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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Resurrección (46 page)

BOOK: Resurrección
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Anna sacó una ampliación en papel satinado de gran tamaño y la ubicó junto a la fotografía policial. Esta era a todo color. Era de un Franz Mülhaus más joven, sin su característica perilla. Pero había un rasgo que destacaba sobre todos los demás: su pelo. En el cartel de la policía el pelo de Mülhaus estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente amplia y pálida, pero en la nueva imagen le caía sobre las cejas y le enmarcaba la cara en poblados rizos enmarañados. Y era rojo. Un rojo exuberante, moteado de reflejos dorados.

—El apodo de Franz
el Rojo
no se debía a su ideología política. Era por su pelo. —Anna clavó un dedo en la fotografía en blanco y negro y miró directamente a Fabel—. ¿Te das cuenta? Durante todo el tiempo que fue fugitivo, ocultó su característico pelo rojo tiñéndolo de oscuro. La BKA recibió la información de que Mülhaus se había oscurecido el pelo y cambiaron la imagen para que concordara. Pero hay más… al parecer el hijo de Mülhaus tenía el mismo color de pelo. Y cuando se fugaron juntos, Mülhaus también le tiñó el pelo a su hijo.

Hubo un silencio después de que Anna dejara de hablar. Entonces Werner expresó lo que todos pensaban.

—Mierda. La cuestión del cuero cabelludo y el pelo teñido. —Se volvió hacia Fabel—. Ahí tienes tu simbolismo.

—¿Sabemos qué ocurrió con el hijo? —le preguntó Fabel a Anna.

—Los de servicios sociales se niegan a entregarnos el expediente hasta que obtengamos una orden judicial para acceder a esa información. Ya estoy en ello.

Fabel contempló la fotografía del joven Mülhaus. Debía de tener unos veinte años. Era evidente que se trataba de la obra de un aficionado, una fotografía hecha en exteriores a la luz del sol de un verano muy lejano en el tiempo. Mülhaus ofrecía una amplia sonrisa a la cámara y entrecerraba los ojos para protegerlos de la luz. Era un joven feliz y despreocupado. No había nada escrito en aquel rostro que sugiriera un futuro relacionado con homicidios y violencia. Al igual que lo que le había ocurrido a Anna con la fotografía de Ulrike Meinhof, a Fabel esa clase de imágenes siempre le resultaban fascinantes: todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez.

Fabel se concentró en el pelo que brillaba rojo y dorado bajo el sol de verano. Había visto un pelo como ése antes. Lo había visto apenas unas horas antes.

—Anna… —Se puso de espaldas al tablero.

—¿Chef
?

—La primera prioridad es verificar los antecedentes de Beate Brandt. Necesito saber cuál era su relación con Franz Mülhaus, si es que la tenía. —Fabel se volvió hacia Werner—. Y necesito que tú verifiques la dirección que nos proporcionó Franz Brandt. Creo que he de tener otra conversación con él.

En ese momento sonó su teléfono móvil. Era Frank Grueber, que estaba al frente del equipo forense en la casa de Beate Brandt.

—Habéis encontrado otro pelo, ¿verdad? —dijo Fabel.

—En efecto —respondió Grueber—. Nuestro amigo está poniéndose poético. Lo dejó dispuesto sobre la almohada, junto al cadáver. Pero eso no es todo. Hemos revisado toda la casa para ver si al asesino se había descuidado en algo.

—¿Y?

—Y hemos encontrado unos rastros en el cajón de un escritorio, en el dormitorio convertido en estudio que usaba su hijo. Al parecer, allí se almacenó una buena cantidad de explosivos.

14.10 h, Eimsbüttel, Hamburgo

Mientras Fabel se dirigía a toda velocidad a través de Hamburgo rumbo a la dirección de Eimsbüttel que Franz Brandt le había dado a Werner, sintió que todo encajaba.

Brandt había demostrado tener sangre fría. Sangre muy fría. Mientras Fabel lo interrogaba, el joven le había preguntado por qué el asesino teñía el pelo de rojo. Ya conocía la razón, pero había utilizado su falsa pena para camuflar su intención de interrogar al interrogador, tratando de descubrir cuánto sabía la policía sobre sus motivos. Incluso se había sentado junto a un poster del otro Franz
el Rojo
, el cuerpo del pantano, que estaba colgado en la pared arriba de él, y le había mencionado el hecho de que Franz
el Rojo
era su apodo en la universidad.

Todo encajaba: el mismo pelo, la misma profesión, incluso el mismo sobrenombre. Su edad también concordaba. Fabel suponía que Beate Brandt había adoptado a Franz, con diez años de edad, después de que éste presenciara la muerte de su padre y de su madre natural en el tiroteo del andén de Nordenham. Tal vez Beate lo hiciera movida por la culpa. Fuera cual fuese la traición que se había cometido, Beate Brandt había tenido algo que ver y, a pesar de que lo había educado como a su hijo, Franz le había administrado a ella el mismo ritual justiciero que al resto de sus víctimas.

Estacionaron junto al cordón que había instalado la brigada MEK al final de la calle. Lo primero que Fabel había hecho era desplegar una división MEK de apoyo. Fabel siempre se preguntaba si había alguna diferencia real entre un terrorista y un asesino en serie: los dos mataban en grandes cantidades, los dos trabajaban siguiendo un plan abstracto que con frecuencia resultaba imposible de entender para los demás. Brandt, sin embargo, había desdibujado la frontera entre ambos más que ningún otro. Llevaba a término sus crímenes de venganza con el simbolismo ritual de una psicosis avanzada, pero al mismo tiempo instalaba bombas sofisticadas para deshacerse de cualquiera que representara una amenaza. Y cuando Brandt llamó a Fabel al móvil para informarle de que estaba sentado sobre una bomba, utilizó tecnología para alterar la voz, sólo por si Fabel lo reconocía del breve encuentro previo que habían tenido en el emplazamiento de HafenCity.

La dirección que les había dado Franz Brandt correspondía a un edificio de apartamentos de cuatro pisos con una entrada directa hacia la calle, lo que limitaba la oportunidad de invadir el apartamento por sorpresa.

—Haga que sus hombres cubran la parte trasera —le dijo Fabel al comandante de la MEK—. Este tipo aún no sabe que sospechamos de él y tengo una razón legítima para volver a interrogarlo sobre la muerte de su madre. Si es que es su verdadera madre. Llevaré a dos de mi equipo hasta su puerta.

—Considerando lo que me ha contado sobre él, me parece poco aconsejable —dijo el otro—. En especial si es tan hábil con los explosivos como parece. He contactado con la brigada de artificieros y nos mandarán una división. Sugiero que esperemos hasta que lleguen y que luego entre mi gente con apoyo de los artificieros.

Fabel estaba a punto de protestar cuando el comandante de la MEK lo interrumpió.

—Usted y sus agentes pueden seguirnos, pero, si insiste en entrar solo antes que nosotros, puede terminar con policías muertos.

La afirmación del oficial de la MEK hizo efecto en Fabel. Él ya había pasado por eso, ya se había enfrentado a un oponente peligroso en un ámbito cerrado. Y había costado vidas.

—De acuerdo —suspiró—. Pero que quede claro que necesito vivo a este hombre.

La expresión del comandante de la MEK se ensombreció.

—Eso es lo que siempre tratamos de lograr, Herr Erster Hauptkommissar. Pero es evidente que esta persona es un terrorista profesional. A veces no es tan fácil.

A Fabel, Maria, Werner, Anna y Henk les entregaron ropa antibalas para todo el cuerpo. Luego, siguieron a un equipo de cuatro agentes de la MEK y a un especialista en desactivar bombas que avanzaban por la parte delantera del edificio en una estudiada postura, corriendo en cuclillas, manteniéndose agachados y con los cuerpos presionados contra la pared del edificio. Después de que entraran, el comandante de la MEK indicó con un gesto de la mano que Fabel y sus agentes permanecieran en el vestíbulo, mientras el equipo de armas especiales subía por la escalera. A Fabel le resultaba notable que un equipo de hombres tan corpulentos y fuertemente armados, ataviados con corazas blindadas, pudieran moverse con tanto sigilo.

El silencio se hizo insoportable para los agentes de la Mordkommission que esperaban en el vestíbulo, y luego se hizo añicos al mismo tiempo que la puerta del apartamento, cuando los de la MEK irrumpieron. Desde el pasillo, Fabel y su gente pudieron oír los gritos de los agentes de la MEK. Luego silencio. Fabel indicó a sus subordinados que lo siguieran por la escalera, deteniéndose en el rellano de la planta anterior. El comandante de la MEK salió del apartamento.

—Está limpio. Pero espere a que los artificieros lo verifiquen.

En ese momento, un técnico de explosivos vestido con un mono azul subió corriendo la escalera y los pasó de largo.

—Al diablo con esto —dijo Fabel—. Brandt no tiene ni idea de que andamos tras él. Y éste es el apartamento de su novia. No habrá puesto una bomba aquí. Voy a subir. —Trepó los escalones de dos en dos y entró en el apartamento detrás del técnico de explosivos, sin prestar atención a las protestas del comandante de la MEK. Werner se encogió de hombros y subió tras su jefe, seguido de Maria, Anna y Henk.

El apartamento era pequeño y tanto su decoración como los muebles sugerían un ambiente femenino. Fabel supuso que Brandt no pasaría mucho tiempo allí. También estaba claro que el joven arqueólogo no usaba tanto la habitación que tenía en casa de su madre, y a Fabel le cruzó por la cabeza la idea de que tal vez Brandt tenía otro sitio, un escondite del que no sabían nada. No tenía mucho sentido permanecer allí; el pequeño apartamento estaba repleto de agentes y Fabel se dio cuenta al primer vistazo de que no ganaría nada si revisaba el piso, aunque tendría que someterse a la formalidad de llamar a un equipo forense tan pronto le aseguraran que el departamento estaba limpio.

Justo en ese momento sonó el teléfono móvil de Maria. A ella le costaba oír a su interlocutor en medio de la agitación que había en el apartamento y salió al pasillo.

Fue uno de esos momentos en los que mil pensamientos, mil resultados posibles, nos cruzan la mente en un lapso demasiado pequeño para medirlo. Comenzó cuando uno de los técnicos de explosivos levantó de pronto la mano, dándole la espalda al resto de los agentes, y gritó una sola palabra: —¡Silencio!

Fue entonces cuando Fabel lo oyó. Un bip. El segundo especialista en explosivos se acercó al primero, se quitó el casco y giró el oído hacia el sonido. Todos lo imitaron al mismo momento, siguiendo la mirada de los artificieros.

Estaba encima del reproductor de CD. A primera vista parecía simplemente otro aparato de audio: una pequeña caja gris de metal con una luz roja que se encendía y apagaba al unísono con los bips.

Mientras Fabel contemplaba el dispositivo, hipnotizado por la luz roja intermitente que brillaba al ritmo de los bips, se preguntó por qué se quedaba allí inmóvil, en lugar de salir corriendo y salvar la vida.

Entonces el bip pasó a ser constante, la luz roja del detonador de la bomba dejó de encenderse y apagarse y se mantuvo encendida.

14.20 H, ElMSBÜTTEL, HAMBURGO

Cuando Maria Klee volvió a entrar en el apartamento con el teléfono móvil todavía en la mano, los rostros que se volvieron hacia ella parecían despojados tanto de color como de expresión.

—¿Me he perdido algo? —preguntó.

—No exactamente —dijo Fabel—. Creo que en realidad algo nos ha perdido a nosotros.

El especialista en desactivar bombas estaba con el detonador, aquella caja gris y metálica, aferrado en su mano enguantada, con los cables colgando. Cuando la luz había pasado a ser un rojo constante, él se había abalanzado hacia delante y simplemente había arrancado el detonador de cuajo con cables y todo. «No teníamos nada que perder», explicó más tarde. Cuando Maria entró, el otro artificiero estaba sacando cuidadosamente el reproductor de CD y el amplificador de los estantes.

—Lo tengo —dijo, después de levantar un pequeño paquete gris envuelto en plástico que estaba oculto detrás del equipo de audio—. Ya estamos a salvo.

—Bien hecho —le dijo Fabel al primer técnico—. Si no se hubiera movido tan rápido…

El artificiero meneó la cabeza.

—Me temo que no puedo adjudicarme el mérito de eso. Actué más por reflejo que por otra cosa. Me habría resultado imposible llegar a tiempo para desconectar el detonador. Fue el mismo dispositivo el que falló. Algo salió mal, por alguna razón. Supongo que habría algún fallo en el detonador. Me parece poco probable que los cables se soltaran. Por lo que he visto en la bomba debajo de su coche, este tipo es bastante meticuloso.

El otro técnico metió delicadamente el paquete explosivo dentro de un contenedor de paredes gruesas.

—La masa del dispositivo alcanzaba para matar a todos los que estábamos dentro del apartamento, pero no habría puesto en riesgo la integridad de la estructura, salvo por las ventanas, que habrían salido volando hasta Buxtehude.

—Creo que sí me he perdido algo —dijo Maria.

—¿Quién te ha llamado? —preguntó Fabel.

—Oh… Era Frank. Frank Grueber, quiero decir. Ya ha regresado de la escena del homicidio de la casa de la madre de Brandt. Sacó unos pelos del dormitorio de Brandt hijo. De un cepillo. Consiguió hacer un análisis de ADN rápido para averiguar si había algún nexo familiar entre su pelo y el antiguo.

—¿Y?

—Hay bastantes marcadores comunes para sugerir una relación muy cercana. Probablemente de padre e hijo. Al parecer, hemos dado con el hijo de Franz
el Rojo
.

Después de una situación de gran peligro y amenaza, sobreviene una gran fatiga. La adrenalina que ha recorrido el cuerpo permanece allí y absorbe hasta los últimos restos de energía. Músculos que no han hecho nada, pero que han estado tensos como cuerdas de violín, comienzan a doler, y un agotamiento nauseabundo y tembloroso se instala en el cerebro y en el cuerpo. Fabel caminó hasta su coche sintiéndose completamente exhausto.

Werner colocó su tranquilizadora corpulencia en el asiento del pasajero del BMW de Fabel. Los dos hombres se quedaron sentados durante un momento, sin hablar.

—Estoy demasiado viejo para esta mierda —dijo—. Realmente pensé que no saldríamos de ésta. Jamás he estado tan asustado en toda mi vida.

Fabel suspiró.

—Por desgracia, Werner, yo sí. Esta es la tercera vez que me he topado de bruces con una bomba y ya estoy harto. Lo único que quería hacer era proteger a la gente. Para mí, ser policía se trataba de eso… interponernos entre los hombres, las mujeres y los niños y el peligro. Años atrás, cuando Renate y yo aún estábamos juntos y Gabi era una niña, fuimos de vacaciones a Estados Unidos. A Nueva York. Vi un coche patrulla de la policía de Nueva York, y a un costado del mismo ponía
«To protect and serve
». Proteger y servir. Recuerdo que entonces pensé que tendríamos que poner esa frase en todos los coches de la Polizei de Hamburgo. Pensé: «Eso es lo que yo hago, lo que soy».

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