Resaltaba sobre el fondo rojo oscuro de los rododendros, y aquella pradera en miniatura parecía el escenario donde él bailaría y diría su papel. No se respiraba en aquel cuarto el mismo perfume cerrado de la biblioteca. Tampoco vi sólidos y gastados sillones, ni mesas llenas de revistas y periódicos, rara vez o nunca leídos, que estaban allí porque siempre estuvieron, acaso porque el padre, o hasta el abuelo de Maxim, lo habían querido.
Éste era un cuarto de mujer, gracioso, delicado, el cuarto de alguien que hubiera escogido con gran cuidado cada uno de los muebles, para que cada silla, cada florero, cada detalle estuviera en armonía con el conjunto y con la personalidad de su dueña. Parecía como si hubiera puesto el cuarto diciendo: «Esto, para mí; y esto, para mí. Y esto, y esto también». Eligiendo entre los tesoros de Manderley todo lo que le había agradado, rechazando lo corriente y lo mediocre, eligiendo con seguro instinto únicamente lo mejor de lo mejor. No había allí mezclas de estilo ni confusiones de época y el resultado era de una perfección sorprendente y aun asombrosa, no fríamente severa como la del salón que se enseñaba a los turistas, sino llena de vida, compartiendo algo del resplandor y la exuberancia de los rododendros que se estrechaban bajo la ventana. Y noté que, no contentos con que formaran aquel teatrillo del claro jardín, se les había permitido la entrada hasta el mismo cuarto. Sus grandes corolas encendidas me miraban desde la repisa de la chimenea, se mecían en un ancho florero tripudo junto al sofá, y se alzaban esbeltos y graciosos sobre el escritorio, junto a unos candelabros dorados.
El cuarto estaba lleno de ellos, y hasta las paredes tomaban su colorido, enriqueciéndose y brillando con los rayos del sol matinal. No había otras flores en el cuarto, y pensé si obedecería a algún propósito, si el cuarto había sido arreglado desde un principio con este pensamiento, pues en ninguna otra habitación de la casa resaltaban los rododendros. Había flores en el comedor, flores en la biblioteca, pero sumisas y modestas, meros detalles, no con tanta profusión. Me senté al escritorio, y me extrañó que aquel cuarto, tan encantador y perfecto de colorido, fuese al mismo tiempo tan práctico, tan marcadamente eficiente. No sé, pero hubiera yo supuesto que una habitación como aquélla, amueblada con gusto tan exquisito, no obstante la exagerada profusión de las flores, tenía que ser un lugar de belleza pura, íntimo y bueno para el descanso.
Pero aquel escritorio, aunque bellísimo, no era un lindo juguete donde una mujer se sentara a escribir cartitas, mordiendo la pluma y abandonándolo luego durante varias semanas, con la carpeta algo torcida. Las casillas interiores estaban marcadas: «Cartas pendientes», «Cartas para archivar», «Casa», «Finca», «Menú», «Varios», «Direcciones». Los rótulos estaban todos escritos con aquella letra muy sesgada y picuda que ya conocía. Y me sorprendió, casi me sobrecogió, reconocerla, pues no la había vuelto a ver desde que quemé la página del libro de versos, y creí que nunca más la volvería a encontrar.
Abrí un cajón, al azar, y de nuevo me sorprendió la escritura aquella, esta vez en un libro abierto, cuyo encabezamiento «Invitados a Manderley» me indicó de qué trataba. Divididos por semanas y meses, allí estaban relacionados todos los visitantes que habían ido y venido, con expresión de los cuartos que habían ocupado, lo que habían comido… Volví las páginas del libro y vi que eran la historia completa de un año. La señora de la casa, con tan sólo una ojeada, podía averiguar con aquel libro, día por día, casi hora por hora, quién había pasado la noche bajo su techo, dónde había estado alojado y lo que se le sirvió de comer y cenar. También vi en el cajón papel de escribir, uno grueso y blanco para notas y otro, el papel de la casa, con el escudo de la familia y la dirección grabados. Tarjetas de visita marfileñas, guardadas en cajitas.
Saqué una, quité el papel de seda que la protegía y la miré: «Rebeca de Winter», decía, y en una esquina: «Manderley». La volví a guardar en su caja y cerré el cajón, embargada por una sensación repentina de estar cometiendo una lamentable indiscreción, como si hubiera estado pasando unos días en casa de una amiga que me hubiera dicho: «Sí, sí, claro que sí; usa mi escritorio para escribir tus cartas», y yo, imperdonablemente, me hubiera aprovechado y hubiera leído sus cartas particulares. Sentí que en cualquier momento podría la señora de la casa volver y sorprenderme fisgando lo que yo no tenía derecho a tocar en absoluto.
Cuando sonó repentinamente, de manera alarmante, el timbre del teléfono que tenía en el escritorio ante mí, me dio un vuelco el corazón, y salté sobre la silla, creyéndome descubierta. Cogí el auricular con manos temblorosas y pregunté:
—¿Quién es? ¿Qué desea?
Sonó un zumbido extraño al otro extremo de la línea y, luego, una voz baja y áspera, que no pude averiguar si era de hombre o de mujer, preguntó:
—¿La señora de Winter?
—Se ha debido equivocar —respondí—. La señora de Winter hace ya más de un año que murió.
Permanecí sentada, mirando estúpidamente el teléfono, y hasta que no oí repetir el nombre por la voz del teléfono que ahora me llegó más alta y con un tono de extrañeza, no me di cuenta, al mismo tiempo que me subía una oleada de sangre a la cara, de que había cometido un error.
—Soy la señora Danvers, señora —dijo la voz—. Le estoy hablando por el teléfono interior de la casa.
Mi error había sido tan marcado, tonto e imperdonable, que hacer caso omiso de él hubiera sido aún peor si es que tal cosa fuese posible.
—Perdóneme, señora Danvers —dije tartamudeando, atropellándoseme las palabras—. Me ha asustado el timbre del teléfono y no me he dado cuenta de lo que decía…; no me he dado cuenta, quiero decir, de que la llamada era para mí, ni de que estaba hablando por el teléfono particular de la casa.
—Siento haber molestado a la señora —dijo, y yo pensé que había adivinado cómo yo registraba los cajones—. Sólo quería preguntar —añadió— si deseaba algo la señora y si le parece bien la comida que he dispuesto para hoy.
—¡Ah! ¡Claro! Vamos, quiero decir que, desde luego, me parece perfectamente, señora Danvers, y no se moleste en consultarme.
—Preferiría que la señora leyese el menú —continuó la voz—. Lo encontrará sobre la carpeta del escritorio.
Busqué febrilmente en el escritorio, hasta dar con una hoja de papel que no había visto antes. La leí rápidamente: gambas con
curry
[*]
, ternera asada, espárragos y
mousse
fría de chocolate. ¿Sería aquello la comida o la cena? No lo decía y supuse que era la comida del mediodía.
—Está muy bien, señora Danvers, está perfectamente.
—Sí la señora quiere cambiar alguna cosa, ruego que me lo diga —contestó—, y daré inmediatamente las órdenes oportunas. Notará la señora que he dejado un espacio en blanco, junto a la ternera, para que me diga la salsa que prefiere. No estoy segura de cual acostumbra a tomar la señora con la ternera asada. La señora de Winter se fijaba mucho en las salsas y yo tenía orden de consultarla siempre.
—¡Ah! —dije—. Pues…, vamos a ver… la verdad es, señora Danvers, que no sé… Creo que lo mejor será que ponga usted la de siempre, es decir, la que usted crea que le hubiera gustado a la señora de Winter.
—¿La señora no preferiría alguna en particular?
—No, no, de verdad que no, señora Danvers.
—Me parece que mi señora hubiera mandado poner una salsa de vino.
—Pues no hay más que hablar. Ésa está bien.
—Perdone la señora si la he interrumpido mientras escribía.
—No, si no me ha interrumpido; no hay nada que perdonar.
—El correo —continuó— sale a mediodía, y Robert irá a recoger las cartas de la señora y les pondrá sellos. Si la señora tiene alguna carta urgente, no tiene más que llamarle por el teléfono y él dará orden de que vayan a echarla al correo inmediatamente.
—Muchas gracias, señora Danvers.
Estuve escuchando un momento más, por si añadía algo, pero calló y oí el ruidito que me indicaba que había colgado el teléfono. Seguí su ejemplo. Entonces miré el escritorio, el papel sobre la carpeta dispuesto para que yo lo usara. Allí, delante de mis ojos, estaba el casillero con sus divisiones: «Cartas pendientes», «Finca», «Varios», como si me reprochasen mí ociosidad. La que solía sentarse antes en aquel lugar no perdía el tiempo como yo. Ella descolgaba enérgicamente el teléfono y daba instrucciones para el día, rápidamente, con claridad, y si al leer el menú encontraba algo que no le parecía bien, lo tachaba. No diría ella: «Sí, señora Danvers» y «Claro, señora Danvers», como yo. Y cuando había terminado de dar sus órdenes comenzaba a despachar sus cartas, cinco, seis, tal vez siete, que estaban pendientes de contestación; todas escritas con aquella letra picuda e inclinada que yo conocía tan bien. La veía arrancando hoja tras hoja de aquel papel blanco y liso, usándolo sin escatimar, pues aquellos rasgos largos que hacía pronto llenaban una carilla, y al final de cada carta firmaría «Rebeca», con la «R» dominando las letras que la seguían.
Tamborileé sobre el escritorio con los dedos. Aquellas casillas estaban ahora vacías. No había ninguna carta que contestar, ninguna cuenta que pagar, que yo supiera. La señora Danvers me había dicho que si tenía alguna carta urgente que telefonease a Robert, y éste daría órdenes para que alguien la llevase al correo. ¿Cuántas cartas urgentes escribiría Rebeca, y para quiénes serían? Puede que para las modistas: «Necesito el traje blanco de seda para el martes, sin falta»; o a su peluquero: «Espéreme el viernes y que me sirva el mismo
monsieur
Antoine. Lavado, masaje, peinar y manicura». Pero no, tales cosas serían una pérdida de tiempo. Llamaría por teléfono a Londres. Frith se encargaría de ello. «Hablo de parte de la señora de Winter». Continué repiqueteando sobre el escritorio, y no se me ocurría a quién podía escribir. ¡Como no lo hiciera a la señora Van Hopper…! Me parecía ridículo y un poco irónico encontrarme ante mi escritorio, en mi propia casa, y que no se me ocurriera nada mejor que escribir a la señora Van Hopper, una señora que me disgustaba y a quien no pensaba volver a ver. Preparé una hoja de papel y cogí la pluma, estrecha, esbelta, con una plumilla aguda y brillante. «Mi querida señora Van Hopper», comencé. Y continué escribiendo lentamente, con laboriosidad, diciendo que esperaba que hubiera tenido un buen viaje, que su nieta estuviera mejor, que hiciera buen tiempo en Nueva York… Y, por primera vez, me di cuenta de mi letra, apretada, sin formar, sin personalidad, sin estilo, casi ordinaria; la letra de una niña vulgar educada en un colegio de segunda clase.
C
UANDO oí el ruido del coche en el jardín, me levanté presa de un pánico repentino, mirando el reloj, suponiendo que acababan de llegar Beatrice y su marido. Acababan de dar las doce: habían llegado antes de lo que creía. Y Maxim no había vuelto. Pensé si podría esconderme, salir por la ventana del jardín, para que si Frith los acompañaba al gabinete dijera: «La señora ha debido de salir». No les extrañaría; les parecería natural. Cuando me dirigí apresuradamente hacia la ventana, los perros alzaron la cabeza, como preguntándome, y Jasper me siguió moviendo el rabo.
La ventana daba a la terraza y al pequeño claro del que he hablado; pero cuando me disponía a escabullirme por entre los rododendros, oí rumor de voces que se acercaban y volví a entrar en la habitación. Se acercaban a la casa dando la vuelta por el jardín, seguramente porque Frith les había dicho que yo estaba en el gabinete. Pasé rápidamente por el salón grande y me dirigí a una puerta que quedaba a mi izquierda. Me encontré en un largo corredor enlosado y corrí por él, dándome cuenta de mi estupidez, despreciándome por aquel repentino ataque de nervios, pero sin poderlo evitar, pues no me encontraba con valor para recibir a los visitantes en aquel momento. El corredor parecía conducirme a la parte trasera de la casa, y en un recodo que hacía frente a otra escalera, me encontré con una criada a quien no había visto hasta aquel momento; tal vez una de las que hacían la limpieza. Llevaba una bayeta y un cubo y se quedó mirándome pasmada, como si no hubiera sido natural encontrarme en aquella parte de la casa y yo, toda azorada, le dije: «¡Buenos días!», dirigiéndome a la escalera. «Buenos días, señora», contestó, boquiabierta, mirándome con los ojos como platos, mientras yo comenzaba a subir la escalera.
Supuse que me llevaría a los dormitorios y que me sería fácil encontrar mi cuarto en el ala este. «Me sentaré allí un rato —pensé—, hasta que se acerque la hora de comer, y entonces no tendré más remedio que bajar de nuevo, por educación».
Debí desorientarme, pues después de pasar por una puerta, al final de la escalera, me hallé en un largo corredor que no conocía, parecido al de la parte de la casa donde estaban mis habitaciones, pero más ancho y más oscuro; oscuro, más que nada, a causa de los paneles de madera que cubrían las paredes.
Dudé un momento y luego torcí a la izquierda, con lo que llegué al espacioso rellano de otra escalera. La penumbra y el silencio lo envolvían todo. Si las criadas habían estado allí durante la mañana, ya habían concluido la limpieza y se encontraban de nuevo en las cocinas. Nada indicaba que hubieran estado allí, ni se olía el polvo de las alfombras recién sacudidas. Según me encontraba allí, sin saber dónde ir, me noté sobrecogida por aquel silencio que pareció el de una casa vacía cuando sus dueños se han marchado.