Beverley se arrojó de cuerpo a tierra y apretó la mejilla contra el suelo. Vi que movía los labios. Sentí que algo pasaba a través de mí, una sensación de lluvia, el sonido de unos muchachos que juegan al fútbol a lo lejos, el olor de las flores de las afueras y de los coches recién lavados, una televisión que de noche parpadea al otro lado de un visillo.
—¿Qué hace? —preguntó la madre—. Reza por nosotros, ¿no?
—Más o menos —dije.
—Chst —dijo Beverley, y se sentó en el suelo—. Estoy escuchando.
—¿Y qué es lo que escuchas?
Algo entró por la ventana, se estrelló contra la pared con un sonido metálico y me cayó sobre el regazo. Era la cubierta de una boca de incendios. Beverley vio que me había puesto a examinarla y se encogió de hombros como para pedirme disculpas.
—¿Qué has hecho exactamente? —le pregunté.
—No estoy segura —dijo—. En realidad, nunca había intentado hacer esto.
El humo se volvió más denso y nos obligó a poner la cara contra el frío suelo de la tienda para aliviarnos. El niño alemán mediano se echó a llorar. Su madre lo rodeó con el brazo y lo estrechó contra su cuerpo. La más pequeña, una niña, procedía con un estoicismo digno de admiración. Tenía sus ojos azules clavados en los míos. El padre sufría espasmos nerviosos. Se preguntaba si debía levantarse e intentar alguna heroicidad, aunque fuera fútil. Yo sabía muy bien cómo se sentía. La última de las lunas se rompió y llovieron cristales sobre mi espalda. Respiré humo, tosí, respiré más humo. Tuve la sensación de que ya no podía respirar bien. Me di cuenta de que me había llegado la hora… iba a morir.
Beverley estalló en carcajadas.
De repente fue un domingo cálido por la mañana bajo un cielo inesperadamente azul. Olía a plástico caliente y polvo porque habían sacado la piscina hinchable del cobertizo, y los niños, en traje de baño y ropa interior, saltaban de un lado para otro emocionados. Papá tiene la cara roja por haber estado hinchando la piscina y mamá les grita que tengan cuidado, y sacan la manguera por la ventana de la cocina y la encajan en el grifo del agua fría. La manguera carraspea y todos los niños miran su boca…
El suelo empezó a vibrar, y a duras penas tuve tiempo para preguntarme «¿Qué coño es esto?» cuando una pared de agua se estrelló contra la cara sur de la tienda. La puerta se abrió, y, antes de que pudiera agarrarme a algo, la inundación se me llevó por delante y me golpeó contra el techo. El impacto me dejó sin aire en los pulmones, y tuve que reprimir mis propios instintos para tomar aliento. La inundación bajó y, por un instante, vi que Beverley flotaba serenamente entre los escombros antes de que el agua bajara de nuevo y yo me estrellara contra el suelo.
El padre, con más presencia de ánimo de la que había demostrado yo, había apuntalado el cuerpo contra el mostrador y retenía de ese modo a toda su familia. Me aseguraron que estaban todos bien, salvo la más pequeña, que quería repetirlo. Beverley estaba de pie en medio de la tienda y dio un puñetazo al aire.
—¡Toma ya! —dijo—. A ver si Tyburn supera esto.
La euforia de Beverley duró lo suficiente como para poder llevar a la familia alemana hasta la ambulancia más próxima. Según deduje por lo que vi al salir a la calle, la ola de agua de Beverley había empezado en algún sitio cercano al mercado cubierto y había avanzado para inundar la plaza hasta alcanzar un nivel de diez centímetros. Calculé que, con un solo gesto, Beverley había cuadruplicado los daños materiales de aquella noche, pero no lo dije. No había logrado extinguir el fuego del techo, pero, mientras nos escabullíamos, la Brigada de Incendios de Londres acudió a sofocarlo.
Beverley mostró una extraña agitación al ver a los bomberos, y prácticamente me arrastró por James Street para alejarnos del mercado. Parecía que los disturbios habían terminado —salvo por la búsqueda de culpables emprendida por los medios de comunicación—, y los agentes del Grupo de Apoyo Territorial con equipo antidisturbios rondaban por la zona. Discutían técnicas para el empleo de la porra y se volvían a poner las etiquetas de identificación.
Nos sentamos en el pedestal del reloj de sol de Seven Dials y vimos pasar los vehículos de emergencia. Beverley se estremecía cada vez que pasaba un camión de bomberos. Aún estábamos empapados. Empezábamos a sentir frío, aunque fuera una noche cálida. Beverley me agarró la mano y me la estrujó.
—Me he metido en un buen lío —dijo.
Le rodeé el cuerpo con el brazo y la joven aprovechó la oportunidad para meterme sus manos frías bajo la camisa y calentárselas con mis costillas.
—Muchas gracias —le dije.
—Ahora cállate y piensa cosas bonitas —pidió, como si me hubiera sido difícil en esos momentos en los que sentía sus pechos en el costado.
—No has hecho más que reventar varias tuberías —contesté—. ¿Qué problemas vas a tener por eso?
—Lo que he estropeado eran bocas de incendios y eso significa que los del culto a Neptuno se van a cabrear —explicó.
—¿El culto a Neptuno?
—La Brigada de Incendios de Londres —aclaró.
—¿Los de la Brigada de Incendios son adoradores del dios Neptuno?
—No, oficialmente no —dijo ella—. Pero ya sabes… marineros, Neptuno, es un vínculo natural.
—¿Los de la Brigada de Incendios son marineros?
—Ahora no —dijo ella—. Pero en los viejos tiempos, cuando buscaban tíos disciplinados que entendieran de agua, cuerdas, escalerillas y no se asustasen de las alturas, sí. Por otra parte, había un buen número de marineros que buscaban un oficio más estable en tierra firme… existía una bendita afinidad entre una cosa y la otra.
—Pero Neptuno… —dije—. ¿No era el dios romano del mar?
Beverley apoyó su cabeza sobre mi hombro. Tenía el cabello húmedo, pero no me quejé.
—Los marineros son supersticiosos —dijo—. Incluso los religiosos saben que hay que tener respeto por el Rey de las Profundidades.
—¿Has llegado a conocer a Neptuno?
—No seas tonto —exclamó—. No existe nadie que se llame así. En cualquier caso, lamento lo de las bocas de incendios, pero lo que me preocupa de verdad es el agua del Támesis.
—No hace falta que me lo cuentes —repliqué—. Son seguidores del temible Cthulhu.
—No creo que sean religiosos, pero no hay que cabrear a gente que te podría vaciar las cloacas en el nacimiento —dijo.
—¿Sabes? —le dije—, creo que no he visto nunca tu río.
Beverley se volvió y se acomodó contra mi pecho.
—Tengo un lugar cerca de la ronda de Kingston —dijo—. Es sólo una caravana, pero el jardín llega hasta el agua. —Levantó la cabeza hasta que sus labios rozaron los míos—. Podríamos ir a nadar.
Nos besamos. Sabía a fresas y a crema y a chicle. Dios sabrá adónde habríamos ido a continuación, si un Range Rover no hubiera frenado bruscamente frente a nosotros y Beverley no se hubiera apartado de mí a tal velocidad que me quemó los labios.
Una mujer fornida en vaqueros salió del Range Rover y se nos acercó. Tenía la piel oscura y una cara redonda y expresiva, que en ese momento expresaba un serio enfado.
—Beverley —dijo, sin apenas reparar en mi presencia—, te has metido en un buen lío. Sube al coche.
Beverley suspiró, me besó en la mejilla y se puso en pie para marcharse con su hermana. Yo mismo logré incorporarme, sin prestar atención a las magulladuras de mi espalda.
—Peter —dijo Beverley—, ésta es mi hermana, Fleet.
Fleet me echó una mirada inquisitiva. Parecía una mujer de treinta y pocos años, con cuerpo de velocista: hombros anchos y cintura estrecha, con muslos grandes y musculosos. Vestía una chaqueta
tweed
sobre un polo de cuello alto de color negro. Se había cortado el cabello hasta dejarse un mero rastrojo. Al mirarla, tuve una extraña sensación de familiaridad, como cuando nos encontramos con una celebridad menor cuyo nombre no recordamos.
—Me quedaría a charlar contigo, Peter, pero ahora no es el momento —dijo Fleet. Se volvió hacia Beverley—: Sube al coche.
Beverley me dedicó una sonrisa débil y triste e hizo lo que le mandaban.
—Espera —pedí—. A ti te conozco de algo.
—Fuiste a la misma escuela que mis hijos —aclaró, y volvió a entrar en el Range Rover.
A duras penas se había cerrado la puerta cuando Fleet se puso a pegarle gritos a Beverley. El sonido quedaba amortiguado, pero alcancé a distinguir las palabras «cría irresponsable». Beverley se dio cuenta de que la miraba y entornó los ojos. Me pregunté cómo habría sido crecer con tantas hermanas. Se me ocurrió que tal vez habría estado bien tener a alguien que pasara a recogerme con un Range Rover, aunque luego me pegara gritos de vuelta a casa.
Un rasgo curioso de los disturbios londinenses: en cuanto abandonas la zona donde se han producido, parece que todo siga igual. La mala noticia era que Covent Garden había estado a punto de desaparecer bajo las llamas, pero la buena era que ninguna de las principales líneas de autobús ni de metro se habían visto afectadas. Había oscurecido, yo estaba empapado, aún no podía entrar en la Locura y tampoco quería pasarme otra noche en la silla de la habitación del hospital donde se encontraba Nightingale. Hice lo que hace todo el mundo cuando no le queda ninguna otra posibilidad: regresé al único lugar en el mundo en el que siempre me abrirían la puerta.
Cometí el error de ir en metro. Estaba lleno de gente que volvía a casa después de una noche de juerga. Incluso a esas horas, el ambiente que reinaba en el vagón era cálido y cercano, pero un tío empapado, desastrado y con rasgos ligeramente étnicos como yo disponía de más espacio a su alrededor que el resto de viajeros.
La espalda y la pierna me dolían, estaba fatigado, y convencido de que había algo que se me escapaba. Jamás en mi vida había creído que un policía debiera guiarse por sus instintos. Había visto trabajar a Lesley, y cada vez que acertaba en sus hipótesis era porque se había fijado en algo que a mí me había pasado por alto, había investigado mejor o había dedicado más esfuerzos a pensar en el caso. Si quería salvarle la vida, tendría que hacer lo mismo.
Subieron más personas en el vagón en Goodge Street. La temperatura aumentó, pero por lo menos empezaba a secarme. Un muchacho con pantalones beige y blazer azul de percha se puso al lado de la puerta de conexión entre vagones que quedaba a mi derecha, lo bastante cerca como para que pudiera oír el ritmo metálico que sonaba en los auriculares de su iPod. Tuve la reconfortante sensación de recuperar el anonimato.
Ninguna de las referencias sobre
revenants
que había leído hasta entonces explicaba cómo era posible que un fantasma ordinario adquiriese la habilidad de succionar la magia de otros fantasmas. Mi hipótesis de trabajo era que los fantasmas eran copias de personalidades que habían quedado grabadas de algún modo en el residuo mágico que se acumula sobre los objetos físicos: los
vestigia
. Sospechaba que los fantasmas se degradaban con el paso del tiempo, igual que se degrada la música grabada en una cinta magnética, a menos que su señal se reforzara mediante nueva magia. Ése era el motivo por el que tenían que absorberla de otros fantasmas.
Debimos de recoger a un borracho furioso en Warren Street porque, tras un breve período de preparación, desplegó todas sus habilidades cuando llegamos a Euston. Yo estaba distraído con una joven que vestía un top rosado, con un escote más largo de lo que creía posible de acuerdo con las leyes de la física. Había subido al metro y se había apoyado en la ventana que se encontraba frente a mí. Aparté los ojos antes de que se diese cuenta de que la miraba y me fijé en el anuncio más cercano. Tuve la sensación de que el tío del blazer azul también cambiaba de posición y adiviné que debía de estar haciendo lo mismo.
Un muchacho blanco se metió dando tumbos en la pequeña esquina que yo ocupaba y me llegó a la nariz el olor a pachuli, tabaco y marihuana. La mujer del top rosado dudó y entonces se acercó a mí… parece que me consideró el mal menor.
—A la mierda, a la mierda —gritó el borracho desde algún lugar, en el otro extremo del vagón—. Este país se va a la mierda.
El simpático vagón de metro pegó una sacudida y se puso en marcha de nuevo.
Los
revenants
tenían que ser muy pocos, porque, si no, no les habrían quedado fantasmas de los que alimentarse. Y con eso volví a la primera pregunta: ¿cuál era el motivo por el que un espectro se transformaba en
revenant
? ¿Tal vez por su estado psicológico en el momento de la muerte? Henry Pyke había sufrido una muerte injusta y sin sentido, incluso si la juzgamos de acuerdo con los laxos cánones del siglo
XVIII
, pero, aun así, el resentimiento que podía albergar contra Charles Macklin y la ardiente insatisfacción que sentía por el triste desarrollo de su carrera como actor no me parecían motivación suficiente para obligar al pobre Brandon Coopertown a golpear a su propia mujer hasta matarla.
—Y eso que fue un puto paraíso —gritaba el borracho furioso. Seguro que no hablaba de Camden Town. A pesar de los mercados, Camden Town nunca había aspirado a nada más que a alcanzar una modesta respetabilidad.
En la estación de Camden, la Línea Norte se bifurca en dirección a Edgware y a High Barnet, mucha gente se baja del vagón y sube otra mucha. Tuvimos que apretujarnos un poco más y, sin darme cuenta, me quedé mirando la cabeza de la mujer del top. Tenía raíces rubias y caspa. Al hombre del blazer azul lo empujaron desde la derecha y entre los dos me atraparon contra la puerta. Todo el mundo se movía, en un intento por no meterle el sobaco en la cara al de al lado. Por muy incómoda que sea la situación, no hay nada que nos excuse de mantener las mínimas normas de cortesía y no mirar a los ojos a los demás.
El borracho furioso le daba la bienvenida a todo el mundo.
—Cuantos más seamos, mejor —decía—. Que todo el puto mundo se meta aquí dentro… ¿por qué no?
El olor del muchacho blanco con rastas se intensificaba, se sentían con más fuerza la orina y el excremento. Me pregunté cuándo se habría cambiado por última vez sus falsos pantalones de camuflaje.
Hacía menos de un minuto que habíamos dejado atrás Camden Town cuando el metro se detuvo bruscamente. Los pasajeros emitieron un gimoteo casi subliminal, sobre todo porque las luces también perdieron intensidad. Oí una risilla al otro extremo del vagón.
Tenía que haber alguna otra cosa detrás de Henry Pyke —pensaba yo—, algo mucho peor que un actor fracasado y resentido.