Ríos de Londres (17 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

BOOK: Ríos de Londres
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Allí estaba, con el tamaño de una pelota de golf y brillante como el sol de la mañana: una esfera de luz.

Fue entonces cuando descubrí por qué Nightingale había insistido en que tuviese cerca de mí un lavadero lleno de agua mientras hacía el ejercicio. A diferencia de su esfera de luz, la mía era amarilla y desprendía calor, mucho calor. Chillé al sentir que se me quemaba la palma y metí la mano dentro del lavadero. La esfera chisporroteó y desapareció.

—Te has quemado la mano, ¿no? —dijo Nightingale. No le había oído entrar.

Saqué la mano del agua y le eché una ojeada. Tenía una quemadura de color rosado, pero no parecía muy grave.

—Lo he conseguido —dije. No podía creerlo; había hecho magia de verdad. No era un truco escénico de Nightingale.

—Hazlo de nuevo —pidió.

En esta ocasión puse la mano muy cerca del agua, configuré la clave en mi mente y abrí los dedos.

No sucedió nada.

—No pienses en el dolor —dijo Nightingale—. Busca la clave, hazlo de nuevo.

Busqué la clave, noté que el motor se ponía en marcha y solté el embrague.

Me quemé de nuevo, pero en esta ocasión el calor no era tan fuerte y tenía la mano mucho más cerca del agua. Con todo, le eché una ojeada a la palma… estaba claro que después de las dos quemaduras me iban a salir ampollas.

—Una vez más —dijo Nightingale—. Reduce la temperatura, conserva la luz.

Me sorprendí de que me resultara tan fácil obedecerle. Clave, energía, liberación de la energía… más luz, menos calor. En el siguiente intento me salió una esfera cálida, pero que no quemaba, y tenía un color amarillo como el de una bombilla de 40 vatios.

Nightingale no tuvo que volver a ordenármelo.

Abrí la palma de la mano y apareció una esfera de luz perfecta.

—Ahora aguántalo —ordenó Nightingale.

Era como sostener un rastrillo en equilibrio sobre la mano: la teoría es sencilla, pero la práctica no dura más de cinco segundos, como mucho. Mi hermosa esfera estalló cual pompa de jabón.

—Bien —dijo Nightingale—. Voy a enseñarte una palabra, y quiero que la repitas cada vez que realices el hechizo. Pero es muy importante que el efecto del hechizo se mantenga igual a sí mismo.

—¿Por qué?

—Te lo explico en seguida —contestó Nightingale—. Esa palabra es
lux
.

Repetí el hechizo: clave, motor. Dije la palabra en el momento de liberar la energía. La esfera aguantó más rato… era cada vez más fácil.

—Quiero que practiques este hechizo —dijo Nightingale—, y tan sólo este hechizo durante, por lo menos, una semana. Sentirás el deseo de experimentar, de hacerla más brillante, de hacer que se mueva…

—¿Puedo hacer que se mueva?

Nightingale suspiró.

—Durante la próxima semana, no. Vas a practicar hasta que la palabra sea el hechizo, y el hechizo sea la palabra. Hasta que cada vez que digas
lux
, se haga la luz.

—¿
Lux
? —dije—. ¿Qué idioma es ése?

Nightingale me miró con estupefacción.

—Es ‘luz’ en latín —aclaró—. ¿Es que ya no se enseña latín en Secundaria?

—No, donde yo estudié no se enseñaba.

—No te preocupes —me animó Nightingale—. Yo mismo te puedo enseñar.

«Qué suerte la mía», pensé.

—¿Por qué utilizamos el latín? —pregunté—. ¿Por qué no el inglés, o palabras inventadas?


Lux
, el hechizo que acabas de realizar, es lo que nosotros llamamos una
forma
—dijo Nightingale—. Cada una de las formas básicas que vas a aprender tiene un nombre:
lux, impello, scindere
… y otras. En cuanto las hayas interiorizado, podrás combinar formas para crear hechizos complejos, igual que combinamos palabras para crear una oración.

—¿Como una especie de notación musical? —dije.

Nightingale sonrió.

—Sí, exactamente lo mismo que una notación musical —afirmó.

—Entonces, ¿por qué no empleamos la notación musical?

—Porque en la biblioteca principal tienes millares de libros que te explican cómo hacer magia y todos ellos indican las formas básicas en latín —dijo Nightingale.

—¿Todo esto son invenciones de sir Isaac, supongo? —interpelé.

—Las formas originales se encuentran en los
Principia Artes Magicis
—dijo Nightingale—. Pero ha habido cambios a lo largo de los años.

—¿Quién introdujo esos cambios?

—Personas que son incapaces de resistirse a la tentación de meter mano en todo —dijo Nightingale—. Personas que se parecían a ti, Peter.

Así pues, Newton, como buen intelectual del siglo
XVII
, escribió en latín, porque en esa época el latín era el idioma internacional de la ciencia, la filosofía y, según descubrí luego, también de la pornografía de calidad. Me pregunté si habría traducciones.

—¿De las
Artes Magicis
? No —dijo Nightingale.

—No querían que el populacho aprendiese magia, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo Nightingale.

—No me lo diga. En los demás libros, no son sólo los nombres de las formas lo que está escrito en latín. Todo está escrito en latín.

—Salvo lo que está escrito en griego y en árabe —dijo Nightingale.

—¿Cuánto se tarda en aprender todas las formas? —pregunté.

—Diez años —dijo Nightingale—. Si se trabaja lo suficiente.

—Creo que voy a seguir con el ejercicio.

—Practica durante dos horas y luego descansa —dijo Nightingale—. Luego deja pasar por lo menos seis horas antes de repetir el hechizo.

—No estoy cansado, ¿sabe usted? —dije—. Podría seguir durante todo el día.

—Un sobreesfuerzo así puede tener consecuencias —informó Nightingale.

No me gustó nada lo que acababa de oír.

—¿Qué tipo de consecuencias?

—Infartos, hemorragias cerebrales, aneurismas…

—¿Y cómo puede uno saber si se ha sobreesforzado?

—Porque padece un infarto, una hemorragia cerebral o un aneurisma —dijo Nightingale.

Me acordé del cerebro encogido con pinta de coliflor y del doctor Walid que decía: «Eso es un cerebro afectado por la magia.»

—Gracias por el aviso —le dije.

—Dos horas —me repitió Nightingale desde la puerta—. Luego nos vemos en el estudio para la primera lección de latín.

Esperé a que se hubiera marchado. Luego abrí la mano y dije: «
Lux

En esta ocasión, la luz que se desprendía de la esfera era blanca y suave, y no más cálida que un día soleado.

«De puta madre —pensé—. Ya sé hacer magia.»

6

L
AS COCHERAS

Durante el día, si no estaba en el laboratorio, ni estudiaba, ni había salido, tenía como principal ocupación estar atento al timbre y abrir la puerta cuando alguien llamaba. Sucedía tan raramente que la primera vez que lo oí tuvo que pasar un minuto para que comprendiese el origen del ruido.

Resultó que era Beverley Brook, con una chaqueta acolchada de color azul eléctrico. Llevaba la capucha puesta.

—Has tardado mucho —me dijo—. Me estaba helando aquí fuera.

Le dije que entrase, pero me miró con suspicacia y me respondió que no podía.

—Mami me dice que no entre, dice que es un lugar hostil para los que son como nosotros.

—¿Hostil?

—Dice que, no sé, que hay campos de fuerza y cosas así —dijo Beverley.

Pensé que era muy posible. Eso explicaría por qué Nightingale tomaba tan pocas medidas de seguridad.

—Entonces, ¿a qué has venido?

—Bueno —dijo Beverley—, es que cuando una mamá río y un papá río se quieren mucho…

—Qué graciosa.

—Mami dice que en el Hospital Universitario ocurren cosas extrañas que tendríais que investigar.

—¿Qué tipo de cosas extrañas?

—Me dijo que había salido en las noticias.

—No tenemos televisión —dije.

—¿Ni siquiera la Freeview?

—No vemos televisión de ningún tipo —dije.

—Qué fuerte —dijo Beverley—. ¿Me acompañas, o qué?

—Voy a ver lo que me dice el inspector —le respondí.

Encontré a Nightingale en la biblioteca. Tomaba notas para lo que, de acuerdo con mis sospechas, debían de ser los deberes de latín para el día siguiente. Le conté lo de Beverley y me dijo que fuera a echar una ojeada. Cuando regresé al vestíbulo, Beverley se había atrevido a entrar, aunque se había quedado tan cerca del umbral como pudo. Me llevé una sorpresa: Molly estaba a su lado y los rostros de ambas se hallaban muy cerca el uno del otro, como si intercambiaran confidencias. Al oír que me acercaba, se separaron con sospechosa precipitación. Sentí que me ardían los oídos. Molly pasó rápidamente por mi lado y desapareció en las profundidades de la Locura.

—¿Iremos con el Jaguar? —me preguntó Beverley mientras me ponía el abrigo.

—Ah, ¿vienes conmigo? —pregunté.

—Tengo que ir —dijo Beverley—. Mami me ha mandado que viniera a ayudarte.

—¿A ayudarme a qué?

—La mujer que nos ha llamado es una acólita —dijo Beverley—. No hablará contigo si no te acompaño.

—Está bien —dije—. Pues vamos.

—¿Iremos con el Jaguar?

—No seas tonta —dije—. El Hospital Universitario está muy cerca, podemos ir a pie.

—Vaya —dijo Beverley—. Es que yo quería ir en el Jaguar.

Así que subimos al Jaguar y quedamos atrapados en un atasco en Euston Road, y luego necesitamos otros veinte minutos para encontrar aparcamiento. De acuerdo con mis estimaciones, tardamos el doble que si hubiéramos ido a pie.

El Hospital Universitario ocupa dos manzanas enteras entre Tottenham Court Road y Gower Street. Fundado en el siglo
XIX
, se ha ganado su fama, sobre todo, como dependencia de la Universidad de Londres y como lugar donde nació un tal Peter Grant, aprendiz de mago. Desde ese día trascendental a mediados de los años ochenta, una de las mitades del hospital había sufrido una remodelación y se había transformado en una torre refulgente de color azul y blanco como si un trocito de Brasilia se hubiera estrellado en el centro del Londres victoriano.

El vestíbulo era una sala amplia y cuidada, con cristal y pintura blanca en abundancia. Tan sólo la afeaba el gran número de enfermos que iba de un lado para otro arrastrando los pies. Los agentes de policía nos pasamos mucho tiempo en Urgencias, unas veces para preguntarle a la víctima dónde lo apuñalaron, otras para reducir a borrachos violentos, o para que nos pongan unos puntos de sutura a nosotros. Ése es uno de los motivos por el que hay tantos policías que se casan con enfermeras… el otro motivo es que las enfermeras entienden muy bien lo que es un sistema de turnos mal montado.

La acólita de Beverley era una enfermera pálida y flaca, con el cabello de color púrpura y acento australiano. Me miró con suspicacia.

—¿Quién es ése? —le preguntó a Beverley.

—Es un amigo —le dijo Beverley, y le puso la mano encima del brazo—. Se lo contamos todo.

La mujer se relajó y me obsequió con una sonrisa llena de esperanza. Parecía una de esas adolescentes pentecostalistas de la cutrísima iglesia de mi madre.

—¿A que es maravilloso estar en algo que es auténtico? —me dijo.

Le di la razón en que era maravilloso estar en algo que es auténtico, pero le dije que sería todavía más molón si me contaba lo que había visto. Utilicé la palabra «molón» y no dio ninguna muestra de sorpresa, lo cual era preocupante en muchos sentidos.

Según me contó, un mensajero había tenido un accidente con la bicicleta, lo habían llevado hasta allí en ambulancia y, mientras lo trataban, le había arreado una patada en el ojo al médico. El médico había quedado aturdido, pero no había sufrido daños serios, y el mensajero había escapado de Urgencias antes de que los de Seguridad pudiesen atraparlo.

—¿Y por qué nos habéis llamado a nosotros? —pregunté.

—Por las risas —dijo la enfermera—. Yo ya volvía a la sala de tratamientos cuando he oído una risa chillona, como la voz de un mainate. Luego he oído a Eric, quiero decir al doctor Framline, que es el médico agredido, le he oído gritar palabrotas, y luego el mensajero ha salido corriendo de la sala y había algo raro en su cara.

—¿Qué es lo que era tan raro? —pregunté.

—No sé, algo raro —dijo. Tenía todas las características de uno de esos testigos particularmente útiles para la investigación policial—. Ha pasado muy rápido y no he visto gran cosa, pero se veía… raro.

Me enseñó la sala de tratamientos donde había ocurrido todo: un cubículo blanco y beige con una cama de exploración médica y una cortina para preservar la intimidad. El
vestigium
—nótese que ahora empleo el singular— me golpeó en el rostro nada más entrar. Violencia, risas, sudor seco y cuero. Lo mismo que cuando visitamos al pobre William Skirmish en el tanatorio, salvo por los ladridos del perro.

Dos meses antes, habría entrado en la sala de Urgencias, me habría estremecido, habría pensado «qué raro es esto» y habría vuelto a salir.

Beverley se asomó a la puerta y me preguntó si había descubierto algo.

—Tendrías que dejarme el móvil —le dije.

—¿Qué le ha pasado al tuyo? —preguntó.

—Me lo cargué sin querer cuando hacía magia —le expliqué—. No me preguntes más.

Beverley me puso morros y me dio un Ericsson sorprendentemente voluminoso.

—Funciona con tarjeta y tendrás que pagar —dijo. La caja estaba sellada con látex y los botones eran grandes y estaban cubiertos con una capa de látex transparente—. Está diseñado para funcionar bajo el agua. No me preguntes más.

—¿Podrías pedirle a tu acólita que me consiguiera la dirección del doctor Framline?

Beverley se encogió de hombros.

—Desde luego —contestó—. ¡Y recuerda que tendrás que pagar por todo el rato que te pases hablando!

Mientras Beverley estaba entretenida con la tarea que le había encomendado, salí con su teléfono a Beaumont Place, una apacible calle peatonal que transcurría entre la parte antigua del Hospital Universitario y la nueva, y llamé a Nightingale. Le describí el incidente y el
vestigium
, y Nightingale estuvo de acuerdo en que merecía la pena seguirle la pista al mensajero.

—Creo que tendríamos que vigilar al médico —dije.

—Interesante —respondió Nightingale—. ¿Por qué?

—He estado pensando en los acontecimientos que se han sucedido en torno al asesinato de Skirmish —dije—.
Toby
mordió a Coopertown en la nariz y en ese momento empezó todo. Pero Coopertown no perdió la chaveta hasta que se encontró con Skirmish en Covent Garden.

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