—¡Pues claro que hay algo más! —gritó el borracho furioso—. ¡Ese algo soy yo!
Estiré el pescuezo para ver al borracho, pero tenía en medio al chico blanco con rastas, en cuyo rostro se pintaba ahora una expresión de estúpida satisfacción. El olor a mierda era cada vez peor y me di cuenta de que el muchacho acababa de hacérselo en los pantalones. Vio que lo miraba y me respondió con una ancha sonrisa de contento.
—¿Quién eres? —grité.
Traté de abandonar la esquina del vagón, pero la mujer del top retrocedió violentamente y me retuvo contra la pared. Las luces se debilitaron todavía más, y en esta ocasión el gimoteo de los pasajeros ya no fue subliminal.
—Soy la bebida del demonio —gritaba el borracho furioso—. Soy la Calle de la Ginebra y la casa de tu barrio donde se vende el crack. Soy discípulo del capitán Swing, de Watt Tyler y de Oswald Mosley. Soy el rostro que sonríe en la ventana del cabriolé; fue por mí por quien Dickens añoraba la vida en el campo y soy lo que temen tus maestros.
Le di un empujón a la mujer del top, pero los brazos me pesaban, no podía valerme de ellos, como en una pesadilla. La mujer empezó a frotar su cuerpo contra el mío. Hacía cada vez más calor en el vagón y empecé a sudar. De pronto, una mano me agarró por el culo y me lo estrujó. Era el hombre del blazer azul. La sorpresa fue tan grande que me quedé inmóvil. Le miré a la cara, pero él me miraba a mí con la típica expresión de aburrimiento y ausencia del que viaja habitualmente en metro. El sonido de su iPod era más fuerte y más irritante que antes.
Empecé a asfixiarme con el olor a mierda y empujé a la mujer del top para poder ver lo que sucedía en el vagón. Contemplé al borracho furioso… tenía la cara del señor Punch.
El hombre del blazer me soltó el culo y trató de meterme la mano por la parte de atrás de los pantalones. La mujer del top me apretó la delantera con su trasero.
—¿A ti te parece —gritaba el señor Punch— que un hombre joven tiene que llevar una vida como ésa?
El chico blanco con rastas se inclinó hacia mí y, de manera totalmente deliberada, me apretó la cara con el dedo índice.
—Dedito —dijo, y soltó una risilla. Luego volvió a hacerlo.
Hay un punto en el que los seres humanos pierden el control y arremeten contra todo lo que tienen a su alrededor. Hay personas que se pasan la vida siempre muy cerca de ese punto… la mayoría de ellas termina en prisión. Los hay —muchas veces son mujeres— que van aguantando año tras año hasta que por fin llegan a ese punto, y entonces cierto día dicen «hola», pegan fuego a la cama donde duerme el marido y alegan en su defensa que lo hicieron bajo provocación extrema.
Yo había llegado a ese punto y sentía que mi ira era justa. Qué maravilloso habría sido prescindir de las consecuencias y dejarse llevar. Porque a veces nos apetece que el puto universo se entere de nuestra existencia… ¿es que eso es mucho pedir, joder?
Entonces me di cuenta de que ésa era la cuestión.
El señor Punch, el espíritu de la violencia y la rebeldía, hace lo que le dictan sus impulsos más inmediatos. Ése era el tío que actuaba a través de Henry Pyke, y me estaba jodiendo el cerebro.
—Ya lo entiendo —dije—, Henry Pyke, Coopertown, el mensajero… todos ellos cargaban con una frustración… pero eso mismo les ocurre a todos los que viven en la gran ciudad, ¿no, señor Punch? ¿Y cuál es el porcentaje que se rinde a ti? Apuesto a que tus índices de éxito son una puta mierda, así que te puedes ir a tomar por culo, yo me marcho a mi casa a dormir.
En ese mismo momento me di cuenta de que el metro volvía a avanzar, las luces se habían encendido y el hombre del blazer azul no me había metido la mano en los pantalones. El borracho furioso se había callado. Todos los que viajaban en el vagón evitaban mirarme.
Me bajé en Kentish Town, la parada siguiente. Por fortuna, era allí donde quería ir.
Desde septiembre de 1944 hasta marzo de 1945, el simpático pillastre nazi Wernher von Braun apuntó sus V2 a las estrellas, y sin embargo, como dice la canción, le dio a Londres. Cuando mi padre era joven, aún se apreciaba por todas partes el rastro del impacto de las bombas: vacíos en las hileras de casas adosadas que daban testimonio de que el edificio que se encontraba allí había sido destruido. Durante los años de la posguerra se fueron retirando los escombros de esos lugares y construyeron en ellos una serie de horrendos errores arquitectónicos. A mi padre le gustaba decir que el error donde yo crecí se había edificado sobre el punto de impacto de una V2, pero sospecho que en realidad se trató de una carga ordinaria de explosivos alemanes procedente de un bombardero convencional.
Sea cual fuere el origen del hueco de doscientos metros de ancho que quedó entre las casas adosadas victorianas de Leighton Road, los planificadores de posguerra no perdieron la oportunidad de construir un error a tan gran escala. Los bloques de Peckwater Estate se construyeron durante los años cincuenta. Tienen seis pisos de alto, son rectangulares y, a modo de toque estético definitivo, se hicieron con un ladrillo gris y sucio que envejeció con gran rapidez. Como resultado, cuando aprobaron la Ley de la Pureza del Aire y se acabaron las célebres brumas londinenses y limpiaron los edificios viejos con chorros de arena, lo de Peckwater Estate quedó todavía peor que antes.
Los apartamentos eran sólidos, así que al menos, cuando era niño, no me vi obligado a seguir en directo la teleserie del piso de al lado. Pero se construyeron sobre el dudoso axioma, muy del gusto de los planificadores de posguerra, de que la clase obrera de Londres estaba compuesta en su integridad por hobbits. Mis padres tenían un apartamento en el tercer piso con una puerta de entrada por la que se salía a una pasarela al aire libre. Durante mi niñez, a principios de los años noventa, las paredes quedaron cubiertas de grafitis y la escalera exterior, de mierda de perro. Hoy, los grafitis han desaparecido en su mayor parte, y la mierda de perro se limpia con mangueras y termina en una cloaca que, dentro de los parámetros de Peckwater Estate, puede considerarse como un intento de elevar el nivel social de los inquilinos. Aún tenía por costumbre llevar encima la llave de la puerta de entrada, y fue una suerte, porque, al entrar, me encontré con que mis padres no estaban.
Era una circunstancia tan inusual que tuve que pararme a pensar. Mi padre tiene setenta y pocos, y raramente sale. Me imaginé que debían de haberlos invitado a una celebración importante, como una boda o un bautizo, para que mi madre lo vistiese y lo arrastrara fuera de casa. Me imaginé que me lo contarían cuando regresaran. Me preparé una taza de té con leche condensada y azúcar, y me comí un par de bizcochos de marca blanca. Tras reunir fuerzas de este modo, me dirigí a mi antiguo dormitorio, para ver si aún quedaba un espacio donde pudiera dormir.
Tan pronto como me marché —quiero decir, diez minutos después de que la puerta se cerrara a mis espaldas—, mi madre había empezado a utilizar mi dormitorio para guardar cosas. Estaba repleto de cajas de cartón, todas ellas llenas hasta los topes, y cerradas con cinta de embalar. Tuve que sacar varias de encima de la cama para poder echarme. Eran pesadas y olían a polvo. Mi madre guardaba siempre ropa, zapatos, utensilios de cocina y cosméticos sin fecha de caducidad y, aproximadamente cada dos años, se los mandaba a su familia en Freetown. Aunque buena parte de su familia más cercana hubiera emigrado al Reino Unido, a Estados Unidos y, por extraño que parezca, a Dinamarca, la cantidad de envíos no había disminuido. Las familias africanas son notablemente extensas, pero yo había llegado a la conclusión de que debía de estar emparentada con media Sierra Leona. Había aprendido desde una edad temprana que todas las posesiones que yo no defendiera estaban sujetas a confiscación arbitraria y deportación. Mi Lego, sobre todo, fue motivo de combate incesante desde que cumplí los once años y mi madre llegó a la conclusión de que ya era demasiado mayor para esas cosas. Cuando tenía catorce años desapareció misteriosamente mientras yo me encontraba de viaje con la escuela.
Me quité los zapatos, me metí bajo las sábanas y me dormí sin tener tiempo a preguntarme a dónde habrían ido a parar los pósteres.
Me desperté brevemente, varias horas más tarde, al oír que alguien cerraba sigilosamente la puerta del dormitorio y que mi padre hablaba al otro lado. Mi madre dijo algo que hizo reír a mi padre y, reconfortado porque todo andaba bien, me dormí de nuevo.
Volví a despertarme mucho más tarde. La luz de la mañana se colaba por la ventana de mi dormitorio. Estaba tendido de espaldas y me sentía vigoroso, con una sólida erección y el vago recuerdo de un sueño erótico con Beverley. ¿Qué iba a hacer con Beverley Brook? Estaba claro que me gustaba, era evidente que yo le gustaba a ella, y el hecho de que no fuese completamente humana era una preocupante posibilidad. Beverley quería que fuese a nadar a su río y yo no tenía ni idea de lo que eso podía implicar. Sólo sabía que Isis me había advertido que no lo hiciera. Tenía la sensación de que uno no se beneficia a una hija del río Támesis sin llegar al fondo… literalmente.
—No es que tema al compromiso —le dije al techo—. Es que querría saber con qué me comprometo.
—¿Estás despierto, Peter? —oí que decía una voz suave al otro lado de la puerta. Era mi padre.
—Sí, papá, estoy despierto.
—Tu mamá te ha dejado hecha la comida —dijo.
«¿Es mediodía?», pensé. Había pasado la mitad del día y no había hecho nada. Salí de la cama, me abrí paso entre la pared y un montón de cajas de cartón y me dirigí a la ducha.
El cuarto de baño estaba pensado para hobbits, igual que el resto del apartamento, y había sido necesario recurrir a la más avanzada tecnología polaca para instalar una ducha de verdad entre el lavadero y la ventana. Fui yo quien lo pagué, para no tener que agacharme cada vez que quisiera mojarme el cabello. Había un nuevo dispensador de jabón al lado de la ducha, uno de esos que encuentras en los lavabos de los edificios de oficinas. Lo habían comprado o expropiado a un mayorista especializado en productos de limpieza. Me di cuenta de que el papel higiénico y las toallas de baño eran de marcas mucho mejores que cuando vivía con ellos. Mamá debía de estar limpiando en una oficina más lujosa que la de antes.
Salí y me sequé con una gigantesca toalla cubierta de pelusa con las palabras «Aquí irá el nombre de su empresa», bordadas en una esquina. Mi padre era de esa escuela de los hombres que sufren en silencio las enfermedades de la piel reseca de acuerdo con la divisa «Los-hombres-de-verdad-no-se-ponen-crema-hidratante», y mi madre tan sólo tenía un tubo de manteca de cacao de mayorista. No tengo nada contra el empleo de manteca de cacao, pero te deja un olor como de chocolatina Mars durante el resto del día. Una vez me hube encargado del cuidado de mi piel, regresé a la habitación. Abrí varias cajas al azar hasta que encontré ropa para cambiarme. Uno de mis primos lejanos tendría que prescindir de ella.
La cocina era un nicho que se podría haber utilizado para entrenar al servicio de cocina de un submarino Trident. Tenía el tamaño justo para que cupiesen el fregadero, los fogones y una superficie de trabajo. Una puerta en el otro extremo daba paso a un balcón igualmente residual que, por lo menos, recibía durante la mayor parte del año luz solar suficiente para secar la ropa. Por esa puerta entraban volutas de humo azulado de tabaco, y eso quería decir que mi padre había salido para fumarse uno de sus cuatro preciosos cigarros de liar diarios.
Mi madre había dejado pollo al maní y aproximadamente medio kilo de arroz basmati sobre los fogones. Metí ambos platos en el microondas y le pregunté a mi padre si quería un café. Sí quería, así que preparé dos tazas de Nescafé instantáneo que saqué de una lata de cátering. Les eché encima un centímetro de leche condensada para enmascarar el sabor.
Mi padre tenía buena pinta y eso quería decir que se había tomado su «medicina» durante la mañana. En el punto álgido de su carrera se había ganado la fama de vestir bien, y a mi madre le gustaba que tuviese un aspecto respetable: pantalones de color caqui y chaqueta de lino sobre un jersey de color verde pálido. Siempre me había parecido que esa ropa podía considerarse
chic
Imperio, y desde luego que a mi madre le gustaba. A la luz del sol, tenía como un aire colonial, sentado en una silla de mimbre casi tan ancha como el propio balcón. A duras penas quedaba espacio para un taburete y una mesilla de plástico blanco. Dejé los cafés sobre la mesa, al lado de un cenicero Lager tamaño pub de Foster y de la lata de Golden Virginia de mi padre.
Desde el balcón, en un día claro, se veía el patio entero hasta los visillos de los vecinos.
—¿Qué tal le va a la Porquería? —preguntó. Siempre llamaba «Porquería» a la policía, aunque asistió a mi graduación en Hendon y aquel día pareció enorgullecerse de mí.
—No es fácil controlar a las masas —dije—. No dejan de pelearse y de meterse cosas en el cuerpo.
—Ésa es la triste vida del obrero —dijo papá. Bebió un sorbito de café, dejó la taza y agarró la lata de tabaco. No la abrió, tan sólo se la puso sobre el regazo y colocó los dedos encima.
Le pregunté si mamá estaba bien y dónde estaban la noche anterior. Estaba bien y habían estado en una boda. No recordaba muy bien quién era el que se casaba; uno de mis muchos primos, una definición que podía abarcar desde el hijo de mi tía hasta algún chaval que se hubiera metido en casa de mi madre y no se hubiera ido en dos años. De acuerdo con la tradición, una buena boda sierraleonesa tenía que durar varios días, igual que un funeral, pero, en deferencia al acelerado ritmo de la vida británica moderna, los expatriados se pasaban tan sólo un día en las celebraciones, o, como mucho, treinta y seis horas. Y punto. No se incluía el tiempo de preparación.
Mientras me explicaba qué música habían escuchado —no recordaba muy bien la comida, la ropa y ni la ceremonia—, mi padre abrió la lata de tabaco, sacó un paquete de Rizlas, y con mucho cuidado y atención se lió un cigarro. Cuando estuvo satisfecho con su obra, metió tabaco, Rizlas e incluso el cigarro que acababa de liar dentro de la lata, la cerró y volvió dejarla encima de la mesa. Cuando agarró la taza de café, me di cuenta de que le temblaba la mano. Mi padre dejaría la lata encima de la mesa todo el tiempo que pudiese aguantar antes de volver a cogerla y colocársela sobre el regazo, y luego tal vez retocaría el cigarro o, si ya no podía más, se lo fumaría, maldita sea. Mi padre se hallaba en los primeros estadios de un enfisema. El mismo médico que le había proporcionado la heroína le había dicho que, si no podía dejar de fumar, por lo menos se fumara menos de cinco por día.