Ríos de Londres (31 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

BOOK: Ríos de Londres
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Durante un rato no hicimos otra cosa que comer curry. Nightingale tenía razón… sentí pánico.

—No le veo a usted muy preocupado, señor —dije—. Por lo de lady Ty.

Nightingale terminó de masticar un bocado de carne de cordero y dijo:

—Peter, estamos a punto de ser el cebo para capturar a un poderoso espíritu
revenant
que, por lo que sabemos, ha matado ya a más de diez personas. —Hundió el cubierto en el arroz—. No pienso preocuparme por lady Ty hasta que esto haya terminado.

—Si no lo he entendido mal —dije—, voy a ser yo quien haga de anzuelo. Y visto que es mi culo el que se va a quedar al aire, ¿puede usted garantizarme que será capaz de seguirle los pasos a Pyke, señor?

—Aquí no hay nada seguro, Peter —expuso—. Pero haré lo que pueda.

—¿Y si no podemos acceder a su tumba? —pregunté—. ¿Tiene usted un plan B?

—Molly domina la hemomancia —aseguró Nightingale—. Es impresionante de verdad.

Recurrí a mis escasos conocimientos de griego.

—¿Adivinación mediante la sangre?

Nightingale, pensativo, masticó un bocado y se lo tragó.

—Quizá el término no sea muy apropiado —dijo—. Molly podría ayudarte a extender tu percepción de los
vestigia
hasta cierta distancia.

—¿Qué distancia?

—Entre tres y cuatro kilómetros —dijo Nightingale—. Sólo lo hemos hecho una vez, así que no estoy muy seguro.

—¿Y cómo fue?

—Como entrar en un mundo de fantasmas —dijo Nightingale—. Puede que se tratara incluso
del mundo de los fantasmas
. Tal vez así lograríamos encontrar a Henry Pyke.

—¿Y por qué no lo hacemos ahora mismo? —pregunté.

—Porque tendrías una posibilidad entre cinco de sobrevivir a la experiencia —respondió Nightingale.

—Ah, ya —dije—. Entonces quizá sí que sea mejor no intentarlo por el momento.

Si mi profesión —que es la de perseguidor de ladrones, no la de mago— tuvo un comienzo fechable en Londres, podemos decir que empezó en Bow Street con Henry Fielding, magistrado, autor satírico y fundador de lo que luego se llamó los Bow Street Runners. Su casa estaba al lado de la Royal Opera House, en los tiempos en los que se llamaba simplemente Theatre Royal, y Macklin complementaba sus actividades ginebreras con actuaciones esporádicas. Lo sé muy bien porque Channel 4 emitió una serie en la que el protagonista era el tío que hizo de emperador en las películas de
Star Wars
. Al morir Henry Fielding, su cargo de magistrado pasó a manos de su hermano menor, el ciego John, que reforzó a los Bow Street Runners, pero, como quedó de manifiesto, no hasta el punto de que pudieran impedirle a Macklin que golpeara a Henry Pyke hasta la muerte prácticamente a la puerta de su casa. No era de extrañar que Henry estuviese cabreado. Yo también lo estaría.

Fue la primera comisaría de policía de verdad que tuvo Londres. En el siglo
XIX
pasó al otro lado de la calle y se transformó en el Tribunal de Bow Street, probablemente el más célebre de Gran Bretaña después del Old Bailey. Mandaron allí a Oscar Wilde por escándalo público, y William Joyce, lord Haw Haw en persona, empezó su corta caminata hacia la horca también en Bow Street. Los gemelos Kray fueron allí por el asesinato de Jack
el Sombrero
McVitie. En el año 2006 se lo vendieron a un magnate del sector inmobiliario que lo transformó en hotel, porque, por mucho que en Londres la historia y la tradición hablen con una bella voz, el dinero tiene su propio y dulce canto de sirena.

En el lugar del edificio original había habido un mercado de flores bajo un techo con arcos de hierro y cristal. Eliza Doolittle, encarnada por Audrey Hepburn en
My Fair Lady
, debía de haber comprado allí sus violetas antes de ponerse a exhibir el peor acento
cockney
a este lado de Dick Van Dyke. Como consecuencia de su remodelación en los años noventa, la Royal Opera House engulló la mayor parte del bloque circundante, incluido el mercado de flores. Así fue como terminamos en la puerta trasera de la Opera House, donde, al parecer, Nightingale conocía a un tío que nos dejaría entrar.

No era una puerta para actores, sino para mercancías. He visto almacenes con muelles de carga más pequeños. Había un montacargas de tamaño industrial para llevar los gigantescos decorados de un piso a otro. Terry, un hombrecillo casi calvo vestido con un cárdigan de color beige —el hombre de Nightingale en el teatro— nos dijo que los decorados podían llegar a pesar quince toneladas y que cuando no estaban en uso los guardaban en un depósito en Gales. No nos dijo por qué tenía que ser en Gales.

—Hemos venido a ver al Magistrado —dijo Nightingale.

Terry asintió con cara seria y nos guió por una serie de corredores estrechos con las paredes pintadas de blanco y por salidas de incendios con el sello del Ministerio de Salud y Prevención de Riesgos. Despertaban en mí desagradables reminiscencias del tanatorio de Westminster. Acabamos en un almacén de techo bajo que, según nos dijo Nightingale, correspondía a la planta baja del mercado de flores.

—Donde en otro tiempo estuvo la sala del Número Cuatro —dijo, y se volvió hacia nuestro guía—: No te preocupes, Terry, ya nos las apañaremos nosotros solos.

Terry se despidió con un gesto cordial y se marchó. En las paredes de la sala había feos estantes de acero y aglomerado llenos de cajas de cartón y paquetes de entrega repletos de servilletas, palillos de cóctel y bandejas envueltas de doce en doce. En el centro de la sala no había nada, tan sólo unas rozaduras en el suelo que indicaban lugares donde anteriormente también había habido estantes. Traté de captar
vestigia
, pero, en un primer momento, lo único que capté fue polvo y plástico desgarrado. Luego lo sentí en los límites de mi percepción: pergamino, sudor seco, cuero y oporto derramado.

—Un magistrado fantasma —dije—. ¿Nos va a dar una orden judicial fantasma?

—Los símbolos tienen poder sobre los espectros —explicó Nightingale—. A menudo ejercen mayor efecto que cualquier cosa que podamos encontrar en el mundo físico.

—¿Y por qué?

—A decir verdad, Peter —dijo Nightingale—, recuerdo la clase en que lo estudiamos y estoy seguro de que leí los pasajes de Bartholomew que tratan sobre esta cuestión. Puede que incluso escribiera un trabajo, pero maldito sea si recuerdo dónde lo tengo.

—¿Pues cómo quiere enseñármelo si usted mismo no lo recuerda?

Nightingale se dio unos golpecitos suaves en el pecho con el pomo del bastón.

—Tenía la intención de refrescar la memoria antes de empezar con este tema —dijo—. Sé de dos de mis maestros que hicieron lo mismo, y en esa época teníamos especialistas.

De pronto me di cuenta de que Nightingale se esforzaba por ganar confianza en sí mismo, y me pareció extramadamente preocupante.

—Trate de tener siempre los temas preparados antes de que los estudie yo —le dije—. ¿Cómo vamos a encontrar al Magistrado?

Nightingale sonrió.

—Tendríamos que ganarnos su atención —respondió. Se volvió y se dirigió al centro vacío de la sala—. El capitán Nightingale pide ver al Coronel.

El olor a sudor seco y alcohol derramado se hizo más fuerte y una figura apareció frente a nosotros. Aquel fantasma parecía más transparente que mi viejo amigo Wallpenny, más fino y más espectral, pero sus ojos centellearon al volverse hacia nosotros. Sir John Fielding había llevado una venda negra para ocultar sus ojos ciegos, y Nightingale había invocado al «Coronel», así que me figuré que ése debía de ser el coronel sir Thomas de Veil, un hombre tan corrupto que había dejado consternada incluso a la sociedad londinense del siglo
XVIII
, generalmente considerada por los historiadores como la más corrupta en la historia de las islas Británicas.

—¿Qué quiere, capitán? —preguntó De Veil. Tenía la voz débil y distante, y a su alrededor sentí, más que vi, los desvaídos contornos del mobiliario: un escritorio, una silla, un anaquel. La leyenda cuenta que De Veil tenía una cámara privada especial en la que llevaba a cabo «interrogatorios judiciales» de testigos y sospechosas de sexo femenino.

—Querría una orden judicial —dijo Nightingale.

—¿De acuerdo con los términos habituales? —preguntó De Veil.

—Por supuesto —dijo Nightingale.

Se sacó un pesado rollo de papel de la chaqueta y se lo ofreció a De Veil. El fantasma tendió una mano transparente y lo agarró de entre los dedos de Nightingale. Aunque aparentara que se trataba de un gesto casual, yo estaba seguro de que el esfuerzo de mover un objeto físico debía de costarle algo a De Veil. Las leyes de la termodinámica que afectan a este tipo de cuestiones están muy claras: hay que pagar íntegramente todas las deudas.

—¿Y quién es el malhechor al que debemos prender? —preguntó De Veil, y puso el papel sobre el escritorio transparente.

—Henry Pyke, señoría —dijo Nightingale—. También conocido como Punch y como Pulcinella.

Los ojos de De Veil centellearon y sus labios se contrajeron.

—¿Es que ahora nos dedicamos a arrestar títeres, capitán?

—Digamos que arrestaremos al titiritero, señoría —dijo Nightingale.

—¿Y cuál es la acusación?

—El asesinato de su mujer y su hijo —dijo Nightingale.

De Veil torció la cabeza.

—¿Y la mujer no era una arpía?

—¿Disculpe, señoría?

—Venga, capitán —dijo De Veil—. No hay hombre que pegue a su mujer sin provocación previa. ¿La mujer era una arpía?

Nightingale vaciló.

—Una arpía espantosa —dije yo—. Disculpe, señoría. Pero el bebé era inocente.

—La lengua de la mujer puede guiar a un hombre a cometer actos terribles —dijo De Veil—. Yo mismo doy fe de ello. —Me guiñó el ojo y yo pensé: «Estupendo, una imagen que no voy a olvidar jamás»—. Sin embargo, el bebé era inocente y por ese motivo hay que arrestarlo y conducirlo a juicio. —En la mano espectral de De Veil apareció una pluma y, con ademán ostentoso, garabateó una orden judicial—. Confío en que se acordará usted del prerrequisito —dijo De Veil.

—Mi agente se hará cargo de las formalidades —dijo Nightingale.

Eso no me lo había esperado. Miré a Nightingale y éste hizo el gesto de
lux
con la mano derecha. Asentí con la cabeza para indicar que lo había entendido.

De Veil secó teatralmente la tinta con soplidos y luego enrolló la orden judicial y se la entregó a Nightingale.

—Gracias, señoría —dijo, y luego me dijo a mí—: Cuando quiera, agente.

Creé una luz fantasma y la hice flotar hasta De Veil, que la acogió en su mano derecha. Aunque aún mantenía el hechizo activo, la luz perdió fulgor, a medida que —supongo— De Veil sorbía su magia. La mantuve durante un minuto hasta que Nightingale me hizo un gesto con la mano y entonces la desactivé. De Veil suspiró mientras la luz se desvanecía y asintió para darme a entender su gratitud.

—Qué poco —dijo, pensativo. Y se desvaneció.

Nightingale me entregó el rollo de papel.

—Ahora ya tienes la orden judicial —dijo. Desenrollé el papel y me encontré, como ya me había imaginado, con que no había nada escrito—. Vamos a arrestar a Henry Pyke —dijo Nightingale.

En cuanto hubimos salido del almacén, volví a colocar la batería en el Airwave y llamé a Lesley.

—No te preocupes por nosotros —dijo—. No tenemos ningún problema en esperarte hasta que por fin aparezcas.

Se oía un fondo de voces, copas y el último sencillo de Dusty Small. No me hizo ninguna gracia: estaba en el pub. Le insinué que tal vez hubiera llegado el momento de que tanto ella como el resto del equipo comenzaran a prepararse.

La labor policial se fundamenta en sistemas, procedimientos y planes, incluso cuando se persigue a una entidad sobrenatural. Nightingale, Seawoll, Stephanopoulos, Lesley y yo nos habíamos reunido previamente para planear en detalle la operación, y habíamos terminado en menos de un cuarto de hora, porque el plan que elaboramos seguía los estándares de identificación, contención, seguimiento y arresto. Mi trabajo consistiría en identificar a la última de las víctimas de Henry Pyke. En cuanto lo hubiera hecho, Nightingale realizaría su truco mágico y seguiría al espíritu de Henry hasta su tumba. La gente de Seawoll estaría allí para darnos cobertura en el caso de que la operación saliera mal, mientras que el doctor Walid se quedaría cerca, con una unidad móvil de atención a los heridos, para ayudar a algún pobre desgraciado si se le caía la cara. Entretanto, la detective sargento Stephanopoulos estaría a punto con un furgón de albañiles dispuestos a hacer horas extras y, según me enteré luego, también con una miniexcavadora para excavar en la tumba, dondequiera que se encontrase. También prepararía otro furgón con policías, para contener a la multitud en el caso de que la tumba de Henry Pyke se hallara en un lugar frecuentado, como un pub o un cine. En teoría, Seawoll estaba a cargo de todo, y estoy seguro de que eso le puso de un humor magnífico.

Todo tenía que estar a punto en el momento en el que Nightingale y yo salimos a Bow Street por la puerta trasera de la Royal Opera House. Dado que Charles Macklin había golpeado hasta la muerte a Henry Pyke en esa misma calle, a menos de diez metros más arriba, ambos pensamos que sería un lugar ideal para dar inicio a la expedición de captura. Aunque de mala gana, abrí la bolsa y me puse la chaqueta del uniforme y el puto casco ese tan ridículo. Tengo que decir que todos nosotros odiamos el puto casco, porque no sirve para nada en una pelea y encima te da esa pinta de bolígrafo azul con el capuchón puesto. El único motivo por el que aún lo llevamos es porque cada vez que tratan de sacar un diseño nuevo les sale todavía peor. Pero, si tenía que hacer de policía, lo mejor era tener pinta de policía.

Faltaba poco para la medianoche y los últimos aficionados a la ópera salían con cuentagotas de la Opera House y se dirigían a la estación de metro y las paradas de taxi. Bow Street estaba tan silenciosa y desierta como pueda llegar a estarlo una calle del centro de Londres.

—¿Está usted seguro de que podrá seguirle los pasos? —pregunté.

—Tú haz tu parte —me dijo—, y yo haré la mía.

Me ajusté la correa del casco y llamé con el Airwave. Esta vez me respondió Seawoll, que me dijo que dejase de hacer el gandul y pusiera manos a la obra. Me volví para preguntar si la ropa me quedaba bien y fue entonces cuando vi que un hombre trajeado salía de pronto por la puerta trasera del teatro y pegaba un tiro en la espalda a Nightingale.

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