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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Recuerdos (29 page)

BOOK: Recuerdos
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—Vorkosigan, no tiene nada que hacer en este sitio. Por favor, márchese.

—No.

—Entonces haré que lo expulsen.

—Entonces regresaré.

Haroche frunció los labios.

—Supongo que no conseguiré que lo fusilen, considerando quién es su padre. Y además, se sabe que tiene usted… problemas mentales. Pero si sigue molestando, haré que lo arresten.

—¿Bajo qué acusación?

—Irrumpir en una sala restringida es suficiente para un año de reclusión. Imagino que podrían ocurrírseme más cosas. Resistir al arresto es casi seguro. Pero no vacilaría en hacer que le disparen para aturdirlo.

No se atrevería
.

—¿Cuántas veces?

—¿Cuántas veces tiene previsto que sea necesario?

—No sabe usted contar más allá de veintidós con las botas puestas Haroche —dijo Miles entre dientes. En aquel planeta lastrado por las mutaciones, era un serio insulto dar por sentado que alguien tenía dedos de más. Tanto Martin como el encargado vieron alarmados que la temperatura de la conversación aumentaba.

El rostro de Haroche se puso rojo.

—Ya basta. Illyan fue muy blando al licenciarlo… tendría que haberle sometido a un consejo de guerra. Salga de mi edificio ahora mismo.

—No hasta que vea a Illyan.

Haroche cortó la comunicación.

Un minuto más tarde, dos guardias armados doblaron una esquina y avanzaron hacia Miles, que trataba de conseguir que el encargado se pusiera de nuevo en contacto con el secretario de Haroche.
Maldición, no se atrevería… ¿o sí?

Sí. Sin más preámbulos, cada guardia lo cogió de un brazo y empezaron a arrastrarlo hacia la puerta. No les importó demasiado que sus pies tocaran el suelo o no. Martin los siguió como un cachorrillo excitado, sin saber si ladrar o morder. Atravesaron la puerta. Atravesaron la verja exterior. Lo depositaron en la acera, fuera del perímetro de la muralla, apenas de pie.

El oficial de mayor graduación se dirigió a los guardias.

—El general Haroche acaba de dar una orden directa. Si este hombre trata de volver a entrar en el edificio, hay que aturdirlo.

—Sí, señor. —El guardia saludó, y miró incómodo a Miles.

Éste se puso rojo, jadeó en busca de aliento, sintiendo el pecho cargado de humillación y furia. Los guardias se dieron la vuelta y entraron de nuevo.

Al otro lado de la calle, una franja de parque pelado, vacío ahora con la fría bruma, tenía bancos que daban a la infame arquitectura de SegImp. Miles, aturdido, cruzó hasta allí y se sentó a contemplar el edificio que le había derrotado por segunda vez. Martin lo siguió inseguro, y se sentó torpemente en el otro extremo del banco, esperando órdenes. No se atrevía a hablar.

Salvajes visiones de una incursión al estilo Naismith pasearon por la mente de Miles. Se imaginó dirigiendo a sus mercenarios de uniforme gris y descendiendo a lo ninja por el costado del cuartel general de SegImp… chorradas. Realmente conseguiría que le pegaran un tiro, ¿no? El desprecio resopló en sus labios. Illyan era un prisionero que estaba fuera del alcance de Naismith.

¿Cómo se atreve Haroche a amenazarme?
Miles ardía por dentro. Demonios, ¿y por qué no iba a atreverse? Como odiaba ser juzgado solamente por sus propios méritos supuestos, el propio Miles había pasado los últimos trece años evitando a Lord Vorkosigan. Había querido que lo vieran como un ser único, no el hijo de su padre, ni el nieto de su abuelo, ni el descendiente de ningún otro Vorkosigan durante las últimas once generaciones. Lo había intentado con tanto ímpetu que no era extraño que hubiera convencido a todo el mundo, incluido él mismo de que Lord Vorkosigan no… contaba.

Naismith estaba obsesionado con ganar a toda costa, y que lo vieran hacerlo.

Pero Vorkosigan… Vorkosigan no podía rendirse.

No era lo mismo, ¿no?

Negarse a rendirse era una tradición familiar. Los Lores Vorkosigan a lo largo de la historia habían sido apuñalados, acribillados, ahogados, atropellados y quemados vivos. De forma más reciente y espectacular, uno había sido partido literalmente por la mitad, y luego congelado, descongelado, cosido, y puesto en pie para que continuara caminando a ciegas. Miles se preguntó si la legendaria testarudez de los Vorkosigan no era sólo suerte, aunque no sabía decir si buena o mala. Tal vez uno o dos habrían intentado rendirse de verdad, pero tuvieron la oportunidad, como en el relato de aquel general cuyas últimas palabras fueron
No se preocupe, teniente, el enemigo no puede alcanzarnos a esta dis
… El chiste sobre el distrito Dendarii era que había querido rendirse, pero no se pudo encontrar entre ellos a nadie que fuera lo bastante culto para descifrar la orden cetagandana de amnistía, así que siguieron combatiendo hasta la victoria.
Soy más montañés de lo que pensaba
. Tendría que haberlo sospechado de un hombre a quien en secreto le gustaba el sabor del licor de arce.

Naismith podía, sin discusión, hacer que mataran a Vorkosigan. Podía despojar al pequeño lord de toda tendencia humana positiva hasta el pelado y desnudo poso Dendarii, frío y estéril. Naismith había usurpado su energía, le había robado tiempo, temple, sabiduría, sangrado el volumen de su propia voz, incluso le había robado su sexualidad. Pero ni siquiera Naismith podía llegar más lejos de ese punto. Un montañés, tan obtuso como las rocas, no sabía rendirse.
Soy el hombre que es dueño de Vorkosigan Vashnoi
.

Miles echó atrás la cabeza y soltó una carcajada, saboreando el regusto metálico de la fina lluvia.

—¿Mi señor? —dijo Martin, inquieto.

Miles se aclaró la garganta, y trató de borrar la extraña sonrisa de su rostro.

—Lo siento. Acabo de darme cuenta de por qué no me había hecho arreglar todavía la cabeza. —Y él había pensado que Naismith era el astuto. La Última Resistencia de Vorkosigan, ¿eh?—. Me pareció gracioso.

Hilarante, de hecho. Se levantó, reprimiendo otra carcajada.

—No irá a intentar volver a entrar ahí, ¿verdad? —preguntó Martin, alarmado.

—No. No directamente. Vamos primero a la Residencia Vorkosigan, Martin.

Se duchó otra vez, para lavar la acumulación de lluvia y suciedad de la ciudad, pero sobre todo para quitarse el desagradable y persistente olor de la vergüenza. La costumbre del bautismo del pueblo de su madre le cruzó por la cabeza también. Con una toalla alrededor de la cintura, visitó varios armarios y cajones para sacar su ropa e inspeccionarla.

Hacía siete años que no se ponía el uniforme de la Residencia Vorkosigan, ni siquiera para los cumpleaños del Emperador o los bailes de Feria de Invierno, pues los descartaba en favor de lo que le parecía la condición superior de los uniformes reales del Servicio Militar Imperial, bien fuera el verde de faena o el azul y rojo de gala. Tendió el tejido marrón sobre su cama, vacío como la piel descartada de una serpiente. Inspeccionó las costuras y el bordado de plata de los logotipos Vorkosigan en el cuello y los hombros y las mangas, buscando cuidadosamente cualquier desgaste o daño; pero algún meticuloso sirviente lo había mantenido todo limpio y bien guardado, y estaba en excelente estado. Las oscuras botas marrones también salieron de su bolsa protectora brillando suavemente.

Los condes y sus herederos honrosamente retirados del servicio imperial activo podían, según una antigua costumbre, llevar condecoraciones militares en los uniformes de la Residencia, en reconocimiento a la posición histórica y oficial de los Vor como… ¿cuál era aquella frase tan tonta?: «Los Tendones del Imperio, el Brazo Derecho del Emperador.» Nadie los había llamado jamás los Cerebros del Imperio, cayó Miles en la cuenta con desagrado. ¿Cómo era que nadie había reclamado ser, digamos, la Vesícula Biliar del Imperio, o el Páncreas del Emperador? Era mejor dejar sin examinar algunas metáforas.

Miles no se había puesto ni una sola vez todas sus condecoraciones, en parte porque cuatro quintas partes de ellas se referían a actividades secretas y ¿qué gracia tenía una condecoración de la que no se podía contar una buena historia?, y en parte porque… ¿por qué? ¿Porque pertenecían al almirante Naismith?

Ceremoniosamente, las colocó sobre la túnica marrón en el orden que les habría correspondido. Las insignias de mala suerte como la que Vorberg acababa de ganar por resultar herido llenaban una fila entera y parte de otra. Su primera medalla ganada procedía del Gobierno vervani. Su alto honor más reciente había llegado algo tarde de los agradecidos marilacanos, por correo-salto. Le encantaban las operaciones encubiertas; lo llevaban a sitios tan extraños… Sacó no menos de cinco Estrellas Imperiales Barrayaresas de diversos metales, dependiendo más de cuánto había sudado Illyan en el cuartel general durante cada misión que de la cantidad de sangre que el propio Miles había vertido en primera línea. El bronce sólo representaba las uñas de su comandante mordidas hasta la falange; el oro significaba comidas hasta la muñeca.

Vaciló, luego colocó el medallón dorado de la Orden del Mérito Cetagandano con su vistoso lazo, adecuadamente, alrededor del alto cuello de la túnica. Era frío y pesaba. Podía ser uno de los pocos soldados en la historia que habían sido condecorados por ambos bandos en la misma guerra… aunque, para ser sincero, la Orden del Mérito había llegado más tarde, y para variar había sido concedida a Lord Vorkosigan, no al pequeño almirante.

Cuando todas las medallas estuvieron en fila, el efecto era de vértigo.

Separadas en los pequeños compartimentos secretos, no se había dado cuenta de cuánto había acumulado hasta que lo unió todo otra vez. No, otra vez no. Por primera vez.

Dejémoslo todo a la vista
. Sonriendo con tristeza, se las colocó. Se puso primero la camisa de seda blanca que iba debajo, los tirantes con bordados de plata, los pantalones marrones con la línea plateada, las botas de montar relucientes. Por último, la pesada túnica. Aseguró la daga de su abuelo con el sello Vorkosigan en el mango enjoyado en su lujosa vaina, y el cinturón alrededor de la cintura. Se peinó, y dio un paso atrás para mirarse, resplandeciente, en el espejo.

Nos volvemos nativos, ¿eh?
La voz sarcástica se hacía más débil.

—Si piensas abrir una lata de gusanos —dijo en voz alta por primera vez—, será mejor que te tomes la molestia de llevarte un abrelatas.

Martin, entretenido en la lectura con un visor de mano, alzó la cabeza al oír los pasos de Miles, y parpadeó complaciente dos veces.

—Trae el coche hasta la puerta principal —le ordenó Miles con frialdad.

—¿Adónde vamos? Mi señor.

—A la Residencia Imperial. Tengo una cita.

16

Gregor recibió a Miles en la serena intimidad de su oficina en el ala norte de la Residencia. Estaba sentado ante su comuconsola, contemplando algo, y no alzó la cabeza hasta después de que el mayordomo terminó de anunciar a Miles y se marchó. Pulsó un control y el holovid se desvaneció, revelando al hombre pequeño y uniformado de marrón que tenía delante.

—Muy bien, Miles, de qué va todo es… santo Dios. —Gregor se enderezó, sorprendido; sus cejas se alzaron cuando empezó a captar los detalles—. Creo que nunca te había visto actuar como un Lord Vorkosigan a propósito.

—A estas alturas, el propósito me sale por las orejas. Apostaría —su muletilla solía ser «apostaría mis ojos plateados de SegImp»—, cualquier cosa a que con Illyan pasa algo más gordo de lo que te ha dicho Haroche.

—Sus informes son a la fuerza resumidos —dijo Gregor despacio.

—Ja. Tú también lo has notado, ¿verdad? ¿Te ha comunicado alguna vez Haroche que Illyan pidió verme?

—No… ¿Lo ha hecho? ¿Y cómo lo sabes tú?

—Me enteré por, digamos, una fuente anónima digna de confianza.

—¿Hasta qué punto lo es?

—Imaginar que me engañó con una historia falsa sería atribuir una mente que bordea lo barroco a una persona a quien considero casi dolorosamente simple. Y luego está el problema de la motivación. Digamos simplemente que es lo bastante digna de confianza a efectos prácticos.

—Según tengo entendido —dijo Gregor con calma—, Illyan en este momento está… bueno, para ser francos, peligrosamente fuera de sí. Ha estado exigiendo un montón de cosas imposibles. Una incursión vía naves de salto al centro Hegen para repeler una invasión imaginaria.

—Fue real una vez. Estuviste allí.

—Hace diez años. ¿Cómo sabes que esto no forma parte de los mismos parloteos alucinatorios?

—Ése es el tema. No puedo juzgar, porque no me han permitido verlo. No se le ha permitido a nadie. Ya te has enterado por Lady Alys.

—Er, sí.

—Haroche me ha bloqueado el paso dos veces. Esta mañana se ofreció a aturdirme si continuaba dándole la lata.

—¿Fuiste muy latoso?

—Sin duda, puedes pedir (si yo fuera tú lo haría) una revisión de la grabación de nuestra última conversación en la comunconsola de Haroche. Pero Gregor, tengo derecho a ver a Illyan. No como antiguo subordinado suyo, sino como hijo de mi padre. Una obligación Vor que nada tiene que ver con la jerarquía militar de SegImp y que sigue otro cauce. Para preocupación de ellos, sin duda, pero ése es su problema. Sospecho… no sé qué sospecho. Pero no podré quedarme quieto hasta que lo descubra.

—¿Crees que hay algo sospechoso?

—No… necesariamente —dijo Miles más despacio—. Pero la estupidez puede ser a veces peor que la malicia. Si ese deterioro del chip es parecido a mi crioamnesia, Illyan tiene que estar pasando un infierno. Perderte dentro de tu propia cabeza… no me he sentido más solo en la vida. Y nadie vino a por mí, hasta que apareció Mark. Como mínimo, Haroche está manejando mal este asunto debido a los nervios y la inexperiencia, y necesita ser amable, o tal vez no tanto, para enmendarlo. En el peor de los casos… la posibilidad de un sabotaje deliberado se te ha pasado también a ti por la cabeza. Aunque no hayas hablado mucho conmigo.

Gregor se aclaró la garganta.

—Haroche me pidió que no lo hiciera.

Miles vaciló.

—Ha leído por fin mis archivos, ¿no?

—Eso me temo. Haroche tiene… unos rigurosos baremos de lealtad.

—Sí, bueno… no son sus baremos de lealtad lo que estoy cuestionando. Es su juicio. Sigo queriendo entrar.

—¿A ver a Illyan? Puedo ordenar eso, supongo. Aunque tardará cierto tiempo.

—No, más que eso. Quiero examinar cada mínimo dato referido al caso, médico o de lo que sea. Quiero supervisar.

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