—¿Cómo ha podido ocurrir eso? —pregunté.
—Han sido los espíritus del río —dijo Nightingale—. Quédate ahí mientras acabo de inspeccionar la orilla.
Oí otra risa que provenía de las aguas. Entonces, con un sonido nítido, a menos de tres metros de donde me encontraba, una voz que indudablemente pertenecía a una mujer londinense dijo «¡Ay, mierda!». A continuación se oyó como si alguien hubiera desgarrado metal.
Fui corriendo en esa dirección. En aquel trecho, la orilla era una pendiente fangosa que se sostenía tan sólo gracias a las raíces de los árboles y a unos pocos refuerzos de piedra. Al acercarme, oí un chapoteo, y llegué a tiempo de iluminar con la linterna una silueta esbelta y curvilínea que desaparecía bajo las aguas. Habría podido tomarla por una nutria, si hubiera sido lo bastante estúpido como para olvidar que las nutrias no tienen el cuerpo cubierto de pelo ni tampoco son grandes como un hombre. Vi que tenía bajo los pies una caja cuadrada de alambre —formaba parte de un proyecto antierosión sobre el que me informé luego— y que uno de sus costados estaba abierto.
Nightingale regresó con las manos vacías y dijo que podíamos esperar a que llegase la lancha de los bomberos y remolcara los restos de la barcaza. Le pregunté si las sirenas existían.
—Eso no era una sirena —dijo.
—Entonces, las sirenas existen —afirmé.
—Ahora no te distraigas, Peter —añadió—. Vayamos paso a paso.
—¿Qué es un espíritu del río? —pregunté.
—
Genii locorum
—respondió—. El espíritu de un lugar, una diosa del río, si prefieres decirlo así.
Pero no era la diosa del propio Támesis, según me explicó Nightingale, porque su participación en un incidente habría constituido una violación del acuerdo. Le pregunté si aquel acuerdo era «el acuerdo», u otro acuerdo que no tenía nada que ver con el anterior.
—Hay bastantes acuerdos —explicó Nightingale—. Buena parte de nuestro trabajo consiste en asegurarse de que todo el mundo los respete.
—El río tiene una diosa —dije.
—Sí… Madre Támesis —informó pacientemente—. Y también un dios del río… Padre Támesis.
—¿Y son parientes?
—No —dijo—. Y a eso se debe en parte el problema.
—¿Son dioses de verdad?
—No me ocupo de cuestiones teológicas —dijo Nightingale—. Existen y tienen medios para perturbar la paz de la Reina. Por lo tanto, la policía tiene que encargarse de ellos.
Un reflector perforó la negrura y recorrió la superficie del río, una vez, dos veces, hasta detenerse definitivamente sobre los restos de la barcaza. La Brigada de Incendios de Londres acababa de llegar. Capté el olor de los gases de escape de un motor diésel. La lancha de los bomberos maniobró con cautela junto a la barcaza. Figuras con cascos amarillos aguardaban con mangueras y garfios. El reflector reveló que el fuego había devorado por completo la embarcación, pero de todas maneras me di cuenta de que el casco estaba pintado de rojo con los bordes negros. Oí la voz de los bomberos, que charlaban mientras abordaban la embarcación y la amarraban. La escena me tranquilizó de puro cotidiana. Y esa circunstancia guió mis pensamientos en otra dirección. Nightingale y yo habíamos salido de la cama y nos habíamos lanzado en dirección oeste con el Jaguar sin tener ningún indicio de que aquello fuera algo más que una típica noche del viernes.
—¿Cómo sabía que esto entraba dentro de nuestras competencias? —pregunté.
—Tengo fuentes propias —dijo Nightingale.
Uno de los vehículos de intervención inmediata de Richmond llegó con la inspectora de servicio y perdimos un rato en faroleo burocrático para demostrar nuestra respectiva acreditación profesional. Richmond nos ganó por puntos, pero tan sólo porque uno de ellos había venido con un termo de café. Nightingale interrogó a las gentes del lugar… nos dijeron que había sido una pelea entre bandas. Unos jóvenes IC1, indudablemente borrachos, habían robado una embarcación en algún punto que se encontraba más allá de la esclusa de Teddington y habían empezado una pelea con jóvenes IC3 del barrio donde estábamos, algunos de los cuales eran de sexo femenino. La cuadrilla procedente de Teddington había tratado de escapar y había pegado fuego
por accidente
a su propia embarcación, habían saltado todos al agua y habían escapado a pie por el sendero que bordeaba el Támesis. Todo el mundo asentía con la cabeza: parecía un típico viernes por la noche en la gran ciudad. Nightingale dijo estar seguro de que nadie se había ahogado, pero la inspectora de servicio de Richmond optó por llamar a un equipo de búsqueda y rescate, por si acaso.
Luego, cuando los dos inspectores hubieron marcado sus respectivos árboles, nos fuimos cada uno por nuestro lado.
Condujimos de vuelta en dirección a Richmond, pero nos detuvimos poco antes de llegar al puente. Faltaba por lo menos una hora para el alba, pero Nightingale me llevó por la puerta de una verja de hierro y entonces me di cuenta de que la carretera en la que nos encontrábamos pasaba por dentro de unos jardines municipales situados sobre una pendiente que terminaba a orillas del río. Algo más adelante se distinguía un fulgor anaranjado —un farol de viento que colgaba de las ramas más bajas de un plátano—. Iluminaba los arcos de ladrillo rojo sobre los que se asentaba la continuación de la carretera. Dentro de las cuevas artificiales que se hallaban bajo los arcos vi sacos de dormir, cajas de cartón y periódicos viejos.
—Voy a tener una charla con ese troll —dijo Nightingale.
—Señor… —le dije—. Se supone que tenemos que llamarlos personas sin techo.
—Este caso es distinto —explicó Nightingale—. Es un troll de verdad.
Vi algo que se movía a la sombra de uno de los arcos, un rostro pálido, cabello desgreñado, varias capas de ropa vieja que lo protegían del frío del invierno. A mí me pareció una persona sin techo.
—¿Es un troll de verdad? —pregunté.
—Se llama Nathaniel —dijo Nightingale—. Antes dormía bajo el puente de Hungerford.
—¿Y por qué se mudó? —pregunté.
—Parece que prefería vivir en un área suburbana.
«Un troll suburbano», pensé. ¿Por qué no?
—Fue él quien le dio el chivatazo, ¿verdad que sí? —dije—. Le puso sobre la pista.
—Un policía solo vale lo que valgan sus informantes —dijo Nightingale. No le recordé que hoy en día se llaman Recursos Humanos de Inteligencia Encubiertos—. Quédate atrás —ordenó—. Aún no te conoce.
Nathaniel volvió a meterse en su guarida cuando vio que Nightingale se le acercaba, y se puso educadamente en cuclillas a la entrada de su cueva de troll. Golpeé con los pies en el suelo y me soplé los dedos. Había tenido ojo al ponerme el jersey del uniforme bajo la chaqueta, pero, con todo, era febrero y las tres horas que habíamos pasado junto al río me estaban calando hasta los huesos. Si no hubiera estado tan ocupado en meterme las manos en los sobacos, tal vez me habría dado cuenta mucho antes de que alguien me observaba. En realidad, si no me hubiera pasado las dos últimas semanas esforzándome por distinguir entre el
vestigium
y las sospechas casuales de cada día, no me habría dado cuenta en absoluto.
Todo empezó como un rubor, una sensación de vergüenza, como esa vez que estaba en la disco Year Eight y Rona Tang atravesó la tierra de nadie en la pista de baile y me informó, en términos inequívocos, de que Funme Ajayi quería bailar conmigo. Pero yo no podía lanzarme a bailar bajo la vigilancia de un contubernio de muchachas adolescentes que me observaban. Sentí sobre mí la misma mirada… desafiante, burlona, indiscreta. Para empezar, me di la vuelta, como suele hacerse, pero no vi nada, salvo las farolas de sodio en la calle. Me pareció notar el soplo de un aliento cálido en la mejilla, una sensación como de luz del sol, hierba cortada y pelo quemado. Me volví y contemplé el río y, por un instante, me pareció que veía movimiento, un rostro, algo…
—¿Has visto algo? —me preguntó Nightingale, y me dio tal susto que pegué un salto.
—Dios bendito —exclamé.
—En este río, no —dijo Nightingale—. Ni el propio Blake
[2]
lo habría considerado posible.
Regresamos al Jaguar y volvimos a sentir el caprichoso abrazo de su sistema de calefacción de los años sesenta. Mientras volvíamos al centro de Richmond —nuevamente por la carretera de sentido único, pero esta vez en la dirección correcta—, le pregunté a Nightingale si Nathaniel
el Troll
le había contado algo interesante.
—Ha confirmado nuestras sospechas —dijo.
Por lo visto, los muchachos de la embarcación eran seguidores de Padre Támesis que habían navegado río abajo con el fin de asaltar el santuario de Eel Pie Island, y las seguidoras de Madre Támesis los habían pillado. Seguro que habían ido con el depósito lleno, y probablemente le habían pegado fuego ellos mismos a la barca cuando trataban de escapar. El curso inferior del río Támesis era territorio soberano de Madre Támesis, y el curso superior pertenecía a Padre Támesis. La frontera entre ambos trechos se hallaba en la esclusa de Teddington, dos kilómetros más abajo de Eel Pie Island.
—Entonces, ¿piensa que Padre Támesis quería ocupar nuevos territorios? —pregunté.
Estos «dioses» parecían narcotraficantes. Al regresar, encontramos un tráfico bastante más denso… Londres se despertaba.
—No es nada extraño que espíritus ligados a un territorio tengan ambiciones territoriales —dijo Nightingale—. En cualquier caso, pienso que podría ser tu inigualable intuición la que resolviera el conflicto. Quiero que vayas a hablar con Madre Támesis.
—¿Y qué es lo que mi inigualable intuición y yo mismo tenemos que decirle a Madre Támesis?
—Tendréis que descubrir cuál es el problema y si es posible llegar a una solución amistosa.
—¿Y si no lo consigo?
—Pues entonces quiero que le recuerdes que, piensen lo que piensen algunos, la paz de la Reina rige en la totalidad del Reino.
Nightingale no quería que nadie más condujera su Jaguar. Era comprensible. Si yo tuviera un coche como ése, tampoco permitiría que ninguna otra persona lo condujese. Sin embargo, sí podía disponer de un Ford Escort de diez años de antigüedad que parecía que tuviera escrito en el capó: «ex coche patrulla». Nightingale conseguía los coches usados en la misma tienda que Lesley. Los antiguos coches de policía siempre son reconocibles, porque, por mucho que los laves, siempre huelen a policía viejo.
Shoreditch, Whitechapel, Wapping… el dinero y la intransigencia habían unido el antiguo y el nuevo East End. Madre Támesis vivía al este de la White Tower en un almacén transformado en edificio de apartamentos, a poca distancia de la dársena de Shadwell. Se hallaba al otro lado del desembarcadero del Prospect of Whitby, un antiguo pub que en su tiempo había sido una legendaria sala de jazz. Mi padre había compartido su escenario con Johnny Keating, pero, gracias a su magnífica habilidad para destrozar su propia carrera, había logrado perderse un concierto con Lita Roza… creo que le sustituyó Ronnie Hughes.
La pared del almacén que daba a la calle tenía una fachada sin puertas, de ladrillo londinense, pero, por el lado del Támesis, los viejos muelles de carga se habían transformado en aparcamiento para coches. Aparqué entre un Citroën Picasso de color naranja y un Jaguar XF de color rojo ladrillo refractario, con una pegatina de Urban Dance FM en el parabrisas.
Al salir del vehículo, percibí los
vestigia
con una claridad que no había experimentado hasta ese momento. Un súbito olor a pimienta y agua salobre, fugaz y molesto como el chillido de una gaviota. No es que me sorprendiera, porque, en otro tiempo, el almacén había formado parte del puerto de Londres, el de mayor actividad en el mundo entero.
Un desagradable viento frío soplaba sobre el Támesis y por ello me dirigí en seguida al vestíbulo. Alguien, en algún lugar, tenía la música puesta, con los bajos a un volumen que transgredía las ordenanzas de Salud y Prevención de Riesgos. La melodía —si es que la había— no era audible, pero sentía la línea de bajo en el pecho. De pronto se sobrepuso a ella un gorjeo de risas femeninas, perverso y parlanchín. La entrada era de estilo neovictoriano y tenía un portero automático ultramoderno. Marqué el número que me había indicado Nightingale y aguardé. Estaba a punto de volver a marcarlo cuando oí cómo alguien se acercaba al otro lado de la puerta arrastrando las zapatillas sobre el suelo. La puerta se abrió y vi a una joven negra con ojos de gata, vestida con una camiseta negra que le iba varias tallas grande, con las palabras «
NOSOTRAS ESTAMOS AL MANDO
» en la pechera.
—Hola —me saludó—. ¿Qué deseas?
—Soy el detective Grant, de la Policía Metropolitana —informé—. He venido a ver a la señora Támesis.
La muchacha me miró de arriba abajo y, tras juzgarme de acuerdo con algún criterio preestablecido, cruzó los brazos sobre los pechos y me miró con suspicacia.
—¿Y cómo es eso? —preguntó.
—Me manda Nightingale —dije.
La muchacha suspiró y se volvió hacia el vestíbulo.
—Ha venido un tío que dice que lo manda el Mago. —En la espalda de la camiseta se leía: «
NOSOTRAS ESTAMOS AL MANDO
.»
—Que pase —gritó una voz desde el interior del edificio. Hablaba con un suave, pero inconfundible acento nigeriano.
—Ya puedes pasar —dijo la muchacha, y se apartó a un lado.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Beverley Brook
[3]
—respondió, y ladeó la cabeza cuando pasé por su lado.
—Encantado de conocerte, Beverley —dije.
Dentro del edificio hacía calor, un calor tropical, casi húmedo, y la frente y la espalda se me perlaron de sudor. Vi que las puertas que daban al pasillo común estaban abiertas y el pesado ritmo de bajo se oía en lo alto de una escalera de hierro forjado por la que se accedía a los pisos superiores. O se trataba del bloque de pisos con los vecinos mejor avenidos de la historia de Inglaterra, o Madre Támesis disponía del edificio entero.
Beverley me condujo hasta un apartamento en la planta baja. Traté de no ver las largas piernas que emergían, esbeltas y morenas, bajo la camiseta. Dentro del apartamento el calor era aún más intenso, y reconocí el olor del aceite de palma y de la hoja de mandioca. Conocía muy bien el estilo de apartamento en el que acababa de entrar, desde las paredes, pintadas en un suave tono melocotón, hasta la cocina repleta de arroz y pollo, y galletas de crema de la marca Morrisons.