Haroche le acercó con sus propias manos una silla de la pared; al cabo de un instante, Ivan cogió una para sí, y se sentó al lado de Miles. Haroche ocupó la silla de Illyan, apoyó las manos sobre el negro cristal, y esperó cautelosamente.
Miles se inclinó hacia delante, y apoyó la mano derecha presionando con los dedos la fría superficie.
—Muy bien. Como quizás haya deducido ya, Gregor está seriamente descontento con la forma en que esta organización ha estado tratando el colapso de Simon Illyan. Así que esto es lo que quiero, y éste es el orden en que lo quiero. Primero, quiero ver a Illyan. Luego, una conferencia con su personal médico en pleno. Quiero que traigan todo lo que han descubierto hasta ahora, y estén preparados para informarme. Después de eso… ya pensaré qué más.
—Tiene usted, necesariamente, mi plena colaboración. Milord Auditor.
—Ahora que vamos al grano, puede usted ahorrarse las formalidades.
—Pero me ha planteado usted un dilema.
«Y por un momento, casi te he causado un infarto», se dijo Miles desagradablemente. Pero no. No había lugar para animosidades personales.
—¿Oh?
—Era y sigue siendo prematuro acusar a nadie de sabotaje en el asunto del fallo del chip de Illyan antes de que la causa de ese fallo haya sido determinada. Potencialmente muy embarazoso, si la causa resulta ser natural.
—Soy consciente de ello también.
—Sí… es posible. Pero no puedo dejar de pensar por adelantado. De hecho, es mi trabajo. Así que tengo una pequeña lista, que mantengo en el limbo pendiente de la llegada de algunos datos con los cuales ajustarla a la realidad.
—¿Sólo una pequeña lista?
—Illyan siempre dividió sus listas en una corta y otra larga. Es un sistema, supongo. Parece bueno. Pero en mi lista corta… usted ocupa casi el primer lugar.
—Oh —repitió Miles. De repente, la obstrucción de Haroche tenía sentido.
—Y ahora se ha convertido en intocable —añadió Haroche.
—La frase completa es aburrido Vor intocable —dijo Miles—. Ya… veo.
Ésta era exactamente la humillante sospecha que más había temido al emprender el rescate de Illyan. Bueno… lástima.
Se miraron fijamente el uno al otro.
—Así que lo último que quisiera —continuó Haroche— es permitirle el acceso a Illyan; sería darle una segunda oportunidad. Ahora parece que debo hacerlo. Pero quiero dejar constancia de que lo hago contra mi voluntad. Milord Auditor.
—Anotado. —Miles se notaba la boca seca—. ¿Tiene usted un motivo que añadir a su lista junto con la oportunidad y el método aún desconocido?
—¿No es obvio? —Haroche abrió las manos—. Illyan terminó con usted, muy bruscamente. Destruyó su carrera.
—Illyan ayudó a crearme. Tenía derecho a destruirme.
Dadas las circunstancias (que Haroche conocía por completo ahora, Miles podía verlo en sus ojos), era casi una obligación.
—Acabó con usted por falsificar sus informes. Un hecho documentado que también me gustaría registrar formalmente, milord Auditor. —Haroche miró a Ivan, que permanecía maravillosamente neutral; una respuesta defensiva que había pasado toda la vida perfeccionando.
—Un informe. Una vez. Y Gregor ya lo sabe todo.
Miles casi podía sentir el suelo moviéndose bajo sus pies. ¿Cómo había podido calificar a este hombre de lerdo? Estaba perdiendo impulso casi tan rápido como lo había ganado. Pero apretó la mandíbula contra toda tentación de defensa, explicación, protesta, disculpa o todo aquello que lo distrajera de su objetivo.
—No me fío de usted, Lord Vorkosigan.
—Bueno, tendrá que soportarme. No puedo ser depuesto excepto por la propia Voz del Emperador que me nombró, o por una votación en contra de tres cuartos del Consejo de Condes y el Consejo de Ministros en sesión conjunta, algo que no creo que vaya usted a conseguir.
—Entonces será igualmente inútil que acuda a Gregor y le pida un Auditor distinto para este caso.
—Puede intentarlo.
—Ja. Eso lo responde todo. Y aunque fuera usted culpable… empiezo a preguntarme si podría hacer algo al respecto. El Emperador es el único a quien puedo apelar, y parece que ya lo tiene usted en el bolsillo. ¿Intentar apartarlo del caso sería suicida para mi carrera?
—Bueno… si nuestras posiciones fueran inversas, yo no cejaría hasta clavarlo a la pared con los clavos más grandes disponibles. Pero si, después de que vea a Illyan, se produce algo parecido a una segunda tentativa… no dude de que mediré su trayectoria con el mayor de los cuidados.
Haroche soltó un largo suspiro.
—Esto es prematuro. Me sentiré más aliviado que nadie si los médicos diagnostican causas naturales. Ahorraría un sinfín de problemas.
Miles sonrió, mostrándose de acuerdo a su pesar.
—En eso tiene razón, general.
Se miraron el uno al otro con cierta reserva.
En conjunto, Miles se sintió más aliviado que nervioso. Haroche había sido en efecto tan brusco como Miles habría deseado respecto a la aclaración del tema. Tal vez pudiera trabajar con aquel hombre, después de todo.
El estudio que Haroche hacía de Miles se detuvo en la colección de insignias militares que llevaba en la túnica. Su voz se volvió inesperadamente quejumbrosa..
—Vorkosigan, dígame… ¿es eso de verdad una Orden del Mérito Cetagandano?
—Sí.
—¿Y el resto?
—No he vaciado el cajón de mi padre, si es eso lo que está preguntando. Todo lo que hay aquí tiene una explicación, en mis archivos clasificados. Puede que sea usted uno de los pocos hombres del planeta que no tiene que aceptar mi palabra por ello.
—Mm. —Las cejas de Haroche se unieron—. Bien, milord Auditor, continúe. Pero le estaré vigilando.
—Bien. Vigile con atención.
Miles retiró la mano del negro vidrio y se levantó. Ivan lo imitó.
—Nunca había visto a un general bailar así antes —murmuró Ivan en el pasillo, mientras bajaban a la clínica del cuartel general.
—A mí me pareció un minué en un campo de minas —admitió Miles.
—Pero verte abordarlo como el pequeño almirante mereció el precio de la admisión.
—¿Qué? —Miles estuvo a punto de tropezar.
—¿No fue a propósito? Estás actuando igual que cuando interpretas al almirante Naismith, aunque sin el acento betano. Todo echado hacia delante, ninguna inhibición, los testigos inocentes temen por sus vidas. Supongo que dirás que el terror me beneficia, que despeja las arterias o algo así.
¿Actuaban las condecoraciones del almirante Naismith como una especie de talismán para él? Miles ni siquiera quería tratar de digerir las implicaciones de todo aquello por ahora. En cambio, dijo divertido:
—¿Te consideras un testigo inocente?
—Dios sabe que intento serlo —suspiró Ivan.
El aire de la clínica, que junto con los laboratorios forenses ocupaba toda una planta del cuartel general, estaba también cargado de olores familiares, pensó Miles mientras entraba: olores desagradables. Él mismo había pasado muchas horas allí dentro, a lo largo de los años desde su primera visita con neumonía incipiente por hipotermia, a su más reciente examen físico, el que le había devuelto a la aciaga misión de rescatar al teniente Vorberg. El olor del lugar le producía escalofríos.
Las cuatro habitaciones privadas, excepto una, habían sido despejadas de otros pacientes, y permanecían oscuras, vacías y abiertas. Un guardia uniformado de verde vigilaba la única puerta cerrada.
Un coronel de SegImp con galones médicos en la túnica apareció sin aliento al lado de Miles cuando éste entró.
—Milord Auditor, soy el doctor Ruibal. ¿En qué puedo servirle?
Ruibal era un hombre bajito, de cara redonda y cejas hirsutas que ahora estaban unidas en una arrugada línea de preocupación.
—Hábleme de Illyan. No, lléveme con Illyan. Hablaremos más tarde.
—Por aquí, mi señor. —El doctor indicó al guardia que se hiciera a un lado, y condujo a Miles a la habitación sin ventanas.
Illyan yacía boca arriba en la cama, cubierto a medias por una sábana, las muñecas y los tobillos atados con lo que los médicos llamaban «correas suaves». Respiraba entrecortadamente. ¿Estaba sedado? Tenía los ojos abiertos, vidriosos y desenfocados. Una tupida barba ensombrecía su rostro normalmente lampiño. La cálida habitación olía a sudor seco y residuos orgánicos. Miles se había pasado una semana tratando de entrar allí, usando para ello algunos de los métodos más extremos que jamás se había atrevido a utilizar. Ahora todo lo que quería era darse la vuelta y salir corriendo.
—¿Por qué está este hombre desnudo? —le preguntó al coronel—. ¿Es incontinente?
—No —dijo Ruibal—. Procedimientos.
Miles no veía ningún tubo, sonda, ni máquina.
—¿Qué procedimientos?
—Bueno, ninguno en este momento. Pero no es fácil de manejar. Ponerle y quitarle la ropa, además de todo lo demás… causa problemas a mi personal.
En efecto. El guardia, que ahora se encontraba también dentro de la habitación, junto a la puerta, mostraba un ojo hinchado. Y en la boca del propio Ruibal se veía un hematoma: tenía el labio inferior partido.
—Ya… veo.
Se obligó a acercarse, y se puso en cuclillas junto a la cabeza de Illyan.
—¿Simon? —dijo, inseguro.
El rostro de Illyan se volvió hacia él. Los ojos vidriosos parpadearon, enfocaron. Se iluminaron de reconocimiento.
—¡Miles! Miles. Gracias a Dios que estás aquí. —Su voz se quebró por la urgencia—. La esposa y los hijos de Lord Vorvane… ¿los sacaste con vida? El comodoro Rivek en el Sector Cuatro se está poniendo frenético.
Miles reconoció la misión. Se había llevado a cabo unos cinco años antes. Se humedeció los labios.
—Sí. Nos encargamos de todo. Los sacamos de allí, sanos y salvos. —Le habían concedido una estrella de oro por eso. Colgaba ahora la tercera por la izquierda, de su pecho.
—Bien. Bien. —Illyan suspiró, cerró los ojos. Sus labios se movieron. Sus ojos volvieron a abrirse y se iluminaron otra vez—. ¡Miles! Gracias a Dios que estás aquí. —Movió las manos, y se topó con las ataduras—. ¿Qué es esto? Sácame de aquí.
—Simon. ¿Qué día es hoy?
—Mañana es el cumpleaños del Emperador. ¿O es hoy? Estás vestido para la ocasión… Tengo que estar allí.
—No —dijo Miles—. El cumpleaños del Emperador fue hace semanas. Tu chip de memoria funciona mal. Tienes que quedarte aquí hasta que descubran qué le pasa, y lo arreglen.
—Oh.
Cuatro minutos más tarde, Illyan volvió la cabeza hacia Miles; sus labios se fruncieron en una mueca de asombro.
—Miles, ¿qué demonios estás haciendo aquí? Te envié a Tau Ceti. ¿Por qué nunca obedeces una orden?
—Simon, tu chip de memoria funciona mal.
Illyan vaciló.
—¿Qué día es hoy? ¿Dónde estoy?
Miles repitió la información.
—Santo Dios —susurró Illyan—. Eso sí que es una pega —dijo ausente, con aspecto preocupado.
Cinco minutos más tarde, Illyan lo miró y dijo:
—Miles, ¿qué demonios estás haciendo aquí?
Mierda
. Tuvo que levantarse, y darse la vuelta durante un momento.
No sé cuánto más de esto puedo soportar
. Se dio cuenta de que el doctor Ruibal lo observaba atentamente.
—¿Ha estado así toda la semana? —preguntó.
Ruibal sacudió la cabeza.
—Ha habido una progresión definida y medible. Sus… ¿cómo describirlo? Sus momentos de confusión temporal son progresivamente más frecuentes. El primer día me pareció advertir seis saltos perceptivos. Ayer fueron seis por hora.
Ahora era el doble. Miles se volvió. Un poco después, Illyan lo miró, y su cara se iluminó al reconocerlo.
—Miles. ¿Qué demonios está pasando?
Pacientemente, Miles volvió a explicárselo. No importaba si repetía las palabras, advirtió. Illyan no iba a cansarse. Ni a recordarlo, cinco minutos más tarde.
En la siguiente ronda, Illyan lo miró con el ceño fruncido.
—¿Quién demonios es usted?
—Miles. Vorkosigan.
—No sea absurdo. Miles tiene cinco años.
—Tío Simon. Mírame.
Illyan lo miró atentamente, luego susurró:
—Cuidado. Tu abuelo quiere matarte. Confía en Bothari.
—Oh, ya lo hago —suspiró Miles.
Tres minutos después:
—¡Miles! ¿Qué demonios está pasando? ¿Dónde estoy?
Miles repitió la cantinela.
—¿Cómo es que cree en usted todo el tiempo? —comentó el guardia del ojo hinchado—. Sólo cree en nosotros una vez de cada cinco. Las otras cuatro trata de matarnos.
—No lo sé —dijo Miles, sintiéndose infinitamente molesto.
Otra vez.
—¡Miles! ¡Vorberg te encontró!
—Sí… ¿sí? —Miles se enderezó—. Simon, ¿qué día es hoy?
—Dios, no lo sé. Mi maldito chip está jodido más allá de toda posibilidad de reparación. Se está convirtiendo en moco dentro de mi cabeza. Me está volviendo loco. —Agarró la mano de Miles, con fuerza, y le miró a los ojos con absoluta urgencia—. No puedo soportarlo. Si no se puede arreglar… jura que me cortarás la garganta. No dejes que continúe eternamente. No podré hacerlo yo solo. Júramelo. ¡Tu palabra como Vorkosigan!
—¡Dios, Simon, no puedo prometer eso!
—Tienes que hacerlo. No puedes abandonarme a una eternidad de esto. Júralo.
—No puedo —susurró Miles—. ¿Es… para esto por lo que enviaste a Vorberg a buscarme?
El rostro de Illyan volvió a cambiar, la desesperación convirtiéndose en asombro.
—¿Quién es Vorberg? —entonces con sospecha—. ¿Quién demonios es usted? —Illyan se soltó de su mano.
Miles lo soportó cinco veces más, luego salió al pasillo. Se apoyó contra la pared, cabizbajo, hasta que pasó la náusea. Su cuerpo temblaba con escalofríos reprimidos que viajaban de abajo arriba. El doctor Ruibal esperaba. Ivan aprovechó la oportunidad para salir y respirar profundamente.
—Ya ve a qué nos enfrentamos —dijo Ruibal.
—Esto es… insoportable. —La voz de Miles era un suspiro, pero Ruibal dio un respingo—. Ruibal. Haga que lo laven. Que lo afeiten. Vístalo. Hay un traje de civil completo en su apartamento de abajo, lo sé. —Tal vez si Illyan no pareciera tanto un animal, no lo tratarían como si lo fuese.
—Mi señor —dijo el coronel—. No me gusta pedir a mis hombres que se arriesguen a perder más dientes. Pero si usted está presente, lo intentaremos. Es la única persona que he visto a quien no ha intentado matar.