—Señoras y señores —dijo—, chicos y chicas. Creo que es hora de salir a jugar.
En cierta ocasión, uno de los tíos de mi madre que tenía entradas para un partido del Arsenal contra el Spurs en Highbury me llevó a mí, porque su hijo no podía. Nos encontrábamos entre los abonados, los más hinchas entre los hinchas que iban a ver el fútbol por el juego, y no por la violencia. Cuando uno se encuentra en medio de una masa como aquélla, se ve siempre arrastrado por la corriente… aunque trate de nadar en dirección contraria, no lo consigue. Fue un juego aburrido, sin estilo, y parecía que tuviera que terminar en empate, en un empate cero a cero, cuando, de pronto, en los últimos minutos, el Arsenal resurgió. Entraron en el área de penalti y puedo jurar que el estadio entero, sesenta mil personas, contuvo el aliento. El delantero del Arsenal metió el balón en la portería y me puse a gritar de júbilo, junto con toda la gente que se encontraba a mi alrededor. Lo hice de manera totalmente involuntaria.
Así fue como me sentí cuando Henry Pyke hizo salir al público de la Royal Opera House. Creo que me solté de la cortina y descendí en caída libre los dos últimos metros. Sólo estoy seguro de que me quedé tendido sobre el escenario con un dolor lacerante en el tobillo y el súbito deseo de partirle la cara a alguien. Logré ponerme en pie y encontré, frente a mí, el rostro desfigurado de Lesley.
Me estremecí. Al tenerla tan cerca, la deformidad de su cara era todavía más difícil de afrontar. Mis ojos se apartaban una y otra vez de la grotesca caricatura. A ambos lados de Lesley se hallaban todos los cantantes que participaban en la obra, todos ellos de sexo masculino, todos ellos tensos, salvo el juvenil barítono, de aspecto mucho más duro de lo que habría sido de esperar en personas consagradas a la alta cultura.
—¿Estás bien? —me dijo con voz chillona—. Me tenías preocupado.
—Pero si querías ahorcarme —dije.
—Peter —dijo Henry Pyke—, yo no he querido en ningún momento tu muerte. Durante estos últimos meses he llegado a verte, no como a un archienemigo, sino como un contrapunto cómico, el personaje tonto que va con el perro y hace reír al público mientras los actores de verdad se cambian.
—Te recuerdo que Charles Macklin no ha aparecido —le dije.
La nariz de Punch se arrugó.
—No importa —dijo Lesley—. Ese cabrón gotoso no podrá esconderse para siempre.
—Y, entretanto, nosotros… —era una buena pregunta—. ¿Qué es lo que estamos haciendo
nosotros
?
—Nosotros hacemos nuestro papel —dijo Lesley—. Nosotros somos el señor Punch, el irrefrenable espíritu de la violencia y la rebeldía. Está en nuestra naturaleza provocar alborotos, igual que está en la tuya tratar de detenernos.
—Estás asesinando a seres humanos —dije.
—¡Ay! —dijo Lesley—. El arte siempre exige sacrificios. Y puedes creer que sé lo que me digo: la muerte, más que tragedia, es aburrimiento.
De pronto me di cuenta de que no le hablaba a una personalidad completa. Su exhibición de acentos de distintas épocas, los extraños cambios de motivación y conducta. Aquello no era Henry Pyke, ni siquiera Punch, sino una extraña labor de retazos, una personalidad que se había montado a base de fragmentos medio recordados. Quizá todos los fantasmas fueran como ése, un patrón de recuerdos atrapado en la urdimbre de la ciudad, igual que los ficheros en un disco duro. Quizá se gastan poco a poco a medida que cada nueva generación de londinenses traza el patrón de su propia vida.
—No me estás escuchando —dijo Lesley—. He venido hasta aquí, he dedicado una parte de mi precioso tiempo a refocilarme, y tú te quedas encerrado en tu propio mundo.
—Dime, Henry —le pregunté—, ¿cómo se llamaban tus padres?
—¿Eh? El señor y la señora Pyke, por supuesto.
—¿Y cuáles eran sus nombres de pila?
Lesley se rió.
—Tratas de engañarme —dijo—. Se llamaban papá y mamá.
Tenía razón. Henry Pyke o, por lo menos, la parte de éste que se hallaba en el cerebro de Lesley, estaba literalmente incompleto.
—Pues ahora dime todas las cosas buenas que recuerdes —le dije— sobre tu madre.
Lesley echó la cabeza hacia un lado.
—Ahora me tomas por imbécil —dijo. Señaló a los cantantes, que, impasibles, habían asistido a nuestro diálogo—. ¿Sabes lo que ha dicho el
Times
sobre esta producción?
—Que es lúgubre y carece de todo atractivo —dije, nada más ponerme en pie. Si Lesley monologaba, yo aprovecharía la oportunidad para levantarme.
—Más o menos —dijo—. Lo que escribió el crítico de ópera del
Times
fue que «la representación tiene toda la seriedad de un episodio navideño de
Coronation Street
[11]
».
—Qué desagradable —dije yo.
No me quedaban tranquilizantes, pero el botiquín aún se hallaba entre bastidores. Podía emplearlo para golpear a Lesley en la nuca y dejarla inconsciente. ¿Y luego qué?
Lesley ladeó la cabeza en dirección opuesta, sin dejar de mirarme.
—Eh, chicos, mirad a este tío —dijo a los cantantes—. Es el crítico de ópera del
Times
.
Pensé si merecería la pena decirles que ni siquiera leía el
Times
, pero tuve la sensación de que no querrían escucharme. Corrí hacia la salida de incendios más cercana, porque, por definición, sería el camino de salida más corto y, por ley, tenía que estar siempre abierta. Además, las luces de las salidas de emergencia estaban conectadas a un circuito distinto y, por ello, aún funcionarían.
Me mantuve a tres metros por delante de los actores mientras atravesábamos aquella especie de hangar para aviones que se encontraba detrás del escenario, y abrí la primera puerta con el mero impulso de mi cuerpo. Me llevé un moretón en la costilla, pero también les adelanté otro metro. Mis ojos habían empezado a acostumbrarse a la oscuridad, pero la siguiente luz de salida de emergencia, que se encontraba más adelante, no bastó para impedir que me la pegara contra un carrito que alguien había dejado allí en medio. Me caí al suelo y me sujeté la espinilla con la mano, y una parte absurda de mi mente pensó que una obstrucción como aquélla violaba todas las normativas de salud y prevención de riesgos.
Una silueta cargó contra mí por el corredor. Uno de los cantantes me había dado alcance; estaba demasiado oscuro para ver de quién se trataba. Le di una patada al carrito para que se interpusiera en su camino, y se cayó de bruces en el suelo, a mi lado. Era un hombre corpulento, y olía a sudor y a maquillaje. Trató de incorporarse, pero entonces logré ponerme en pie y le pisé en la espalda. Sus amigos abrieron violentamente la puerta, grité para estar seguro de que supieran dónde me encontraba, y eché a correr de nuevo. Los chillidos que se oyeron cuando tropezaron con su colega caído me inspiraron una profunda satisfacción.
Pasé por otra puerta y me encontré con las luces encendidas. Pensé que debían de tener un circuito eléctrico distinto para las zonas no accesibles al público. Había vuelto a meterme en un laberinto de estrechos corredores que parecían todos iguales. Pasé corriendo por una habitación en la que no había nada, salvo pelucas, y salí a un pasillo con gran cantidad de zapatillas de baile esparcidas por el suelo. Resbalé al pisar una y me la pegué contra la bovedilla. A mis espaldas se oía a los cantantes que aullaban, sedientos de mi sangre. La bella articulación de sus amenazas no me tranquilizaba en absoluto.
Al fin, salí por otra puerta de incendios y me encontré en los baños de la planta baja, al lado del guardarropía. Oí cristales que se rompían en el vestíbulo principal y me dirigí a la salida lateral, junto a la taquilla donde se vendían las entradas. Prescindí de la lenta puerta giratoria adaptada para sillas de ruedas y corrí hacia las salidas de emergencia, pero lo que vi a través del cristal me detuvo.
Había estallado un tumulto en Bow Street. Una turba bien vestida saqueaba el hotel de la acera opuesta y una columna de humo negro y grasiento se elevaba desde un coche en llamas. Lo reconocí… era un Mini descapotable de color amarillo canario.
E
L ÚLTIMO RECURSO
Los disturbios no le gustan a nadie, salvo a los saqueadores y los periodistas. La Policía Metropolitana es un servicio de policía moderno, dinámico y activo, y por ello dispone de cierto número de planes de contingencia para hacer frente a los desórdenes civiles de todo tipo: granjeros armados con camiones de estiércol, anarquistas de la periferia durante el fin de semana, yihadistas activos en sábado. Pero sospecho que no habían trazado planes para frenar a los cerca de dos mil amantes de la ópera que salieron en masa de la Royal Opera House y sembraron el terror en Covent Garden.
Estaba convencido de que una londinense tan lista como Beverley habría tenido cerebro suficiente como para salir del coche antes de que las turbas le pegaran fuego, pero también sabía que su madre no me perdonaría que no lo comprobara. Eché a correr, gritando con todas mis fuerzas para que los demás me tomaran por uno de los alborotadores.
El estruendo me golpeó tan pronto como hube salido por la puerta. Era como una muchedumbre enfurecida en un pub, pero a una escala mucho mayor. Por todas partes se oían extraños canturreos y aullidos animales. No era un disturbio normal. En los normales, la mayoría de la multitud no hace otra cosa que mirar y, de vez en cuando, lanzar vítores. Si se encuentran una tienda con el cristal roto, acudirán gustosos a expropiar sus contenidos, pero en realidad no quieren complicarse la vida. En cambio, lo que tenía ante los ojos era un alzamiento en el que todo el mundo actuaba de cabecilla: todos, desde el joven sospechosamente bien vestido hasta la matrona con traje de noche, estaban furiosos y dispuestos a romper algo. Me acerqué tanto como pude al Mini en llamas y me sentí aliviado al no ver a nadie en ninguno de sus asientos. Beverley había tenido el buen criterio de marcharse y yo debería haber seguido su ejemplo, pero me distrajo la visión de un helicóptero suspendido sobre nosotros.
La presencia de aquel helicóptero indicaba que el Mando Central de la Policía Metropolitana había tomado control operacional directo sobre los alborotos. Eso quería decir que docenas de miembros de la Asociación de Oficiales Superiores de la Policía habían visto sus fiestas con cena, planes de quedarse en casa a ver un DVD y aventuras extramatrimoniales interrumpidos por llamadas urgentes de oficiales que no formaban parte de dicha Asociación y que estaban desesperados porque no se les atribuyese ninguna responsabilidad. Me imagino que el Mando Central supo desde el principio que la situación se había descontrolado y que, tan pronto como terminaran los disturbios, empezaría una gran investigación con acompañamiento musical. Nadie quería ser el que se queda sin silla cuando la música dejara de sonar.
¡Qué ironía!, fue ese pensamiento el que me distrajo y el comisario auxiliar suplente Folsom pudo acercarse a mí por detrás sin que me diera cuenta. Me volví porque me llamó por mi nombre y me encontré con que venía hacia mí. Su traje clásico —al tenerlo cerca me di cuenta de que era un traje de raya diplomática— había perdido una manga y todos los botones. Era una de esas personas que hacen pequeños gestos con la cara cuando están furiosos; ellos piensan que tan sólo exhiben una calma gélida, pero siempre hay algo que los delata. En el caso de Folsom, ese algo era un desagradable tic en el ojo izquierdo.
—¿Sabes qué es lo que más odio en este mundo? —gritó. Me di cuenta de que trataba de adoptar un siniestro tono conversacional, pero, por desgracia para él, había demasiado barullo.
—¿De qué se trata, señor? —pregunté. Sentí el calor del Mini en llamas a mis espaldas. Folsom me había atrapado.
—Odio a los agentes de policía —dijo—. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué, señor? —me volví hacia la izquierda, en busca de un camino por donde huir.
—Porque no paráis de quejaros —dijo Folsom—. Yo me uní al cuerpo en 1982, en los viejos tiempos, antes de la Ley de Pruebas Policiales y Delictivas, antes de Macpherson y de sus objetivos de control de calidad. ¿Y sabes qué? Éramos mierda. Nos dábamos por satisfechos tan sólo con arrestar a alguien, y si encima después resultaba que el detenido era culpable ya ni te cuento. Nos daban por culo desde Brixton hasta Tottenham, ¿y tú crees que nos achantábamos? ¡Ni siquiera costábamos dinero! Mandábamos al más imbécil por un par de pintas de cerveza y unas patatas fritas. —Se calló y, por un instante, una mirada de confusión apareció en su rostro, y luego sus ojos volvieron a fijarse en mí, y el izquierdo parpadeó espasmódicamente—. Y tú —dijo, y el tono que empleó no me gustó nada—, ¿cuánto tiempo crees que habrías aguantado entonces? Te habrías encontrado la taquilla llena de excrementos, y ése habría sido sólo el comienzo. Lo más probable es que unos cuantos de tu turno te hubieran llevado aparte y te hubieran explicado, con toda franqueza, aunque también con buena educación, que no te querían. —Me planteé la posibilidad de arremeter contra él… lo que fuese, con tal de que se callara—. Y no te creas que el inspector de tu turno te habría ayudado —dijo—. No habría sabido suficiente ortografía como para escribir «discriminación racial» en el informe, contando con que se hubiera llegado a escribir un informe…
Le hice una finta para que se volviera y salí corriendo en dirección contraria. Mi intención era alejarme del coche en llamas y de los alborotadores. No funcionó. Folsom no se volvió y, cuando pasaba por su lado, me arreó tal revés que fue como si me hubiera golpeado con un tablón. Me caí de culo y me quedé mirando a un oficial superior rabioso que, como mínimo, me iba a propinar una buena paliza. Acababa de golpearme en el muslo con uno de sus zapatos del cuarenta y cuatro —me quedó un moretón en forma de talón durante un mes entero—, cuando alguien lo golpeó por detrás.
Era el inspector Neblett, que aún llevaba puesta la incómoda guerrera del uniforme, pero también empuñaba una auténtica porra antidisturbios, una de esas de madera que prohibieron durante los años ochenta porque eran un poquito más peligrosas que el mango de un pico.
—Grant —dijo—, ¿qué diablos sucede aquí?
Me arrastré hasta Folsom, que estaba tendido sobre el pavimento.
—Se ha producido una irreversible perturbación en el orden público —dije, al mismo tiempo que colocaba a Folsom en posición de recuperación. La cabeza aún me dolía por el revés y no le manejé con mucha gentileza.