New Row era una calle peatonal y estrecha que se hallaba entre Covent Garden y St. Martin’s Lane. En uno de sus extremos había un Tesco’s y en el otro los teatros de St. Martin’s Lane. Tokyo A Go Go se encontraba a medio camino, embutido entre una galería de arte privada y una tienda que vendía ropa deportiva para chicas. El interior era alargado y a duras penas había espacio para sus dos hileras de mesas. El decorado era escaso, de acuerdo con el típico minimalismo japonés: suelo de madera pulida, mesas y sillas de madera lacada, profusión de ángulos rectos y papel de arroz en cantidad.
Vi a Nightingale en una mesa del fondo. Comía de una caja de madera negra lacada. Se puso en pie al verme y me estrechó la mano. En cuanto me hube sentado frente a él, me preguntó si tenía hambre. Le dije que no, gracias. Estaba nervioso y tengo por norma no llenarme el estómago con arroz frío cuando lo noto revuelto. Pidió té y me preguntó si me importaba que siguiera comiendo mientras hablábamos.
Le dije que no, que para nada, y él siguió arponeando la comida de la caja con rápidas pasadas de palillos.
—¿Volvió? —preguntó Nightingale.
—¿Quién?
—El espectro —dijo Nightingale—. Nicholas Wallpenny: bandido, ladrón de borrachos y descuidero. Adscrito en vida a la parroquia de St. Giles. ¿Te imaginas dónde puede estar enterrado?
—¿En el cementerio de la iglesia de los Actores?
—Muy bien —dijo Nightingale, y agarró un trocito de pato con los palillos—. Bueno, dime de una vez si volvió.
—No, no volvió —informé.
—Los fantasmas son caprichosos —explicó—. En realidad, no son testigos fiables.
—¿Me está diciendo usted que los fantasmas existen?
Nightingale se secó cuidadosamente los labios con una servilleta.
—Has hablado con uno —dijo—. No sé, ¿a ti qué te parece?
—Aguardo confirmación de un superior —dije.
Dejó la servilleta sobre la mesa y tomó la taza de té.
—Los fantasmas existen.
Se tomó un trago.
Me quedé mirándole. Yo no creía en fantasmas, ni en hadas, ni en dioses, y durante los dos últimos días había sido como un hombre que asiste a un espectáculo de magia. Esperaba a que un mago saliera de detrás de una cortina y me dijese que sacara una carta, una carta al azar. No estaba dispuesto a creer en espectros, pero ése es el problema con la experiencia empírica: que no la podemos negar.
¿Y si resultaba que los fantasmas existían?
—¿Ha llegado el momento de que me diga que la Policía Metropolitana tiene un departamento secreto que se enfrenta a fantasmas, trasgos, hadas, demonios, brujas y magos, elfos y duendes…? —pregunté—. Le doy permiso para hacerme callar antes de que se me acabe la lista de criaturas sobrenaturales.
—A duras penas has empezado —indicó Nightingale.
—¿También extraterrestres? —tuve que preguntar.
—Por ahora, no.
—¿Y la Metropolitana tiene un departamento secreto?
—Mucho me temo que soy su único miembro —dijo.
—¿Y qué quiere usted de mí… que me apunte?
—Que me ayudes —dijo Nightingale— en esta investigación.
—¿Piensa usted que se dio alguna intervención sobrenatural en ese asesinato? —pregunté.
—¿Qué te parece si me explicas lo que te contó tu testigo? Luego veremos adónde llegamos con eso.
Así que le hablé de Nicholas y del elegante asesino que había cambiado de ropa. Le hablé de las imágenes captadas por la cámara de videovigilancia y de la Brigada de Homicidios, que los había tomado por dos personas distintas. En cuanto hube terminado, le pidió la cuenta a la camarera.
—Ojalá me hubiese enterado ayer —dijo—. Pero es posible que aún podamos encontrar pistas.
—¿Pistas de qué, señor? —pregunté.
—De lo sobrenatural. Siempre deja pistas.
El coche de Nightingale era un Jaguar, un genuino Mark 2 con un motor XK6 de 3,8 litros. Mi padre se habría vendido la trompeta con tal de tener un coche como ése, y os estoy hablando de los años sesenta, cuando eso aún habría significado algo. No estaba impecable: tenía varias abolladuras en la carrocería y un feo arañazo en la puerta del conductor. Pero, tan pronto como Nightingale le dio la vuelta a la llave de ignición y el motor de seis cilindros bramó, fue perfecto para lo que importaba.
—Hiciste el bachillerato de ciencias, ¿verdad? —dijo Nightingale cuando arrancábamos—. ¿Por qué no estudiaste una carrera?
—Es que me distraje, señor —dije—. No saqué notas suficientemente buenas y no pude entrar donde quería.
—¿De verdad? ¿Y qué es lo que te distrajo? —preguntó—. ¿La música, tal vez? ¿Te metiste en un grupo?
—No, señor —dije—. No fue por algo tan interesante.
Bajamos por Trafalgar Square y aprovechamos el discreto reflejo en el parabrisas propio de los coches de la Policía Metropolitana para cortar por el Mall, dejar atrás el palacio de Buckingham y entrar en Victoria. Yo sabía que tan sólo había dos lugares a los que nos pudiéramos dirigir: a la comisaría de Belgravia, donde la Brigada de Homicidios tenía su sala de trabajo, o al tanatorio de Westminster, que era donde se hallaba el cadáver. Yo tenía la esperanza de que fuéramos a la sala de trabajo, pero, por supuesto, fuimos al tanatorio.
—Pero, de todos modos ¿comprendes el método científico?
—Sí, señor —dije, y pensé: Bacon, Descartes y Newton… y punto. Observación, hipótesis, experimentación y alguna otra cosa que pensaba consultar en cuanto tuviese el portátil a mano.
—Bien —dijo Nightingale—, porque voy a necesitar a alguien que trabaje con cierta objetividad.
«Definitivamente, vamos a la morgue», pensé.
Su nombre oficial es Clínica Forense Iain West, y es el mayor éxito que ha cosechado el Ministerio del Interior en sus intentos por conseguir que sus tanatorios se vean tan
cool
como los de las series estadounidenses. A fin de impedir que los policías corruptos pudieran manipular los cadáveres para presentar falsas pruebas, había un área especial bajo control en la que las autopsias se retransmitían en directo por circuito cerrado. Como consecuencia, las
post mortem
más espantosas se veían reducidas a poco más que macabros documentales televisivos. A mí me habría bastado con eso, pero Nightingale dijo que teníamos que acercarnos al cadáver.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque, aparte de la vista, disponemos de otros sentidos.
—¿Se refiere a la percepción extrasensorial?
—Será suficiente si tienes la mente abierta —dijo Nightingale.
El personal del tanatorio nos mandó que nos pusiéramos trajes antisépticos y máscaras antes de acercarnos a la mesa de autopsias. Como no éramos parientes, no se habían molestado en colocar un discreto paño que disimulara que la cabeza estaba separada de los hombros. Me alegré mucho de no haber comido nada esa mañana.
Me llevé la impresión de que William Skirmish había sido un hombre insignificante en vida. De mediana edad, peso algo superior a la media y musculatura fláccida, sin llegar a estar gordo. Me resultó sorprendentemente fácil contemplar la cabeza cortada y el irregular contorno de la piel y la carne desgarradas que ocupaban el lugar del cuello. Todo el mundo piensa que el primer cadáver que verá un agente de policía será el de la víctima de un asesinato, pero en realidad suele tratarse de una persona muerta en un accidente de tráfico. Vi mi primer cadáver en mi segundo día de trabajo: un mensajero que iba en bicicleta y había quedado decapitado al estrellarse contra una camioneta. No es que nos acostumbremos después de ver el primero, pero sí que nos damos cuenta de que podría ser mucho peor. No disfruté con la visión del decapitado señor Skirmish, pero tengo que reconocer que intimidaba mucho menos de lo que me había imaginado.
Nightingale se inclinó sobre el cuerpo y prácticamente metió la cara entre las dos mitades del cuello cortado. Negó con la cabeza y se volvió hacia mí.
—Ayúdame a darle la vuelta —dijo.
Yo no quería tocar el cuerpo, ni siquiera con los guantes de cirujano que me había puesto, pero ya era tarde para evitarlo. El cuerpo que dejamos caer barriga abajo era más pesado de lo que imaginaba, frío e inerte. Di un paso hacia atrás, pero Nightingale me hizo volver con un gesto.
—Quiero que acerques la cara todo lo que puedas a su cuello, cierres los ojos y me digas lo que sientes —pidió Nightingale.
Vacilé.
—Te prometo que luego entenderás el porqué —dijo.
La máscara y los protectores oculares ayudaron lo suyo; no había ninguna posibilidad de que besara por accidente al muerto. Hice lo que me mandaba y cerré los ojos. En un primer momento tan sólo percibí los olores del líquido desinfectante, el acero inoxidable y la piel recién lavada, pero, al cabo de unos instantes, noté otra cosa, una sensación como de picores, pelambrera hirsuta, jadeos, morro húmedo y meneo de rabo.
—¿Y bien? —preguntó Nightingale.
—Un perro —dije—. Un perrito que se deshacía en gañidos.
Gruñidos, ladridos, gimoteos, visiones fugaces del adoquinado, palos, risas… una risa de maníaco, una risa chillona.
Me puse en pie bruscamente.
—¿Violencia y risas? —preguntó Nightingale. Asentí.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Lo sobrenatural —aclaró Nightingale—. Deja un rastro, igual que seguimos viendo el fulgor de una luz brillante después de cerrar los ojos. Se llama
vestigium
.
—¿Y cómo podemos estar seguros de que no se trata de meras imaginaciones?
—Por experiencia —respondió Nightingale—. La experiencia nos enseña a distinguir entre lo uno y lo otro.
Por fortuna, le dimos la espalda al cuerpo y nos marchamos.
—Apenas he llegado a sentir nada —dije, mientras nos cambiábamos—. ¿Ese efecto es siempre tan débil?
—Ese cuerpo llevaba dos días guardado en hielo —dijo Nightingale—, y los cuerpos muertos no retienen muy bien los
vestigia
.
—Así, fuera cual fuese la causa, debió de ser muy fuerte —dije.
—Desde luego —dijo Nightingale—. Por ello, tenemos que suponer que el perro es muy importante, y debemos averiguar por qué.
—Tal vez el señor Skirmish tuviera un perro —dije.
—Sí —afirmó Nightingale—. Empecemos por ahí.
Nos cambiábamos, y ya salíamos del tanatorio cuando el destino nos vino al encuentro.
—A mí ya me habían dicho que hoy este edificio olía mal —dijo una voz a mis espaldas—. Y que me den por culo si no es verdad.
Nos detuvimos y nos volvimos.
Alexander Seawoll, inspector superior de detectives, era un hombre corpulento, de casi dos metros de estatura, con pecho de armario, barriga cervecera y una voz que hacía retemblar las ventanas. Era de Yorkshire, o de algún sitio parecido e, igual que muchos otros norteños con problemas, se había mudado a Londres porque le resultaba más barato que la psicoterapia. Lo conocía por su reputación, y su reputación era que no había que tocarle los huevos bajo ningún concepto. Vino hacia nosotros por el pasillo como un toro subido de esteroides. Al verle, tuve que refrenar el impulso de esconderme detrás de Nightingale.
—La mierda esta de investigación es mía, Nightingale —dijo Seawoll—. No quiero que me salgas ahora con tus gilipolleces. No quiero que tu gilipollez de
Expediente-X
interfiera con el trabajo de la policía de verdad.
—Inspector —dijo Nightingale—, le aseguro que no tengo ninguna intención de darle problemas.
Seawoll se volvió para mirarme a mí.
—¿Y quién coño es éste?
—Es el agente Peter Grant —informó Nightingale—. Trabaja conmigo.
Me di cuenta de que Seawoll se había sorprendido. Me miró con detenimiento y luego se volvió de nuevo hacia Nightingale.
—¿Te has buscado un aprendiz? —preguntó.
—Aún no está decidido —dijo Nightingale.
—Tendremos que hablar de esto —dijo Seawoll—. Habíamos llegado a un acuerdo.
—Habíamos hecho un trato —replicó Nightingale—. Pero las circunstancias cambian.
—¡Y una puta mierda! No han cambiado para nada —exclamó, pero me pareció que no hablaba con la misma convicción que antes. Volvió a mirarme—. Te voy a dar un consejo, muchacho —añadió en voz más baja—. Ahora que aún estás a tiempo, escápate cagando leches del tío este.
—¿Eso es todo? —preguntó Nightingale.
—Y no te metas en mi investigación —dijo Seawoll.
—Yo voy donde me necesiten —dijo Nightingale—. El trato era ése.
—Las putas circunstancias pueden cambiar —dijo Seawoll—. Y ahora, si me disculpan ustedes, caballeros, me marcho. No quiero llegar tarde para la irrigación en el colon.
Se marchó por el pasillo, atravesó ruidosamente la puerta de doble batiente y desapareció.
—¿En qué consistía ese trato? —pregunté.
—En nada importante —dijo Nightingale—. Vamos a ver si encontramos a ese perro.
El extremo septentrional del distrito londinense de Camden está dominado por dos colinas, Hampstead al oeste y Highgate al este, con el Heath, uno de los parques más extensos de Londres, entre ambos cual silla de montar verde. En esas alturas empieza un suave descenso hasta el río Támesis y los terrenos inundables que acechan bajo el centro edificado de Londres.
Dartmouth Park, donde había vivido William Skirmish, se encontraba en lo más bajo de la falda del Highgate y se podía llegar a pie desde el Heath. Skirmish había ocupado un apartamento en la planta baja de lo que había sido una vivienda adosada del período victoriano, en la esquina de una calle arbolada en la que el tráfico rodado era tan escaso que parecía desierta.
Más abajo, por la misma ladera, se encontraban Kentish Town, Leighton Road y la finca donde crecí. Algunos de mis compañeros de escuela vivían muy cerca del piso de Skirmish, y por ello conocía bien la zona.
En el mismo momento en el que enseñábamos los carnets al agente que guardaba la puerta, divisé un rostro en la ventana del primer piso. Igual que en tantos otros edificios que antaño fueron viviendas unifamiliares adosadas, el elegante vestíbulo de otros tiempos había quedado separado por un tabique de cartón-yeso y se había transformado en un recibidor estrecho y oscuro. Se le habían añadido dos puertas de entrada al fondo. La puerta de la derecha estaba a medio abrir, pero simbólicamente cerrada con cinta policial. La otra debía de dar acceso al piso de arriba, el piso cuyas cortinas se habían movido nerviosamente.