Ríos de Londres (26 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

BOOK: Ríos de Londres
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Eché una ojeada a mi alrededor para estar seguro de que nadie me observara.

—Nicholas —le dije a la pared—, ¿estás ahí?

Sentí algo en la palma de la mano, me pareció una vibración, como si lejos de mí hubiera pasado un convoy de metro.
Toby
gimoteó y retrocedió, y arañó los adoquines con las garras. Antes de que yo mismo hubiera podido dar un paso atrás, el rostro de Nicholas, blanco y transparente, apareció enfrente de mí.

—Ayúdame —me dijo.

—¿Qué te sucede? —le pregunté.

—Me está devorando —dijo Nicholas, y luego su rostro desapareció como sorbido por la pared.

Por un instante, sentí como si algo me tirara de la nuca, y di un paso hacia atrás.
Toby
ladró una sola vez, y luego se volvió y se marchó corriendo en dirección a Russell Square. Me caí de espaldas, pesadamente. El golpe me dolió y me quedé tendido en el suelo unos instantes, sintiéndome imbécil, y luego volví a ponerme en pie. Me acerqué a la iglesia con mucha prudencia y volví a poner la palma de la mano sobre la piedra.

Sentí su tacto áspero y frío, y nada más. Era como si algo hubiera succionado los
vestigia
de las piedras, igual que había ocurrido antes en la casa de los vampiros. Aparté la mano y retrocedí. La plaza estaba oscura y silenciosa. Me volví y me alejé en la penumbra de la noche, en busca de
Toby
.

El perro había ido corriendo hasta la Locura. Lo encontré en la cocina, acurrucado en el regazo de Molly. La doncella se ocupaba de consolarlo. Me dirigió una mirada severa.

—Se supone que tiene que hacer frente a los peligros —dije—. Si quiere quedarse aquí, tendrá que trabajar.

Aunque tuviera un caso del que ocuparme, no abandoné las prácticas. Había persuadido a Nightingale de que me enseñara el hechizo de la bola de fuego. No me sorprendió que dicho hechizo fuese una variación de
lux
, complementada con
iactus
para añadirle el movimiento. En cuanto hube convencido a Nightingale de que sabría hacer la primera parte sin quemarme la mano, bajamos a la sala de tiro del sótano para practicar. Hasta entonces no había sabido que tuviéramos una sala de tiro. Había que bajar por las escaleras hasta el sótano y girar a la izquierda en vez de a la derecha, pasar por unas puertas reforzadas que hasta entonces había tomado por la entrada de una carbonera y acceder a una sala de cincuenta metros de longitud con la pared del fondo cubierta de sacos de arena y la opuesta de taquillas de metal. Había allí una hilera de viejos cascos Brodie colgados de la pared sobre unas máscaras de gas en estuches de color caqui. Había un póster con letras sobre un fondo rojo como la sangre donde se leía: «No perdáis los nervios y seguid adelante», y me pareció un buen consejo. También había una serie de siluetas de cartón que hacían las veces de blancos. Aunque estuvieran deterioradas por el paso del tiempo, aún se reconocían las figuras de soldados alemanes con su clásico yelmo de acero y bayonetas fijas. Siguiendo instrucciones de Nightingale, apoyé a varios de ellos contra los sacos de arena y retrocedí a la línea de fuego. Antes de empezar, me cercioré de no llevar encima el móvil nuevo.

—Mírame con atención —dijo Nightingale.

Luego movió bruscamente la mano, hubo un estallido de luz, un sonido parecido al que hace una sábana cuando se rasga por la mitad, y el blanco que estaba más a la izquierda quedó reducido a jirones en llamas.

Me volví al oír unos aplausos entusiastas y me encontré con Molly, que silbaba de puro contento y se ponía de puntillas como un niño pequeño en el circo.

—No me ha dicho usted el nombre en latín —observé.

—Vas a practicar esto en silencio —me dijo— desde el principio. Este hechizo es un arma. Tiene un único propósito, y ese propósito es matar. En cuanto lo hayas dominado, te hallarás bajo las mismas obligaciones que cualquier otro agente armado, así que te recomiendo que te familiarices con la actual normativa sobre el empleo de armas de fuego.

Molly bostezó. Se cubrió la boca con la mano para disimular cuánto la había abierto. Nightingale le dirigió una mirada inexpresiva.

—Peter tiene que vivir en el mundo de los hombres —dijo.

Molly se encogió de hombros, como diciendo: «Y a mí qué.»

Nightingale hizo una nueva demostración a una cuarta parte de la velocidad anterior y traté de seguir su desarrollo. Yo ya había practicado con la bola de fuego, pero, cuando trataba de aplicarle el
iactus
, tenía la sensación de que me resbalaba, como si la bola, a diferencia de las manzanas, no tuviera una superficie por la que pudiera agarrarla. Levanté el brazo con el dramatismo que se considera deseable y la bola de fuego se deslizó suavemente por la sala de tiro, abrió un pequeño agujero en el blanco y se hundió en los sacos de arena que se encontraban detrás.

—Tienes que lanzarla tú, Peter —dijo Nightingale—. Si no, no saldrá disparada.

Arrojé la bola de fuego y se oyó un golpe amortiguado detrás del blanco. Una voluta de humo se elevó hacia el techo. Molly se reía por lo bajo a mis espaldas.

Practicamos durante una hora entera y, para cuando acabamos, había aprendido ya a arrojar bolas de fuego a la sobrecogedora velocidad del abejorro que ha conseguido su cuota de polen y se toma un momento para gozar del paisaje.

Hicimos una pausa para el té de la mañana y expliqué la idea que había tenido para recobrar a Nicholas… siempre que los restos del fantasma fueran suficientes para recuperarlo después de que «algo» se lo hubiese «tragado».

—Polidori hacía referencia a un hechizo para invocar fantasmas —dije—. ¿Funciona?

—Se trata de un ritual, más que de un hechizo —dijo Nightingale.

En un intento por impedir que Molly nos agobiara con tanta comida, nos habíamos ido a tomar el té a la cocina. La idea era que si no tenía que poner las seis mesas de la sala de desayuno, tal vez nos serviría tan sólo comida para dos. Funcionó, pero las raciones eran muy grandes.

—¿Cuál es la diferencia?

—No dejas de hacerme preguntas —me dijo Nightingale— que no tendrías que hacerme durante el primer año.

—Tan sólo quiero saber lo más básico… como si dijéramos, la magia explicada a los niños.

—Un hechizo es una serie de
forma
conectadas entre sí para obtener un determinado efecto, mientras que un ritual es lo que su nombre indica: una secuencia de
forma
organizadas en un ritual, con cierta parafernalia que contribuye al desarrollo de todo el proceso —explicó Nightingale—. Por lo general se trata de hechizos más antiguos, de principios del siglo
XVIII
.

—¿Y es importante que se ejecuten a la manera de un ritual? —pregunté.

—A decir verdad, no tengo ni idea —respondió Nightingale—. Esos hechizos no se emplean a menudo. Si no, los habrían actualizado durante el siglo
XX
.

—¿Podría enseñarme a hacerlos? —le pregunté.

Toby
se dio cuenta de que me había puesto a untar una galleta de té con mantequilla y se quedó a la expectativa. Tomé un trocito y se lo eché.

—Hay otro problema —dijo Nightingale—. El ritual exige el sacrificio de un animal.

—Bueno… —sugerí—.
Toby
se ve gordo y sano.

—La sociedad moderna suele ver mal ese tipo de comportamientos, sobre todo la moderna iglesia en cuyo recinto, por puro accidente, deberíamos llevarlo a cabo.

—¿Para qué sirve el sacrificio?

—Según Bartholomew, la magia intrínseca del animal queda disponible en el momento de su muerte y puede emplearse para «alimentar» al fantasma y ayudarlo a aparecer en el plano mortal —dijo Nightingale.

—¿Así que emplea la esencia vital del animal como combustible mágico? —pregunté.

—Sí.

—¿Sería posible sacrificar a seres humanos? —pregunté—. ¿Y extraerles la magia de ese modo?

—Sí —dijo—. Pero hay un problema.

—¿Cuál es ese problema?

—Que la persona que lo haga será perseguida hasta los confines de la tierra y ejecutada sumariamente —dijo Nightingale.

No le pregunté quién estaba a cargo de la persecución y la ejecución.

Toby
ladró. Era su manera de exigir salchichas.

—Si lo único que necesitamos es una fuente de magia —dije—, creo que he encontrado un sustituto aceptable.

De acuerdo con Bartholomew, cuanto más te acerques a la tumba del fantasma, mejor. Por ello, me pasé un par de horas de lectura en el registro de la parroquia, mientras Nightingale trataba de convencer al párroco de que estábamos interesados en capturar a unos vándalos que causaban daños en iglesias. Es una iglesia muy extraña, un granero de piedra grande y rectangular concebido por Inigo Jones. El pórtico oriental, donde me había encontrado por primera vez con Nicholas Wallpenny, era falso. La entrada de verdad se hallaba en el extremo occidental de la iglesia y permitía el acceso al patio, reformado como jardín. Se entraba desde Bedford Street por unas puertas altas de hierro forjado. Nightingale logró convencer al párroco para que le prestase las llaves.

—Si su intención es montar vigilancia —dijo el párroco—, ¿no sería mejor que yo me encontrase cerca de ustedes, por si acaso?

—Tememos que le estén siguiendo —dijo Nightingale—. Queremos hacerles creer que no hay moros en la costa y capturarlos cuando se dispongan a actuar.

—¿Estoy en peligro? —preguntó el párroco.

Nightingale le miró a los ojos.

—Sólo si se queda usted esta noche en la iglesia —dijo.

Los jardines limitaban por tres lados con paredes traseras de ladrillo y persianas bajadas. Eran las casas adosadas que se construyeron con la plaza. Quedaban aislados del ruido de los coches y eran un verde remanso de paz. Sobre ellos se erguía el verdadero pórtico de la iglesia. A lo largo del sendero crecían cerezales que las flores teñían de rosa bajo la luz de mayo. Era, en palabras de Nightingale, el lugar más encantador de todo Londres. Qué lástima que tuviese que volver allí a medianoche para llevar a cabo un rito nigromántico.

Los registros parroquiales no daban detalles y tan sólo conseguimos localizar de manera aproximada la tumba de Wallpenny en el área septentrional de los jardines, más o menos por el centro de dicha área. Como Nicholas no se había dejado ver en presencia de Nightingale, este último se quedó en la puerta de Bedford Street, a una distancia prudencial por si yo gritaba para pedirle ayuda. Aún se oía el gorjeo de algún pajarillo cuando, poco después de la medianoche, entré en el jardín. Era una noche clara, pero la bruma impedía ver las estrellas. Cerré la puerta de hierro con la mano y la sentí fría, y luego me dirigí a la tumba. Llevé una linterna de supervivencia canadiense con cinta para la cabeza; la utilicé para leer las notas que tomaba en mi bloc policial.

Para trazar un pentagrama sobre el césped blando y mullido habría necesitado una excavadora, y en cualquier caso no pensaba causar desperfectos en tan bello jardín. Así, me decanté por trazar el círculo y la estrella con polvo de carboncillo. Para ello utilicé un saco de arpillera con un agujero en un extremo. Hice las líneas bonitas y gruesas. Polidori hablaba mucho sobre los peligros de estropear el pentagrama durante la invocación de un espíritu. Lo de menos era que se te llevaran a rastras el alma y la arrojaran al infierno mientras no parabas de chillar.

Sobre cada uno de los puntos cardinales del pentagrama puse una de mis calculadoras. Se me había ocurrido llevar a
Toby
por si no servían como sucedáneo, pero, cuando llegó la hora de salir de la Locura, el perro se había esfumado. Había comprado un paquete de bastoncillos de luz química en una tienda especializada del barrio. Los activé y los coloqué en los lugares donde, de acuerdo con mis notas, tenían que ir las velas. El autor del conjuro —en este caso, yo— tenía que impartir una parte de su esencia. En el argot mágico de finales del siglo
XVIII
, eso significaba «poner magia» dentro del círculo en el que se enmarcaba el pentagrama. Existe una
forma
específica creada con ese propósito, pero no había tenido tiempo para aprenderla. Nightingale me había propuesto que, en vez de aplicar esa
forma
, creara una luz fantasma en el centro.

Respiré hondo, creé la luz fantasma e hice que se deslizara hasta el centro del pentagrama. Ajusté la luz y me puse a leer el conjuro que llevaba apuntado en el bloc de notas. La fórmula original ocupaba cuatro páginas manuscritas, pero, con la ayuda de Nightingale, había logrado abreviarla.

—Nicholas Wallpenny —dije—, oye mi voz, acepta mis obsequios, álzate y conviértete.

Y, de pronto, ya estaba allí, con la mirada suspicaz de siempre.

—Supe que eras especial desde el primer momento en el que te vi —dijo—. Tu superior no está cerca, ¿verdad?

—Está allí —afirmé—. Al otro lado de la puerta principal.

—Pues que no se mueva de allí —ordenó Nicholas—. Tenía razón en lo que te dije sobre el caballero autor del asesinato, ¿a que sí?

—Creemos que se trata del espíritu de Pulcinella —le dije yo.

—¿Qué dices que creéis? —exclamó Nicholas—. ¿El señor Punch? Creo que te has tomado una de más. Estás curda.

—Anoche me pediste ayuda —le repliqué.

—¿Ah, sí? —preguntó Nicholas—. Pero entonces tendría que considerarme un soplón y un malsín, y que no se diga que Nicholas Wallpenny ha mandado a alguien a la trena, no vaya a ser que los castigadores vengan por mí. —Me lanzó una mirada muy expresiva. «Malsín» es una palabra antigua para referirse a los delatores, y lo más probable es que «castigadores» fuese una palabra de jerga para referirse a los hombres a quienes se contrataba para que dieran palizas a… probablemente a los «malsines».

—Ahora me quedo más tranquilo —dije—. ¿Qué tal… te sienta estar muerto?

—Pues muy bien —dijo Nicholas—. No puedo quejarme. La verdad es que ahora ya no hay tanta gente como antes. Como esto es la iglesia de los Actores y tal, no nos faltan distracciones durante la noche. Si hasta de vez en cuando hemos tenido artistas invitados que han actuado aquí para nuestra edificación. Vino el famoso Henry Pyke —se escribe con y griega—, ¿sabes?, es un hombre muy particular. Su nariz larga lo hace popular entre las señoras.

No me gustaba el aspecto de Nicholas: tenso, nervioso, a punto de ponerse a sudar, si aún hubiese podido. Sentí la tentación de marcharme, pero la cruel realidad es que los informantes, vivos o muertos, están para sacarles provecho siempre que sea necesario.

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