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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Resurrección (24 page)

BOOK: Resurrección
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Por supuesto que, en aquel entonces, todos habían abjurado de algo tan burgués como la monogamia, y Beate, aquella estudiante de matemáticas italiana con el pelo color cuervo que había vuelto loco a Scheibe, jamás habría permitido que ningún hombre pensara que ella le pertenecía; de todas maneras, era lo más cercano a enamorarse que Paul había experimentado. No era sólo que Müller-Voigt se acostara con Beate; era que lo había hecho con la misma arrogancia desconsiderada con que había tenido sexo con docenas de mujeres. Para él no había significado nada, y Scheibe estaba bastante seguro de que en la actualidad Müller-Voigt probablemente ni siquiera lo recordaba.

Y en ese momento, dos décadas más tarde, cada vez 1ue Paul Scheibe se encontraba con Müller-Voigt, o incluso oía mencionar el nombre del político, experimentaba los mism0 sentimientos de envidia y odio que había padecido entonces, cuando eran estudiantes. Más tarde, Scheibe había logrado, de alguna manera, construir una vida nueva y más exitosa. Y Müller-Voigt había permanecido en los márgenes del mundo de Scheibe, como un recordatorio constante e indeseado de los viejos tiempos. Pero de pronto Müller-Voigt había dejado de ser el único recordatorio de aquella época.

Scheibe apretó la frente contra el cristal, esperando que estuviera fresco, pero el escaparate sólo reflejó el calor y la humedad de sus cejas. Un viandante que pasaba chocó contra él y lo arrancó de su ensimismamiento. ¿Qué hacía allí? ¿Qué haría después? Sabía que había salido del Rathausmarkt decidido a encontrar una respuesta.

Tenía que hallar un lugar tranquilo para pensar. Un lugar donde pudiera darle sentido a todo aquello.

Apartó la mirada de la pantalla de televisión y comenzó a caminar con resolución por la Mónckebergstrasse hacia la Hauptbanhhof de Hamburgo, la estación de tren.

14.30 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Hay una burocracia de la muerte: cada caso de homicidio genera una montaña de formularios que hay que presentar e informes que redactar. Después de su reunión con el policía ucraniano y Markus Ullrich, a Fabel le resultó difícil concentrarse en el papeleo que se había acumulado. Tenía tantas cosas en la cabeza que perdió la noción del tiempo y de pronto se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno.

Bajó en el ascensor hasta la cafetería del Polizeipräsidium y puso un bocadillo y un café en su bandeja. La cafetería estaba Prácticamente vacía y se dirigió hacia la ventana para elegir una mesa. Fue entonces cuando vio a Maria sentada con Tur-chenko. El detective ucraniano estaba inclinado hacia atrás en la silla, mirando la taza de café que tenía delante sobre la mesa, y Parecía estar dando una detallada explicación. Maria seguía con concentración las palabras del ucraniano. Había algo en esa imagen que no le gustó a Fabel.

—¿Les molesta que me siente con ustedes? —preguntó.

Turchenko alzó la mirada y le dedicó una amplia sonrisa. —Para nada, Herr Kriminalhauptkommissar. Adelante. Maria también sonrió, pero su expresión daba a entender que la interrupción la irritaba.

—Usted habla un alemán excelente, Herr Turchenko —dijo Fabel.

—Lo estudié en la universidad, además de la carrera de Leyes. Pasé un tiempo en la ex Alemania Oriental como estudiante. Siempre me he sentido fascinado por Alemania, y eso me convirtió en una elección obvia cuando buscaron a alguien que viniera aquí a rastrear a Vitrenko.

—¿También tiene experiencia en fuerzas especiales? —preguntó Fabel.

Turchenko se echó a reír.

—Por Dios, no… De hecho, hace poco que soy agente de policía. Era abogado penalista y civil en Lviv. Después de la Revolución Naranja, en la que yo participé activamente, pasé a ser fiscal de lo penal y luego fui contactado por el nuevo gobierno. Me preguntaron si estaría dispuesto a supervisar una nueva brigada contra el crimen organizado que se encargaría específicamente del contrabando de personas y la prostitución forzosa. Básicamente, mi trabajo consiste en frenar lo que se ha convertido en el nuevo comercio de esclavos. Me escogieron a mí porque no tengo conexiones con el viejo régimen. —Entiendo que las cosas están cambiando en Ucrania. Turchenko sonrió.

—Ucrania es un país hermoso, Herr Fabel. Uno de los más bellos de Europa. Aquí la gente no tiene la menor idea. También es un país repleto de todo tipo de recursos naturales… una tierra de una fertilidad increíble, que alimentaba a toda la ex URSS. Además posee ricos yacimientos de toda clase de minerales y tiene un gran potencial turístico. Yo amo a mi país y tengo grandes esperanzas para su futuro. Creo que se convertirá en una de las naciones más exitosas y ricas de Europa-Hará falta más de una generación para lograrlo, desde luego» pero ocurrirá. Y los primeros pasos ya se han dado… la democracia y la liberalización. Pero hay problemas. Ucrania esta dividida. En el oeste, miramos a Occidente para fijar nuestro futuro. Pero en Ucrania oriental todavía hay gente que cree que tenemos que mantener cierta unidad con Rusia. —Turchenko hizo una pausa—. Ustedes, los alemanes, tendrían que poder entenderlo. Su país ha renacido muchas veces, y no todas las reencarnaciones han sido positivas. En Ucrania estamos atravesando un renacimiento. Nuestro país está empezando una nueva vida, una vida que creamos nosotros en la calle. Y las personas como Vasyl Vitrenko no tienen nada que hacer en ella.

—Vitrenko es una presa extremadamente peligrosa —dijo Fabel—. Tendrá que tener mucho cuidado.

—Yo soy cauteloso por naturaleza. Y tengo a su policía aquí, para protegerme. —Turchenko hizo un amplio gesto con el brazo, como si abrazara a la totalidad del Polizeipräsidium—. Tengo un guardaespaldas de la GSG9 conmigo todo el tiempo. —Lanzó una risita y se llevó un dedo a la sien—. No soy un hombre de acción. Soy un hombre de pensamiento. Creo que la manera de encontrar y capturar a este monstruo es pensar mejor que él.

Fabel sonrió. Aquel pequeño ucraniano le caía bien; era un hombre que claramente creía en lo que había dicho, que sentía entusiasmo por su trabajo profesional. Fabel se dio cuenta de que lo envidiaba.

—Le deseo suerte —dijo.

15.40 H, HOHENFELDE, HAMBURGO

—¿Cómo ha ido? —dijo Julia frunciendo el ceño. A Corne lius le molestó el hecho de que ese entrecejo fruncido creara tan pocas arrugas en su frente, como si su juventud se negara a rendirse a su preocupación. A Cornelius le parecía que estaba rodeado de juventud. Y que ésta se burlaba de él fuera donde fuese.

—No ha ido. —Cornelius arrojó las llaves sobre la mesa y se quitó la chaqueta.

Julia tenía treinta y dos años; Cornelius, exactamente treinta años más. Había dejado a su mujer por Julia tres años antes, en las vísperas de su cumpleaños número cincuenta y nueve. Su matrimonio había vivido casi tanto como la mujer por la que le había puesto fin y la edad de Julia era más cercana a la de sus hijos que a la suya. En aquel entonces, Cornelius supuso que estaba recuperando una percepción de juventud, de vigor. Pero ahora se sentía cansado todo el tiempo; cansado y viejo. Se sentó a la mesa.

—¿Qué te ha dicho? —Julia le sirvió una taza de café y se sentó al otro lado de la mesa.

—Ha dicho que mi momento ha pasado, básicamente eso. —Contempló a Julia como si estuviera tratando de deducir qué estaba haciendo ella en su cocina, en su apartamento. En su vida—. Y tiene razón, ¿sabes? El mundo ha seguido andando. Y en algún lugar del camino me dejó atrás.

Cornelius apartó el café. Sacó un vaso y una botella de whisky de un armario y se sirvió una generosa cantidad.

—Eso no te va a ayudar… —dijo Julia.

—Tal vez no cure la enfermedad. —Bebió un sorbo importante e hizo un gesto torciendo la cara—. Pero seguro que ayuda con los síntomas. Me anestesia.

—No te preocupes. —La sonrisa reconfortante de Julia no sirvió para otra cosa que irritar a Cornelius todavía más—. Te ofrecerán algo interesante pronto. Ya lo verás. Por cierto, alguien te ha llamado por teléfono cuando no estabas, hace unos quince minutos.

—¿Quién?

—Al principio no ha querido dejar ningún nombre. Luego ha dicho que te dijera que era Paul y que te llamaría más tarde.

—¿Paul? —Cornelius frunció el ceño como si estuviera tratando de pensar quién podría ser Paul, luego le restó importancia encogiéndose de hombros—. Voy a mi estudio. Y me llevo mi anestesia.

Fue otro el nombre que llamó su atención. Cuando se puso de pie, vio un ejemplar del
Hamburger Morgenpost
sobre la mesa. Cornelius dejó el vaso y cogió el periódico. Lo contempló fijamente durante un largo momento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Julia—. ¿Algún problema? Cornelius no respondió y siguió concentrado en el artículo. Nombraba a alguien que había muerto asesinado. Pero el nombre llevaba veinte años muerto para Cornelius. Era la noticia de la muerte de un fantasma.

—Nada —dijo, y dejó el periódico sobre la mesa—. Nada de nada.

Fue entonces cuando dedujo quién era Paul.

19.40 H, ESTACIÓN DE FERROCARRILES DE NORDENHAM, 145 KILÓMETROS AL OESTE DE HAMBURGO.

Era un atardecer hermoso. Los rescoldos del sol flotaban en el horizonte detrás de Nordenham y el Weser resplandecía en silencio en su camino hacia el Mar del Norte. Paul Scheibe nunca había pisado Nordenham antes, lo que era irónico, considerando la forma en que aquel pequeño pueblo de provincias había proyectado una sombra gigantesca en su vida.

Durante un momento, Scheibe volvió a ser exclusivamente un arquitecto, mientras contemplaba la estación de ferrocarriles de Nordenham. Arquitectónicamente no era su estilo; aun así, era un edificio sorprendente, aunque tuviera el tradicional estilo sólido, a veces austero, del norte de Alemania. Recordó haber leído que tenía más de cien años y que poco tiempo antes lo habían declarado patrimonio oficial.

Aquí.

Había ocurrido aquí, sobre este andén. Este era el escenario en que se había desarrollado el drama más importante de su vida, y él no había estado presente. Ni tampoco los otros. Seis personas, a 150 kilómetros de distancia, habían tomado la decisión de sacrificar a un ser humano sobre este andén. Una vida que llegaba a su fin, seis vidas libres para volver a empezar. Pero no había sido sólo una vida la que se había perdido en este sitio. Piet también había muerto aquí, al igual que Michaela y un policía. De todas maneras, Paul Scheibe nunca había sentido culpa sobre esas vidas perdidas; todo había quedado eclipsado por la intensa sensación de alivio, de liberación, que llegaba de saber que todo había terminado. Pero no había terminado. Algo, alguien, había regresado de aquella época oscura.

«Dedúcelo —se decía sin parar—. Dedúcelo». ¿Quién estaba matando a los miembros del grupo? Tenía algo que ver con ese lugar y con lo que había ocurrido allí. Pero ¿quién estaba detrás de eso? ¿Podría ser alguno de los cuatro miembros que quedaban? A Scheibe le resultaba imposible imaginarlo; sencillamente, no había nada que ganar, ni tampoco había rencores, viejas cuentas que saldar. Sólo el deseo de no tener nada que ver entre sí.

Scheibe sintió que lo sobrecogía algo frío: ¿y si Franz no había muerto en ese sitio? Habían adorado a Franz, le habían seguido; pero, más que nada, le habían temido. ¿Y si su muerte había sido un fraude, una conspiración, alguna clase de pacto con las autoridades? ¿Y si, de alguna manera, había sobrevivido?

No tenía sentido, pero esos homicidios debían de tener alguna relación con lo que había ocurrido allí, en aquel andén ferroviario de provincias veinte años antes. Scheibe ya comenzaba a arrepentirse de haberle dejado un mensaje a Cornelius. No iba a ponérselo fácil al asesino, ni tampoco iba a arriesgar su carrera retomando relaciones que convenía mantener olvidadas. Se había esforzado demasiado por todo lo que había logrado desde la última vez que se vieron; no pensaba abandonar nada de aquello.

Scheibe miró su reloj; ya eran casi las ocho. Se sentía cansado y sucio. No había comido desde el almuerzo en la Rathaus y sentía un vacío en su interior. Se sentó en un banco del andén y contempló sin comprender las vías y el paisaje llano que estaba al otro lado. Su mirada atravesó el Weser y se perdió en el Luneplate, al otro lado.

Podía resolver este asunto. Ésa era la razón por la que ellos siempre habían confiado en él en aquella época: su capacidad para planificar una estrategia de la misma manera en que podía planificar un edificio. Más que una estructura, pero con todos los detalles integrados. Él había sido el arquitecto de lo que había tenido lugar aquí: se había liberado a sí mismo y a los otros. Ahora tenía que volver a hacerlo. Buscó en el bolsillo ele su arrugada chaqueta de lino negro y extrajo su teléfono móvil. No, podrían rastrear su número; después de todo, hacía muy poco tiempo le habían explicado los riesgos de usar un teléfono móvil. Sabía que tenía que ser muy cuidadoso. Llamaría a la policía. Una llamada anónima. Haría un trato que lo mantuviera fuera de todo esto. Como la última vez.

Un teléfono público. Tenía que encontrar un teléfono público. Paul se volvió y recorrió con la mirada el paisaje que lo rodeaba.

Fue entonces cuando el joven de pelo negro salió al andén. No hubo ninguna vaga sensación de reconocimiento. Paul no hizo ningún esfuerzo por recordar dónde o cuándo o en qué circunstancias había visto aquel rostro antes. Tal vez porque estaba viéndolo en ese contexto.

El joven avanzó hacia Paul con aire decidido.

—Sé quién eres —dijo Paul—. Sé exactamente quién eres.

El joven sonrió y sacó la mano brevemente del bolsillo de la chaqueta para enseñarle la Makarov automática.

—Vayamos a algún lugar más privado para hablar. Tengo el coche aparcado fuera —dijo, señalando la salida del andén con un movimiento de la cabeza.

20.00 h, Sankt Pauli, Hamburgo

—Si esto arruina tu reputación, házmelo saber. —Anna Wolff le sonrió a Henk Hermann mientras se acercaban a la barra.

The Firestation era un edificio grande y cuadrado en el Kiez de Sankt Pauli. Por fuera era una más de aquellas edificaciones de obra vista de los años cincuenta que habían surgido en todo Hamburgo como hierbajos, en los sitios vacíos creados Por las bombas de la segunda guerra mundial. En su interior, tampoco tenía nada notable, aunque de una manera completamente diferente. La decoración era una variación de la misma temática de diseño de moda que podía encontrarse en bares y clubes de todo el mundo: una sofisticación vagamente
retro
que no tenía nada de sorprendente ni de inspiradora. Incluso la música de fondo era la previsible banda de sonido
chíll-out
. Para Anna, que prefería los clubes y bares un poco más movidos, The Firestation no era interesante. Pero, de todas maneras, no era un club diseñado para Anna. Ni para nadie de su sexo.

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