¡Qué bien me acuerdo de aquel plato de lengua y jamón! Estaba reseco, repelente, cortado de la parte de fuera, pero no me atreví a rechazarlo. Comíamos calladas, pues a la señora Van Hopper le gustaba concentrarse en la comida, y pude observar, por la salsa que le chorreaba por la barbilla, que los raviolis le parecían excelentes.
No era aquél espectáculo para hacerme más apetecibles los fiambres que yo había elegido, y aparté la mirada, descubriendo entonces que la mesa junto a la nuestra, vacía durante los últimos tres días, estaba preparada para alguien. En aquel momento el
maître
, después de inclinarse con una reverencia reservada para los clientes más distinguidos, conducía al recién llegado hacia su mesa.
La señora Van Hopper soltó el tenedor y cogió los impertinentes. Me hizo enrojecer, mientras ella miraba sin disimulo, y el recién llegado, sin darse cuenta de que estaba siendo examinado, echó una ojeada al menú. Cerró la señora Van Hopper los impertinentes con brusquedad ruidosa, e inclinándose hacia mí a través de la mesa, con los ojillos brillantes de animación, dijo en voz lo bastante baja:
—Es Max de Winter, el propietario de Manderley. Habrá oído hablar de él, ¿no? Parece como si estuviera enfermo, ¿verdad? Dicen que no puede sobreponerse a la muerte de su esposa.
A
veces me pregunto qué habría sido de mi vida si la señora Van Hopper no hubiese sido tan esnob. Es curioso pensar que el curso de mi vida estuvo pendiente, como de un hilo, de aquel defecto suyo. Su curiosidad era una enfermedad, casi una manía. Al principio me quedaba pasmada, azorada a más no poder. Cuando veía a la gente reírse de ella a espaldas suyas o marcharse disimuladamente si la veían llegar, o hasta esconderse en la escalera de servicio para no encontrarse con ella, me sentía como la cabeza de turco que había de aguantar los castigos merecidos por su amo
[*]
. Ya hacía varios años que acudía al Hotel Côte d’Azur, y si se descuenta su afición al bridge, era bien sabido en Montecarlo que su única distracción era jactarse de la amistad que la unía con los visitantes de relieve, aunque ésta se limitase a haber coincidido en la oficina de Correos. Siempre se las arreglaba para presentarse a ellos, y antes de que la víctima atisbase el peligro, ya habían recibido una invitación para visitarla en su saloncito particular del hotel. Sus métodos de ataque eran directos y tan rápidos, que pocas veces quedaba una probabilidad de escapar. Se había apoderado de cierto sofá en el vestíbulo del Côte d’Azur, situado a medio camino entre la oficina de recepción de viajeros y el comedor, y allí tomaba el café después de la comida y de la cena, de manera que cuantos iban o venían no tenían más remedio que pasar junto a ella. En algunas ocasiones me utilizaba de reclamo o cebo para atraer a su presa, y me mandaba, con gran disgusto mío, que atravesara el vestíbulo para dar un recado, para pedir prestado un libro o una revista, o la dirección de cualquier tienda, o para comunicar a alguien el súbito descubrimiento de un amigo común. Parecía como si tuviera que alimentarse de gente conocida, como algunos inválidos a los que se les ha de dar la sopa con cuchara. Aunque prefería los títulos, cualquiera que hubiera aparecido retratado en los periódicos le bastaba. Nombres citados en una columna de ecos de sociedad, de escritores, pintores, actores y gente parecida, aunque fueran mediocres, la atraían con tal de haberlos visto impresos.
Me parece estarla viendo, como si fuese ayer, en aquella tarde inolvidable —ni importa cuántos años hace ya— en que, sentada en su sofá favorito, en el vestíbulo, maduraba su plan de ataque. Por la manera de golpearse los dientes con los impertinentes y lo brusco de sus movimientos, me fue fácil comprender que estaba examinando las diversas posibilidades. Y también supuse, cuando la vi levantarse de la mesa sin tomar el postre, que quería terminar de comer antes que el recién llegado, para instalarse en el lugar por el que tendría que pasar su víctima. Se volvió de repente hacia mí con los ojillos relucientes.
—¡Sube corriendo al cuarto y búscame aquella carta de mi sobrino! Ya sabes cuál: la que me escribió en su viaje de novios mandándome unas fotos. Anda, ¡corre, tráemela enseguida!
Comprendí que ya había madurado un plan y que su sobrino iba a servir de pretexto para la presentación. Una vez más sentí vergüenza de tomar parte en sus maquinaciones. En ellas yo hacía el papel del ayudante de prestidigitador que va entregando en silencio los accesorios del atrezo para luego tomar parte en el truco a una señal convenida. Yo estaba segura de que cualquier intromisión molestaría al recién llegado. Por lo poco que acerca de él me había dicho durante la comida, un amasijo de chismes reunidos por ella hacía diez meses, entresacándolos de los periódicos y guardándolos luego amorosamente, listos para ser utilizados cuando llegase la hora, pude darme cuenta, a pesar de mis pocos años y de mi falta de mundo, de que le molestaría aquella repentina invasión de su soledad. Por qué había elegido el Hotel Côte d’Azur no era cosa nuestra; sus problemas eran de su incumbencia, y cualquiera que no hubiese sido la señora Van Hopper lo habría comprendido así. Pero tanto el tacto como la discreción le eran absolutamente desconocidos, y por la sencilla razón de que ella no podía vivir sin chismorreos, tendría aquel desconocido que prestarse a ser puesto en la mesa de disección. Encontré la carta en un cajoncito del escritorio, pero dudé unos segundos antes de bajar de nuevo al vestíbulo. Quizá fuera una niñería, pero me parecía que al retrasarme le concedía a él unos momentos más de soledad.
Me hubiera gustado tener valor para bajar por la escalera de servicio, llegar al comedor dando un rodeo y avisarle de la emboscada. Pero los convencionalismos no me lo permitieron, y, además, no hubiera sabido cómo decírselo. No tenía más remedio que bajar y sentarme, como de costumbre, al lado de la señora Van Hopper, mientras ella, como una araña gorda y astuta, tejía alrededor del desconocido su amplia red de tedio.
Tardé más de lo que supuse, pues cuando volví al vestíbulo vi que ya él había salido del comedor, y que ella, por miedo de perder la ocasión, no había esperado a la carta, sino que se había arriesgado a presentarse a cara descubierta. Estaba él sentado a su lado, en el sofá. Fui hacia ellos y le entregué la carta sin decir nada. Se levantó él inmediatamente mientras la señora Van Hopper, roja de gozo por el éxito alcanzado, extendía la mano en mi dirección y farfullaba mi nombre.
—El señor de Winter va a tomar café con nosotras. ¿Quieres decir al camarero que traiga otra taza? —dijo en tono lo bastante displicente como para prevenirle acerca de mi identidad.
Quería dar a entender que yo era joven, muy poquita cosa, y que no era necesario meterme en la conversación. Siempre que quería dar a alguien la impresión de superioridad sobre mí, empleaba el mismo tono, y aquel modo displicente de presentarme lo usaba en defensa propia, pues una vez me tomaron por hija suya, lo que nos causó a las dos gran embarazo. Indicaba con su brusquedad que no era preciso que nadie me hiciese caso, y el aviso servía para que las mujeres me saludaran con una ligera inclinación de cabeza que bastaba, además, para despedirme, y que los hombres se repantigaran cómodamente en sus sillones, encantados de poder hacerlo sin pecar de groseros.
Por eso me sorprendió ver que el desconocido permanecía en pie y que fue él quien llamó al camarero.
—Siento tener que contradecirla —dijo—; pero son ustedes las que van a tomar café conmigo.
Y antes de que pudiese darme cuenta de lo que ocurría, se sentó en la incómoda silla que yo solía ocupar, y yo me encontré en el sofá, junto a la señora Van Hopper.
Cruzó por la cara de la señora Van Hopper un mohín de disgusto, pues aquello no encajaba en sus planes, pero pronto se serenó, y adelantando su voluminoso cuerpo, se interpuso entre la mesa y yo, al inclinarse hacia la silla en que estaba él sentado, y comenzó a hablar alto, y con gran entusiasmo, mientras agitaba la carta en una mano.
—Le conocí en cuanto entró usted en el comedor —dijo—; y pensé: «¡Anda!, pero si es el señor de Winter, el amigo de Billy. Pues tengo que enseñarle las fotos de Billy y de su mujer, tomadas durante su viaje de novios». Y aquí las tiene usted. Esa es Dora. ¿Verdad que es preciosa? Mire qué cintura y qué ojazos. Aquí, en ésta, están tomando baños de sol, en Palm Beach. Billy está loquito por ella, como ya se puede usted suponer. Claro, cuando dio aquella cena en el Hotel Claridge todavía no la conocía. Por cierto que fue allí donde le vi a usted por primera vez. Pero…, usted no se acordará de una anciana como yo.
Y con una mirada provocativa mostró los dientes en una sonrisa.
—Al contrario, me acuerdo perfectamente —dijo él, y antes de que ella pudiera atraparle obligándole a recordar su primer encuentro, le ofreció su pitillera, lo que la obligó a callar mientras encendía el cigarrillo—. Creo que no me gustaría Palm Beach —dijo él, apagando la cerilla, y cuando le miré se me ocurrió que no encajaba en el ambiente de Florida.
Donde estaría bien sería en una ciudad amurallada del siglo
XV
, una ciudad de callejas estrechas, mal empedradas, de afilados campanarios, cuyos habitantes vistieran medias de estambre y zapatos puntiagudos. Tenía la cara atractiva, sensitiva, extrañamente medieval, y me recordaba un retrato que había visto en un museo, no sabía en cuál, de un Caballero Desconocido. De haberle podido quitar su traje de gruesa tela inglesa y vestirle de negro, con gola y puños de encaje, nos hubiera contemplado a nosotros, los de este mundo moderno, desde uno muy remoto, un mundo pasado donde los hombres paseaban embozados en la oscuridad y se escondían en la sombra de las puertas, un pasado de angostas escaleras y calabozos sombríos, un pasado de cuchicheos en la noche, de hojas de espada relucientes y de cortesía callada y exquisita.
Quise recordar el nombre del pintor antiguo autor de aquel retrato. Lo veía en la esquina de la sala y me seguía con los ojos desde su marco oscuro.
Pero estaban hablando y yo había perdido el hilo de la conversación.
—No, ni siquiera hace veinte años —dijo él—. Esas cosas no me han entretenido nunca.
Escuché la carcajada, complacida, de la señora Van Hopper.
—Si Billy tuviese una casa como Manderley, tampoco andaría por Palm Beach —dijo—. Según me han dicho, es un palacio de hadas y no se le puede describir de otra manera.
Calló, esperando que sonriera, pero él continuó fumando su cigarrillo, y noté que en la frente le aparecían unas líneas, tenues como hilos de gasa.
—Claro, he visto fotografías —insistió— y es encantador. Me acuerdo de que Billy me dijo que era mucho más bonito que esos enormes palacios. No comprendo cómo puede usted abandonar aquello.
El silencio de él se hizo más violento y cualquiera lo hubiera notado, pero ella continuó con la gracia de una apisonadora que aplastase un jardín particular. Enrojecí, humillada por su indiscreción.
—Ustedes, los ingleses, son todos iguales cuando hablan de sus casas —dijo, y su voz retumbaba, cada vez más subida de tono—. Les quitan mérito para que no los crean orgullosos. ¿Es verdad que Manderley tiene una galería de trovadores y muchos cuadros buenos? —se volvió hacia mí, como para explicarme algo, y añadió—. El señor de Winter es tan modesto que no lo quiere decir, pero he oído que esa casa tan preciosa pertenece a su familia desde la Conquista. Dicen que la galería de los trovadores es una joya. Supongo, señor de Winter, que sus antepasados hospedaron con frecuencia en Manderley a la familia real.
Aquello era más de lo que yo había temido incluso de ella, pero el rápido latigazo de la contestación fue aún mucho más inesperado:
—No, desde Etelredo, no. Del Etelredo llamado el Indeciso
[*]
. Da la casualidad que la primera vez que se le aplicó ese sobrenombre fue en mi casa. Siempre llegaba tarde a cenar.
Claro que se lo había merecido, y la miré esperando ver el cambio de expresión; pero aunque parezca increíble, no se inmutó, y fui yo la que sufrí por ella, como un niño que ha recibido un cachete.
—¿De veras? —exclamó torpemente—. No lo sabía. No estoy muy fuerte en historia y siempre me he hecho un lío con los reyes de Inglaterra. Pero es muy interesante. Se lo tengo que escribir a mi hija, que sabe mucho de esas cosas.
Hubo una pausa y sentí que toda la sangre se me agolpaba en la cara. Lo que pasaba era que yo tenía demasiado pocos años. Si hubiese sido más vieja, él y yo hubiéramos intercambiado una mirada y una sonrisa, y la increíble conducta de la buena señora hubiera creado un vínculo entre los dos. Pero lo que ocurrió fue que me sentí avergonzada, y sufrí con esa angustia peculiar de quien es aún muy joven.
Debió él de notar mi apuro, pues se inclinó hacia mí y me habló, con voz suave, para preguntarme si quería más café, y cuando dije que no con la cabeza, noté que continuaba mirándome como entre perplejo y reflexivo. Estaba tratando de averiguar exactamente qué me unía a la señora Van Hopper y si yo era tan necia como ella.
—¿Qué piensa usted de Montecarlo? ¿O no piensa en él? —dijo.
El hecho de que me incluyera en la conversación me turbó aún más. ¡Pobre de mí, recién salida del colegio, con los codos rojos, los pelos lacios! Dije algo obvio y estúpido acerca de lo artificioso del lugar, pero antes de que pudiera acabar mi frase a tropezones, intervino la señora Van Hopper.