Le ofrecí las flores y Tyburn las aceptó con una risa complacida. Me agarró por la cabeza y me besó en la mejilla. Olía a cigarro y a asiento de coche nuevo, a caballos y a cera para muebles, a Stilton, a chocolate belga y, por debajo de todo ello, a soga y a muchedumbre y al salto final hacia la nada.
Había tratado de localizar, en la medida de lo posible, las fuentes de todos los ríos desaparecidos de Londres. Algunos, como el Beverley Brook, el Lea y el Fleet eran fáciles de encontrar, pero la ubicación del Tyburn, el legendario Manantial del Pastor, había caído en el olvido durante la enloquecida expansión de Londres a caballo de los motores de vapor de la época victoriana, en la segunda mitad del siglo
XIX
. Estaba claro que la fuente que tenía ante mis ojos marcaba el lugar de su nacimiento, pero tuve mis sospechas de que algún cargo público con dotes de emprendedor hubiera robado la de verdad durante los últimos días del Imperio.
Tenía sed… me habría gustado echar un trago.
—¿De qué quieres que hablemos? —pregunté.
—Para empezar —dijo Tyburn—, me gustaría saber qué intenciones tienes para con mi hermana.
—¿Mis intenciones? —pregunté. Tenía la boca muy seca—. Mis intenciones son estrictamente honorables.
—¿De verdad? —inquirió. Se agachó y sacó un jarrón de debajo de la fuente—. ¿Por eso la llevaste a ver a esos
manguis
de feria?
Mangui
no es una palabra adecuada para un policía joven y con una buena formación.
—Sólo se trataba de una investigación previa, exploratoria —expliqué—. Además, Oxley e Isis no son manguis para nada.
Tyburn acarició la espalda de la aguadora con el dorso de la mano y el reguero que manaba de la calabaza se transformó en un grueso chorro con el que llenó el jarrón.
—De todos modos —dijo, mientras desenvolvía las rosas—, no son el tipo de personas con los que una quiere que se vea su hermana.
—No podemos elegir a la familia —dije animadamente—. Pero al menos podemos elegir a nuestros amigos.
Tyburn me lanzó una mirada penetrante y empezó a poner bien las rosas. El jarrón no tenía nada especial, tenía el fondo plano cual recipiente volumétrico y estaba hecho de fibra de vidrio lacada de color verde, el tipo de pieza que se vende por cincuenta peniques en el mercadillo.
—No tengo nada contra el Anciano ni contra su gente, pero estamos en el siglo
XXI
y esta ciudad es mía, y no llevo treinta años trabajando duro para que ahora un bandolero regrese y me quite lo que me he ganado.
—¿Qué es lo que consideras que es tuyo? —pregunté.
No me respondió y, tras poner bien la última de las rosas, colocó el jarrón sobre la tapia del jardín, cerca de donde nos encontrábamos. Las rosas que había comprado eran las últimas que quedaban en el puesto y les faltaba poco para marchitarse. En cuanto Tyburn las hubo puesto en el jarrón, revivieron, cobraron vida y frescura, e incluso su color se oscureció.
—Peter —me dijo—, has visto cómo está organizada, o, mejor dicho, cómo no está organizada la Locura. Sabes que para el Gobierno no tiene estatus oficial, y que su relación con la Policía Metropolitana es tan sólo una cuestión de costumbre y de práctica, y de tradición, por Dios bendito. Todo se aguanta con esputo y lacre, y con la ayuda de una red de amigos y conocidos. Es un típico amasijo británico y la única vez que se le pidió que interviniera de verdad fracasó estrepitosamente. Tengo acceso a archivos que tú no sabes ni que existen, Peter, sobre un lugar en Alemania que se llamaba Ettersburg. Quizá te convendría preguntarle por él a tu mentor.
—Técnicamente es mi maestro —dije—. Pronuncié el juramento de la cofradía al entrar como aprendiz.
Notaba la lengua gruesa y seca, como si hubiera pasado la noche durmiendo con la boca abierta.
—He dicho todo lo que tenía que decir —me respondió ella—. Sé muy bien que voy contra el carácter nacional, pero ¿no te parecería bien que estas cuestiones estuvieran un poco más organizadas, que actuáramos de una manera un poquito más adulta? ¿Es que nos moriríamos si el Gobierno tuviera una institución oficial que se encargara de los asuntos sobrenaturales?
—¿Un Ministerio de la Magia? —pregunté.
—Oye, me voy a partir de la risa —dijo Tyburn.
Yo quería saber por qué no me había ofrecido una taza de té. Le había llevado flores y pensaba que lo mínimo que podía ofrecerme a cambio era una taza de té, o una cerveza, o incluso un vaso de agua. Traté de aclararme la garganta y me salió como un resuello. Miré a la fuente y al agua que se derramaba sobre la pila.
—¿Te gusta? —me preguntó—. La pila se hizo en el siglo
XVII
. Es una imitación algo tosca de un original italiano. Pero la figura central la encontraron al hacer las excavaciones para construir la estación de Swiss Cottage. —Puso la mano sobre el rostro de la escultura—. El mármol procede de Bélgica, pero los arqueólogos aseguran que la escultura es de elaboración local.
Me costaba entender por qué yo mismo no quería beber aquella agua. Había bebido agua en otras ocasiones, cuando no tenía cerveza, ni café, ni Coca-cola
light
. He bebido agua embotellada y, ocasionalmente, también del grifo. Cuando era niño solía beber directamente del grifo. Volvía corriendo a casa, acalorado y sudado después de jugar, y no me molestaba ni siquiera en llenar el vaso: abría el grifo y ponía la boca debajo. Mi madre me pegaba bronca si me sorprendía haciéndolo, pero mi padre se contentaba con decirme que me anduviera con cuidado.
—¿Y si saliera un pez por el grifo? —solía decirme—. Te lo tragarías sin darte cuenta.
Mi padre siempre estaba diciendo tonterías de ese estilo y no fue hasta los diecisiete años cuando me di cuenta de que hablaba así porque se pasaba el día drogado.
—Basta ya —murmuré.
La mujer me dirigió una bella sonrisa.
—¿Basta de qué?
A mí me da igual emborracharme, pero siempre llega un momento durante la noche en el que me veo a mí mismo chocando con todo y pienso: «Ya estoy harto de esto, ¿podría recobrar el control sobre mi cerebro, por favor?» En ese momento sentía la misma irritación por la súbita necesidad de llevar flores hasta Hampstead y beber agua de fuentes extrañas. Traté de dar un paso hacia atrás, pero sólo conseguí arrastrar un poquito el pie.
La sonrisa de Tyburn se desvaneció.
—¿No quieres beber un poco? —preguntó.
Tyburn había llegado demasiado lejos y ella lo sabía, y también sabía que yo sabía que ella lo sabía. Fuera lo que fuese la influencia que había ejercido sobre mí, debía de ser demasiado sutil como para imponerse en algo tan obvio. Además, siempre me ha preocupado lo del pez.
—Buena idea —dije—. Afuera, en la calle, hay un pub. ¿Vamos?
—Si serás cabrón —respondió ella, y no se me ocurrió que estaba hablando de mí. Acercó su rostro al mío y me miró a los ojos—. Sé muy bien que tienes sed —dijo—. Bébete el agua.
Sentí que mi cuerpo caminaba por sí solo en dirección a la fuente. Era un movimiento involuntario, como un calambre en la pierna o un acceso de hipo, pero afectaba a todo el cuerpo y lo empujaba a hacer algo que yo no quería hacer. Fue terrible. Me di cuenta de que ni el Anciano ni Mamá Támesis habían tratado de controlarme, y que, si hubiesen querido, me habrían obligado a empujar carretillas arriba y abajo por la habitación. Su poder debía de tener un límite, porque, si no, ¿qué les habría impedido a Mamá Támesis y al Anciano entrar en Downing Street y dictar la política del Gobierno? Creo que no lo han hecho, porque de otro modo se notaría… para empezar, el Támesis estaría más limpio.
Entendí que ese límite tenía que ser Nightingale. El contrapeso, la barrera humana contra lo sobrenatural. Y eso significaba que a él no podían controlarle. Lo único que diferenciaba a Nightingale de un hombre ordinario era su magia y, por lo tanto, debía de ser la magia lo que le permitía defenderse. Tuve que esforzarme mucho para pensar todo esto, pero no es nada fácil pensar mientras la personificación de un río histórico de Londres pugna por adueñarse del cerebro de uno.
Con tal de ganar tiempo, traté de dejarme caer hacia atrás. No funcionó, pero sí logré frenar mi siguiente zancada en dirección a la fuente. Nightingale aún no me había enseñado a bloquear la magia, así que recurrí al
impello
. Organizar la
forma
dentro de mi mente me resultó mucho más fácil de lo que había esperado —luego especulé con que la influencia que Tyburn ejercía sobre mí actuaba tan sólo sobre la parte instintiva del cerebro, y no sobre sus funciones «elevadas»— y se me escapó de las manos.
—Impello
—dije, y traté de levantar la estatua de su pedestal.
Tyburn abrió los ojos como platos al oír que el mármol se agrietaba. Se volvió y, en el mismo momento en que dejó de mirarme a las pupilas, retrocedí, tambaleante, súbitamente libre. Sentí que la configuración de mi mente escapaba a mi control y que la cabeza de la estatua estallaba cual lluvia de esquirlas de mármol. Sentí un impacto en el hombro y un corte en la cara y un trozo de mármol del tamaño de un perro pequeño se estrelló contra las baldosas del patio a mi lado.
Vi que la pila para pájaros también se había agrietado y que el agua escapaba y se extendía sobre el patio como un charco de sangre. Tyburn se volvió y me miró. Tenía un corte en la frente y el vestido de playa se le había rasgado a la altura de las caderas.
Estaba muy callada y eso no era una buena señal. Había conocido ese silencio en mi madre y en el rostro de una mujer cuyo hermano había muerto poco antes, víctima de un conductor borracho. La gente piensa, por culpa de los medios de comunicación, que las negras no saben hacer otra cosa que gritar, menear la cabeza, quejarse y decir «es-que-no-me-lo-puedo-creer», y si no son descaradas es que son dignas y curtidas por la vida y duras y «no-comprendo-cómo-es-posible-que-la-gente-no-se-entienda». Pero si un día os encontráis con que una negra se queda callada de la manera en que Tyburn se quedó callada ese día, los ojos brillantes, los labios rígidos y la cara inmóvil como una máscara mortuoria, es que acabáis de ganaros una enemiga para toda la vida. Y punto.
No os quedéis a su lado ni tratéis de discutir… creedme: la cosa no terminará bien. Acepté mi propio consejo y empecé a retroceder. Tyburn no me quitó de encima sus ojos negros mientras me alejaba y, tan pronto como estuve a salvo en el pasaje lateral, me volví y me marché tan rápido como pude. No es que corriera cuesta abajo hasta Swiss Cottage, pero sí que fui a paso ligero. Casi al final de la pendiente había una cabina telefónica, y eso era lo que necesitaba, porque no había apagado el móvil antes de la demolición de la estatua. Llamé a la operadora, le di mi número de identificación y me puso con el móvil de Lesley. Lesley quiso saber dónde me había metido, porque todo había sido un desastre durante mi ausencia.
—Hemos salvado al ciego —dijo—, y no gracias a ti.
Se negó a darme ningún detalle porque «el jefe quiere que vengas aquí ahora mismo». Le pregunté dónde era «aquí» y me dijo que estaba en el tanatorio de Westminster, y me sentí fatal, porque entendí que habíamos salvado al ciego, pero algún otro pobre diablo había perdido la cara. Le dije que iría lo antes posible.
Monté en una línea local de autobús y bajé hasta la estación de metro de Swiss Cottage, y una vez allí subí a un tren de la Jubilee Line que me llevó hasta el centro. Dudaba que lady Ty tuviera efectivos suficientes o ganas de hacer vigilar las estaciones, y una de las escasas ventajas de haberme cargado el teléfono era que ya no podría detectarlo, y lo mismo valía para cualquier otro ingenio rastreador que hubiera puesto sobre mi persona. No penséis que soy un paranoico, ¿eh? Ese tipo de cosas se venden por Internet.
Faltaba muy poco para el pico de la hora punta cuando subí al tren y el vagón había llegado a ese grado de abarrotamiento que precede a la transición entre la suspensión voluntaria del espacio personal y el encierro en una lata de sardinas. Me di cuenta de que algunos pasajeros me miraban mientras tomaba posiciones en un extremo con la espalda apoyada en la puerta de conexión entre vagones. Enviaba señales heterogéneas: por un lado, el traje y la expresión facial de una persona segura de sí misma; por el otro, la evidencia de que acababa de participar en una pelea y mi condición de mestizo. No es cierto que los londinenses no se fijen en lo que hacen los demás cuando viajan en metro; estamos hiperatentos a todos los demás y hacemos constantes estimaciones sobre lo que podría suceder y sobre las estrategias que podríamos adoptar. ¿Y si un joven guapo y elegante, pero de otra raza me pide dinero? ¿Se lo doy, o no? ¿Si bromea, voy a reaccionar? Y si reacciono, ¿será con una sonrisa tímida, o con una carcajada? Si le han herido en una pelea, ¿necesitará ayuda? Si le ayudo, ¿me voy a ver metido en una situación peligrosa, o en una aventura, o en un salvaje romance interracial? ¿Llegaré tarde a la cena? Si se abre la chaqueta y grita «Dios es grande», ¿voy a llegar a tiempo al otro extremo del vagón?
La mayoría de nosotros planeamos constantemente estrategias de evitación que promueven la paz en nuestro tiempo, nuestro vagón y, por favor, Dios mío, que por lo menos dure hasta que haya llegado a casa. Las personas de más de sesenta años lo llaman buena educación y su propósito es tratar de evitar que nos matemos entre nosotros. Lo mismo sucede con los
vestigia
: no siempre somos conscientes de ellos, pero, instintivamente, adecuamos nuestra conducta en respuesta a la acumulación de magia a nuestro alrededor. Entendí que era eso lo que mantenía activos a los fantasmas; vivían de los
vestigia
, igual que la luz de un LED conectado a una batería de larga duración: el propio dispositivo rebaja su potencia para racionalizar el consumo. Me acordé del espacio de muerte que había sido la casa de los vampiros en Purley. Según Nightingale, los vampiros eran personas ordinarias que se «infectaban», nadie sabía muy bien cómo ni por qué, y empezaban a alimentarse del potencial mágico que había a su alrededor, incluidos los
vestigia
.
—Pero no son suficientes para nutrir a un ser vivo —me había dicho Nightingale—. Y por eso salen en busca de otras fuentes de magia.
La mejor fuente de magia, según Isaac Newton, eran los seres humanos, pero no es posible robarle la magia a una persona, ni a un ser vivo más complejo que los mohos mucilaginosos, salvo en el momento de la muerte. Y ni siquiera entonces es fácil. Le hice la pregunta obvia: ¿por qué beben sangre? Dijo que nadie lo sabía. Le pregunté cómo era posible que nadie hubiera hecho experimentos para descubrirlo, y me lanzó una mirada de extrañeza.