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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Resurrección (45 page)

BOOK: Resurrección
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Después de que un agente uniformado le entregara el reproductor, Fabel cerró la puerta de su despacho, un gesto que todos los que trabajaban con él sabían interpretar como una señal de que no quería que lo molestaran, y conectó el contestador automático en su teléfono. El casete que Ingrid Fischmann le había enviado no era de la misma época que la grabación original, y el zumbido de la estática que sonó tan pronto presionó el botón de reproducción le hizo pensar que probablemente se tratara de la copia de una copia. Subió el volumen un poco para compensar. Se oyeron unos golpes y el sonido amortiguado de los movimientos de un micrófono. Luego, la voz de un hombre.

«Me llamo Ralf Fischmann. Tengo treinta y nueve años y era el chófer de Herr Thorsten Wiedler, del Grupo Industrial Wiedler. Por causa de esa tarea, recibí tres disparos, uno en el costado y dos en la espalda, efectuados por los terroristas que secuestraron a Herr Wiedler. No puedo entender qué pecado cometí para merecer que me dispararan. Pero, de la misma manera, tampoco puedo entender cuál fue el gran pecado cometido por Herr Wiedler para merecer que lo arrancaran de su familia.

»Ya han pasado dos meses desde que me dispararon. Al principio los médicos exhibían un alegre optimismo y me decían que era como esperar a que un hematoma se curara, que cuando disminuyera la inflamación en la columna vertebral, ¿quién sabría? Bueno, la inflamación ya ha disminuido y los médicos no suenan tan optimistas. Soy un lisiado. Nunca volveré a caminar. Eso ya lo sé, así como lo saben los médicos pero aún no quieren admitir. Soy un hombre sencillo; no soy estúpido, pero nunca tuve grandes ambiciones. Lo único que quería era trabajar mucho, mantener a mi familia y ser la mejor persona posible. Por alguna razón, la forma en que he vivido, con honradez y modestia, era ofensiva para alguien. Tan ofensiva que consideraron necesario meterme balas en la columna vertebral.

»Trabajé tres años para Herr Wiedler. Era un buen hombre. Uso el tiempo pasado porque me parece muy poco probable que siga vivo. Un buen hombre y un buen jefe. Era originario de Colonia y, como es típico allí, era amable y campechano… trataba a todos sus empleados como iguales. Si hacías algo mal, algo que no le gustaba, te lo decía. De la misma manera, podía invitarte a tomar una copa en un bar y hablar contigo sobre tu familia. Siempre me preguntaba por mi hija Ingrid y mi hijo Horst. Sabía que Ingrid era muy brillante y me prometió que llegaría lejos.

»El trabajo que hacía para Herr Wiedler era de chófer, en general. Le llevaba de su casa a la oficina cada día, y también cuando tenía reuniones en otras partes de Hamburgo y en el resto de la República Federal. Verán, Herr Wiedler detestaba viajar en avión. Si teníamos que atravesar todo el país, hasta Stuttgart o Munich, por ejemplo, él conversaba conmigo para que no me aburriera de tanto conducir por la Autobahn. A veces estudiaba algunos papeles en la parte trasera del coche, pero por lo general se sentaba conmigo delante y hablaba. A Herr Wiedler le gustaba mucho hablar. Me caía muy bien y me parecía esa clase de hombre que, si no fuera mi jefe, estaría feliz de tener como amigo. Quiero creer que él pensaba lo mismo de mí.

»La mañana del 14 de noviembre de 1977 estábamos los dos en el coche. Yo lo había recogido, como era habitual, en su casa en Blankenese. A diferencia de la mayoría de las mañanas, en que tenía que llevarlo directamente a su oficina, me había pedido que lo fuera a buscar más tarde porque teníamos que ir directamente a Bremen, donde él tenía una reunión con una empresa que era cliente de la suya. Desde el secuestro, ese detalle siempre me ha intrigado. Me resultaría más fácil de entender si la emboscada hubiera tenido lugar en nuestro camino normal hasta las oficinas centrales de Wiedler, que estaban hacia el norte, pero nos estaban esperando en el camino al centro de la ciudad, donde cogeríamos la Al en dirección de Bremen. Sólo se me ocurre que los terroristas tenían a alguien dentro de la compañía Wiedler, o que algún miembro de la banda nos siguió desde la residencia de Wiedler y estaba en contacto con los otros a través de intercomunicadores.

»Eran alrededor de las diez y media de la mañana. Estábamos a punto de coger la Autobahn cuando vi una furgoneta negra Volkswagen que estaba parada, pero en un ángulo que daba a entender que había efectuado un viraje brusco. Había un hombre con traje de ejecutivo agitando los brazos frenéticamente sobre la cabeza y lo que parecía un cuerpo tumbado en medio del camino. Daba la impresión de que la furgoneta lo había arrollado. Detuve el coche a un lado del camino. Había otro coche detrás de nosotros que también paró. Herr Wiedler y yo corrimos hasta la persona herida y una pareja joven salió del coche de detrás de nosotros y nos siguió. Cuando nos acercamos al cuerpo vimos que tenía puesto un mono azul y no pudimos distinguir si era hombre o mujer. Entonces, de pronto, la persona que estaba en el suelo se puso de pie de un salto y vimos que llevaba puesto un pasamontañas. Creo que era un hombre, aunque no muy alto. Tenía una metralleta. El hombre del traje de ejecutivo y del abrigo elegante sacó una pistola y nos apuntó. Todos nos paralizamos. Herr Wiedler, yo y la joven pareja. De pronto, dos personas más con monos azules y pasamontañas saltaron de la furgoneta llevando metralletas. Recuerdo haber pensado que el terrorista que había fingido ser un hombre de negocios era el único que no llevaba pasamontañas y me aseguré de echarle un buen vistazo. Él se dio cuenta y se enfadó mucho y me gritó a mí y a los otros que dejáramos de mirarlo.

»Los dos enmascarados de la VW corrieron, cogieron a Herr Wiedler y comenzaron a empujarlo hacia la furgoneta mientras los otros seguían apuntándonos. Di un paso adelante y el hombre del mono levantó su arma, de modo que me detuve y levanté las manos. Eso fue todo lo que hice. No hice ningún otro movimiento y el momento de actuar ya había pasado. Por eso no entiendo por qué me disparó. El hombre del traje dijo que yo lo estaba mirando otra vez y lo siguiente que recuerdo es el sonido de su arma. Recuerdo haber pensado que debían de estar usando balas de fogueo, porque era imposible que erraran a esa distancia, y yo no sentí ningún dolor, ningún impacto. Nada. Entonces noté algo mojado en mi costado que corría por mi pierna. Miré hacia abajo y me di cuenta de que sangraba de una herida justo encima de la cadera. Giré y empecé a caminar hacia el coche. No estaba pensando con lucidez; debió de ser la impresión. Sólo recuerdo haber pensado que tenía que llegar al coche y sentarme. Entonces oí dos disparos más y supe que me habían acertado en la espalda. Mis piernas, simplemente, dejaron de funcionar, y caí sobre el suelo de cara. Oí el grito de la mujer de la pareja joven, luego el chirrido de las ruedas cuando la furgoneta se alejó llevándose a Herr Wiedler. Eso no lo vi porque estaba boca abajo, pero me di cuenta de que era lo que estaba ocurriendo.

»La joven pareja corrió hacia mí y luego la mujer corrió hasta el camino para buscar ayuda mientras el chico permanecía a mi lado. Era una sensación muy extraña. Yo estaba allí, con la mejilla apretada contra la superficie del camino, y recuerdo haber pensado que parecía estar más caliente que yo. También recuerdo haber pensado que había defraudado a Herr Wiedler. Que tendría que haber hecho más. Iba a morir de todas maneras, de modo que tendría que haber hecho que valiera de algo. Entonces empecé a pensar en mi esposa Helga, y en los pequeños Ingrid y Horst, y en que se las tendrían que arreglar sin mí. Fue entonces cuando me enfadé de verdad y decidí que no iba a morir. Mientras yacía esperando que llegara la ambulancia, me concentré con fuerza en mantenerme consciente y la forma en que lo hice fue tratando de recordar cada detalle del hombre que no había podido esconder su rostro. Suponía que si lo atrapaban a él, podrían encontrar a los otros.

»Esos fueron los detalles que le di al dibujante de la policía. Le obligué a rehacer el dibujo una y otra vez. Cuando me preguntó si ya habíamos captado un parecido general al terrorista, le dije que sí, pero que su tarea no había terminado. Le dije que podríamos conseguir un retrato-robot perfecto del hombre que me disparó. De modo que reiniciamos el dibujo muchas veces más. Cuando terminamos, no teníamos la versión de un dibujante. Teníamos un retrato.

«Quedaré confinado a esta silla de ruedas por el resto de mi vida. Durante los últimos dos meses he tratado de entender qué es lo que estas personas creen que pueden lograr con la violencia. Dicen que esto es una revolución, una rebelión. ¿Pero una rebelión contra qué? Llegará un momento en el que se sabrá la verdad. Tal vez yo muera antes, pero esta cinta, y el retrato-robot que he ayudado a crear del terrorista que me disparó, son mi declaración».

Fabel apretó el botón de stop. Ahora entendía por qué Ingrid Fischmann estaba tan motivada para revelar la verdad. La voz de la cinta había hecho que Fabel se sintiera obligado a encontrar a las personas que habían secuestrado y asesinado a Thorsten Wiedler y consignado a Ralf Fischmann a una agonía corta e infeliz en una silla de ruedas; la presión que habría sentido Ingrid, como hija de Fischmann, era inimaginable.

Abrió la carpeta y buscó el dibujo que Ralf Fischmann había descrito en la cinta. Lo encontró. Una corriente eléctrica le recorrió la piel e hizo que se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Ralf Fischmann tenía razón: había obligado al dibujante a lograr un nivel de detalle mucho más alto de lo que era habitual en los retrato-robot de la policía. Era, por cierto, un retrato.

Fabel miró fijamente la cara muy real de una persona muy real. Una cara que reconocía.

—Ahora lo entiendo, cabrón —le dijo en voz alta a la cara que tenía delante—. Ahora sé por qué no querías que nadie te tomara una fotografía. Los otros tenían la cara tapada… tú eras la única persona que alguien vio.

Fabel dejó la imagen de un joven Gunter Griebel sobre su escritorio, se levantó de la silla y abrió de golpe la puerta de su oficina.

13.20 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, EÍAMBURGO

Werner había convocado a todo el equipo en la sala principal de reuniones. Fabel le había pedido que organizara ese encuentro para poder comunicarles lo que había descubierto sobre Gunter Griebel. Estaba claro que todas las víctimas habían pertenecido al grupo terrorista de Franz
el Rojo
Mülhaus, los Resucitados. También era más que probable que todos hubieran participado del secuestro y asesinato de Thorsten Wiedler. Fabel estaba convencido de que los asesinatos estaban relacionados con aquel suceso, pero la persona con más motivos para efectuarlos, Ingrid Fischmann, también había sido asesinada. Ella había mencionado a un hermano. Fabel había decidido encargar a alguien que lo rastreara y estableciera su paradero en el momento de cada homicidio.

Sin embargo, los acontecimientos se adelantarían a todas sus ideas.

La mayoría de los miembros de la brigada de Homicidios, al igual que el mismo Fabel, habían dormido muy poco en los últimos dos días, pero él se dio cuenta de que algo había disipado la fatiga de sus colegas. Ellos estaban sentados, en actitud expectante, en torno a la mesa de reuniones de madera de cerezo, mientras una fila de rostros muertos y despojados del cuero cabelludo —Hauser, Griebel, Schüler y Scheíbe— los contemplaban desde el tablero de la investigación. Aún no habían tenido tiempo de obtener una imagen de la última víctima, Beate Brandt, pero Werner había apuntado su nombre junto a las otras imágenes, dejando un espacio para ella entre los muertos, como una tumba recién cavada pero todavía vacía. Centrada sobre la fila de víctimas, la intensa mirada de Franz
el Rojo
Mülhaus flotaba sobre la sala desde la vieja fotografía de la policía.

—¿Qué tenéis vosotros? —Fabel se sentó en el extremo de la mesa que estaba más próximo a la puerta y se frotó los ojos con la base de las manos, como si tratara de quitarles el cansancio.

Anna Wolff se puso de pie.

—Bueno, para empezar, nos han informado de una denuncia sobre una persona desaparecida. Un tal Cornelius Tamm.

—¿El cantante? —preguntó Fabel.

—Ése mismo. Me temo que es un poco anterior a mi época. Nos hemos enterado de ello porque Tamm es contemporáneo de las otras víctimas. Desapareció hace tres días después de una actuación en Altona. Tampoco se encontró su furgoneta.

—¿Quién se ocupa de ello?

—He puesto a un equipo a cargo —dijo Maria Klee. Parecía tan cansada como Fabel—, con algunos de los agentes adicionales que nos han asignado. Les he dicho que probablemente estén buscando a la próxima víctima.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Fabel—. Pareces destrozada.

—Estoy bien… Sólo tengo dolor de cabeza.

—¿Qué otras cosas hay? —Fabel se volvió hacia Anna.

—Hemos tratado de deducir de qué va todo esto —respondió Anna Wolff con una sonrisa—. ¿Acaso Franz
el Rojo
Mülhaus, supuestamente muerto hace veinte años, ha regresado de la tumba? Bueno, tal vez sí. He revisado todos los datos que tenemos sobre Mülhaus, así como recortes de prensa de aquella época. —Anna hizo una pausa y hojeó la carpeta que tenía delante, sobre la mesa—. Tal vez Franz
el Rojo
haya regresado para vengarse bajo la forma de su hijo. Mülhaus no estaba solo en aquel andén de Nordenham. Tenía a su lado a su novia, Michaela Schwenn, con quien mantenía una relación estable, y al hijo de ambos, que tenía diez años. El muchacho lo vio todo. Vio morir a su padre y a su madre.

Fabel sintió un cosquilleo en la nuca, pero sólo dijo:

—Eso no significa que su hijo haya salido a vengarse.

—Según los agentes de la GSG9 que estuvieron en la escena, la última palabra de Mülhaus antes de morir fue «traidores». Estos asesinatos no son ataques psicóticos sin motivo,
chef
. Todo esto es una venganza. Una deuda de sangre. —Anna hizo otra pausa. Podía verse la insinuación de una sonrisa jugando en las comisuras de sus labios rojos y carnosos.

—De acuerdo… —suspiró Fabel—. Adelante. Es evidente que estás por dar un golpe maestro…

La sonrisa de Anna se hizo más amplia. Señaló la fotografía en blanco y negro de Mülhaus que colgaba del tablero de la investigación.

—Es extraño, ¿verdad?, la forma en que algunas imágenes se convierten en iconos. La manera en que relacionamos automáticamente una imagen con una persona y a esa persona con una época y un lugar, con una idea…

Fabel hizo un gesto de impaciencia y Anna continuó.

—Recuerdo lo impresionada que quedé al ver una fotografía de Ulrike Meinhof antes de que se convirtiera en una terrorista de pelo desgreñado y téjanos. Era de ella y su marido en una pista de carreras. Estaba vestida como una típica y recatada Hausfrau de los años sesenta. Antes de que se radicalizara. Eso me hizo pensar y busqué otras fotografías de Mülhaus. Como saben, son muy escasas. Esta imagen que tenemos aquí es la que conocemos, la que se usó en los carteles de la policía en los años ochenta. Es en blanco y negro, pero podemos ver que el pelo de Mülhaus es realmente oscuro. Negro. Pero luego recordé las fotografías de Andreas Baader de 1972, cuando lo arrestaron. Llevaba el pelo teñido de rubio ceniza.

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