.
Pensé, curiosa, en los motivos que podían haberle inducido a revivir el pasado, haciéndome testigo inconsciente de su estado de ánimo. ¿Qué abismo de años bostezaba entre él y aquel pasado? ¿Qué hechos, qué pensamientos, qué cambios? No lo quería saber; hubiera preferido no haber ido.
Bajábamos por la tortuosa carretera, sin contratiempos, callados. Una enorme cadena de nubes se alzaba por encima del sol poniente; el aire era frío, limpio. De repente, comenzó a hablarme de Manderley. No me dijo nada de su vida, ni una palabra acerca de sí mismo, pero me habló de cómo el sol se ponía allí, en las tardes de primavera, dejando prendido en el promontorio un nimbo de luz. El mar parecía de pizarra, aún frío tras el largo invierno, y desde la terraza se escuchaba el rumor de la marea que subía lavando la caleta. Los narcisos en flor se mecían en la brisa de la noche, con sus cabezas de oro sobre el pie esbelto de los tallos, y por muchos que se cortaran, no se notaría en sus filas, apretadas como las de un ejército que marchase hombro contra hombro. Más abajo de las praderas de césped había macizos de azafranes, amarillos, rosados y morados; pero para entonces ya habría pasado su época, y estarían marchitos, descoloridos, como las campanillas blancas. Las velloritas eran menos refinadas, más campechanas, y crecían en cualquier grieta, como las hierbas silvestres. Era aún demasiado pronto para los farolillos azulados, cuyos capullos estarían todavía escondidos bajo las hojas muertas del año anterior, pero cuando florecieran, eclipsando a las modestas violetas, ahogarían en su profusión hasta a los helechos del bosque y retarían con sus colores al mismo cielo.
No permitía que adornasen con ellas la casa, pues, colocadas en los floreros, pronto languidecían y se marchitaban. Para gozar por completo de sus encantos había que ir al bosque por la mañana, a eso de las doce, cuando el sol está en el cenit. Tenían un perfume como de humo, algo acre, como si fluyese por sus tallos una savia salvaje, penetrante y jugosa. El coger farolillos azules en el bosque era un acto de vandalismo, y por eso lo había prohibido en Manderley. Algunas veces, cuando iba en coche por el campo, había visto ciclistas con ramos de estas flores atados al manillar, marchitándose ya, con las cabezas pendiendo lánguidas de los tallos retorcidos, desnudos, repelentes.
La vellorita era más sufrida; aunque flor silvestre también, se acomodaba más fácilmente a la civilización, y era capaz de vivir sonriente y atildada en un tarro de dulce, colocado en el alféizar de la ventana de una humilde casita, algunas veces hasta una semana, si se le cambiaba el agua. Las flores silvestres no entraban jamás en Manderley. En el jardín cerrado se cultivaba toda clase de flores para el adorno de la casa. La rosa, me dijo, es una de las flores que lucen más galanamente cortadas que en la planta. Las rosas, arregladas en un florero plano, adquirían en su aposento una intensidad de color y exhalaban un perfume aún más exquisito que al aire libre. Una rosa plenamente abierta tenía algo que recordaba a una mujer con una blusa demasiado holgada, con algo de superficial, de desaliño, como cuando va despeinada. Colocadas en la casa adquirían un aire sutil y misterioso. En Manderley había rosas en la casa durante ocho meses del año. Me preguntó si me gustaban las lilas blancas. A la orilla del macizo de césped crecía un lilo que enviaba su perfume hasta la ventana de su cuarto. Su hermana, mujer práctica, endurecida, solía quejarse del exceso de aromas que se respiraba en Manderley, que llegaban a emborracharla. No le importaba que lo dijera. Puede que su hermana tuviera razón, pero era aquélla la única clase de embriaguez que le agradaba. Sus primeros recuerdos de niño eran de unos enormes ramilletes de lilas, colocados en jarrones blancos, que llenaban la casa con su fragancia penetrante e imposible de olvidar.
A la izquierda del sendero que atraviesa el valle y muere en la caleta, crecían bosquecillos de azaleas y rododendros, y al pasear por él en las noches de mayo, después de cenar, parecía como si los arbustos hubieran vertido su perfume líquido en el aire. Podía uno inclinarse, coger un pétalo caído, estrujarlo entre los dedos y recoger en el hueco de la mano la esencia de mil perfumes, irresistibles y subyugadores. ¡Todo con un pétalo arrugado y ajado! Y se salía del valle embriagado, aturdido, para ir a parar a la playa, cubierta de guijo blanco y duro, y ver el agua tranquila. El contraste era sorprendente, acaso demasiado brusco…
Mientras hablaba, el coche rodaba de nuevo entre otros muchos; había anochecido sin que yo me diera cuenta. Pronto nos encontramos entre las luces y el bullicio de las calles de Montecarlo. El ruido me aturdía, irritándome, y las luces eran demasiado brillantes, demasiado amarillas. Fue un cambio sin graduación, demasiado rápido, desagradable.
No tardaríamos ya en llegar al hotel, y comencé a buscar los guantes en la guantera del coche. Los encontré, pero al mismo tiempo se cerraron mis dedos sobre un libro cuyas endebles tapas hablaban de poesía. Miré para leer el título del libro en el momento en que el coche paraba delante del hotel.
—Si quiere, lléveselo para leerlo.
Lo dijo con voz natural, indiferente, pues, terminado el paseo, habíamos vuelto al hotel y Manderley había quedado a muchos centenares de kilómetros.
Me alegré y apreté el libro junto con mis guantes. Yo quería conservar algo suyo, ahora que había acabado el día.
—Baje usted —dijo—, yo tengo que guardar el coche. Esta noche no la veré en el comedor, pues cenaré fuera. Pero gracias por el día de hoy.
Subí sola las escaleras del hotel, con el abatimiento de un niño que cuya fiesta ha terminado. La tarde que había pasado me hizo pensar con disgusto en las dos horas que aún quedaban, en lo largas que se me harían hasta que llegase el momento de acostarse, en lo triste que resultaría mi cena solitaria. Me sentí incapaz de aguantar las animadas preguntas de la enfermera, y más aún de soportar un posible interrogatorio lleno de brusquedades por parte de la señora Van Hopper; me senté en un rincón del vestíbulo, detrás de una columna, y pedí el té.
El camarero parecía estar aburrido, y viendo que estaba sola, pensó que no era necesario darse mucha prisa. De todos modos, era esa hora insulsa, las cinco y media y unos minutos, cuando la hora corriente de tomar el té ya ha pasado y está todavía lejana la del aperitivo.
Me sentía como abandonada, más que un poco insatisfecha. Me recosté en mi silla y cogí el libro de versos. Estaba muy usado, muy manoseado, y se me abrió en las manos por una página que debía haber sido muy leída:
Huí de Él, de noche y de día;
Huí de Él por el puente de los años;
Huí de Él por los tortuosos caminos
De mi pensamiento; me escondí de Él
Sollozando, y también riendo.
Corrí, salvando las pendientes,
Para luego caer, desolada, en un precipicio
De pesares espantosos, de terrores
Infinitos; siempre huyendo
De sus pies ágiles, que me perseguían,
Que me perseguían sin descanso.
Me pareció como si estuviera mirando por el ojo de la cerradura de una puerta, y un poco furtivamente dejé el libro a un lado. ¿Qué sabuesos celestiales le habían acosado hoy hasta aquellas alturas? Pensé en el coche, en la escasa distancia, apenas unos pasos, a que estaba del profundo abismo, en la expresión misteriosa de su cara. ¿Qué pisadas resonaban en su mente? ¿Y por qué entre tantos versos había elegido éstos para llevarlos en la guantera del coche?
Hubiera querido poder acercarme más a él; hubiera querido ser distinta de aquella muchacha con su raído traje sastre y aquel sombrero de colegiala demasiado ancho.
Llegó el malhumorado camarero con mi té, y mientras comía unas rebanadas de pan con mantequilla, que por su insipidez bien hubiera podido ser serrín, pensé en el sendero que corría por el valle que me había descrito aquella tarde, en el perfume de las azaleas, en el blanco guijo de la playa. Si amaba tanto todo aquello ¿por qué había venido en busca de la espuma superficial de Montecarlo? Le había dicho a la señora Van Hopper que no tenía plan alguno, que se trataba de un viaje muy precipitado. Y me lo imaginaba corriendo por el sendero del valle, acosado por sus propios pensamientos.
Cogí de nuevo el libro, y esta vez se abrió por la portada; en ella pude leer la dedicatoria: «A Max, de Rebeca, 17 de mayo», escrita con una letra extraña, muy inclinada. Un pequeño borrón manchaba la blancura de la página opuesta, como si el que había escrito aquello hubiera sacudido impacientemente la pluma para hacer correr la tinta. Y con la plumilla llena, hubiera brotado la tinta demasiado espesa, y que por ello, el nombre de Rebeca aparecía allí muy negro, destacando con aquella R mayúscula muy sesgada, alta, eclipsando las demás letras.
Cerré el libro de golpe y lo puse debajo de los guantes. Alargué la mano, cogí de un sillón vecino un número atrasado de
L’Illustration
y comencé a pasar páginas. Encontré un artículo sobre los castillos del Loira, ilustrado con fotografías magníficas. Lo leí concienzudamente, consultando las ilustraciones; pero cuando lo hube terminado me di cuenta de que no había comprendido ni una palabra. No era el castillo de Blois, con sus esbeltas torres y sus espiras el que miraba desde la página impresa. Era la cara de la señora Van Hopper, en el comedor, el día antes, con sus ojillos de cochino dirigidos hacía la mesa vecina, suspendido en el aire el tenedor cargado de raviolis.
—Una tragedia espantosa —me estaba diciendo—. Los periódicos, naturalmente, hablaron mucho del caso. Dicen que él nunca habla de ello ni menciona jamás su nombre. Su mujer, como sabrás seguramente, se ahogó en una bahía cerca de Manderley…
M
ENOS mal que la fiebre del primer amor sólo se pasa una vez. Porque, digan los poetas lo que digan, es una fiebre, una carga. Los veintiún años no son valientes. Están llenos de pequeñas cobardías, de miedos pueriles, infundados, pero ¡se hiere uno entonces tan fácilmente! ¡Se nos lastima con tan poca cosa! La más leve palabra espinosa se nos clava con crueldad. Hoy, arropada en la benévola armadura de una madurez que se aproxima, las diminutas punzadas cotidianas no nos arañan más que levemente y pronto se olvidan; pero ¡en aquella edad! ¡Cómo perdura el efecto de una palabra poco amable, dicha sin intención, hasta convertirse en estigma ardiente! ¡Y cómo una mirada altanera se nos cincela en el alma como algo eterno! Una simple negativa sin importancia se nos antoja inevitable preludio de los tres cantos del gallo, y una falta de sinceridad, tan traicionera como el beso de judas. El adulto maduro sabe mentir sin remordimiento de conciencia y con alegre serenidad; pero a aquella edad, la más inocente decepción nos abrasaba la lengua y nos ataba ella misma al poste del suplicio.
—¿Qué has estado haciendo esta mañana?
Me parece estarla oyendo sentada en la cama, reclinada sobre las almohadas, con la mezquina irritabilidad del paciente que no está verdaderamente enfermo, que lleva en cama demasiado tiempo, y yo, sacando la baraja del cajón de la mesilla de noche, sentía cómo un rubor culpable me subía a las mejillas.
—He estado jugando al tenis con el profesor —respondí, y mis falsas palabras me hicieron sentir inmediatamente un terrible pánico.
¿Y si irrumpiera el profesor de tenis en la habitación aquella misma tarde, para quejarse a la señora Van Hopper de que hacía ya muchos días que yo tenía abandonadas mis lecciones?