Gracias a sus habilidades mágicas, el joven agente Peter Grant ingresa en el departamento secreto de la policía metropolitana de Londres. Junto al inspector Nightingale, se encargará de tareas tan singulares como negociar treguas entre el dios y la diosa del Támesis y desenterrar tumbas en Covent Garden.
Peter Grant era como cualquier otro agente novato de la Policía Metropolitana de Londres hasta que recibió cierta información de un testigo ocular en un caso de homicidio. Nada digno de mención si no fuera porque dicho testigo resultó ser un fantasma. Ahora su día a día consiste en negociar treguas entre el dios y la diosa del Támesis y desenterrar tumbas en Covent Garden. Por si eso no bastara, un espíritu maligno y vengativo está sembrando el caos en Londres y el agente Grant está dispuesto a hacer lo que sea necesario para salvaguardar la paz de la Reina.
Ben Aaronovitch
Ríos de Londres
ePUB v1.0
zxcvb6618.07.12
Título original:
Rivers of London
Ben Aaronovitch, 2012.
Traducción: Joan Josep Mussarra.
Editor original: zxcvb66 (v1.0)
ePub base v2.0
En recuerdo de Colin Ravey,
porque los hay que son demasiado grandes
para caber en un solo universo
Pero, ¡ah!, ¿por qué tienen que conocer su destino?
Ya que la tristeza nunca llega demasiado tarde,
y la felicidad es demasiado presta a huir.
El pensamiento destruiría su paraíso.
Basta; donde la ignorancia es gozo,
es locura ser sabio.
Oda a una vista lejana del Eaton College
T
HOMAS
G
RAY
T
ESTIGO OCULAR
Todo empezó a la una y treinta de la fría madrugada de un martes de enero. Martin Turner, artista callejero y, según sus propias palabras, aprendiz de gigoló, tropezó con un cuerpo frente al pórtico oriental de la iglesia de St. Paul en Covent Garden. Martin no estaba precisamente sobrio y en un primer momento pensó que el cuerpo pertenecía a uno de los muchos juerguistas que se decantaban por emplear la plaza como lavabo y dormitorio al aire libre. Siendo Martin un avezado londinense, no le dedicó más que la «mirada estilo Londres», una rápida ojeada para saber si se trataba de un borracho, de un loco o de alguien en apuros. En realidad es muy posible que las tres condiciones se reúnan en una sola persona, y es por ello por lo que en Londres ejercer de buen samaritano se considera un deporte de riesgo. Viene a ser como el salto base o la lucha libre con cocodrilos. Martin tomó nota del abrigo y los zapatos de buena calidad, y ya había clasificado aquel cuerpo como el de un borracho cuando se dio cuenta de que le faltaba la cabeza.
Martin hizo notar a los detectives que le entrevistaron que había sido una suerte estar borracho, porque, si no, habría perdido el tiempo en chillar y correr de un lado para otro, sobre todo después de darse cuenta de que había metido los pies en un charco de sangre. En cambio, había marcado el 999 con la lenta y metódica paciencia de los borrachos aterrorizados, y había preguntado por la policía.
El centro de emergencias de la policía había alertado al vehículo de intervención inmediata más cercano y los primeros agentes habían llegado al cabo de seis minutos. Uno de los agentes se había quedado con Martin, repentinamente sobrio, mientras su compañero se cercioraba de que, en efecto, se trataba de un cuerpo, y de que, a falta de circunstancias concomitantes que apuntaran en la dirección contraria, no parecía una muerte accidental. Encontraron la cabeza seis metros más allá. Había rodado hasta detrás de una de las columnas neoclásicas del pórtico de la iglesia. Los agentes que habían acudido a la primera alerta llamaron a control, y control alertó a la Brigada de Homicidios, cuyo agente de servicio, el más joven del equipo, llegó media hora más tarde. Echó una ojeada al señor Descabezado y despertó a su oficial. Como consecuencia, toda la pompa y majestad de una investigación de homicidios de la Policía Metropolitana descendió sobre los veinticinco metros de adoquinado que se interponen entre el edificio del mercado y el pórtico de la iglesia. El forense acudió para certificar la defunción, hacer una valoración preliminar de sus causas y llevarse el cadáver para que siguiera el procedimiento debido. (La cosa se retrasó un poco, porque tuvieron que buscar una bolsa para transportar pruebas lo bastante grande para la cabeza.) Los equipos de investigación acudieron en manada y, a fin de demostrar su propia importancia, exigieron que la zona acordonada se ampliase hasta abarcar también la parte occidental de la plaza. Iban a necesitar a más agentes con ese fin, así que el oficial de investigación de la Brigada de Homicidios llamó a la central para preguntar si les sobraba alguno. El jefe de turno, al oír las palabras mágicas «horas extras», acudió a los dormitorios de la sección y sacó a una serie de agentes de sus lechos cálidos y confortables para informarles de su condición de voluntarios. Así pues, la zona acordonada se amplió, se procedió a efectuar registros, se distribuyeron misteriosas tareas entre los detectives novatos y, finalmente, a las cinco en punto, toda la actividad cesó. El cuerpo ya no estaba allí, los detectives se habían marchado y los miembros de los equipos de investigación decidieron por unanimidad que no se podría hacer nada más hasta que amaneciera, y todavía faltaban tres horas para eso. Por el momento, bastaría con un par de polis para vigilar la escena del crimen hasta el cambio de turno.
Y así fue como acabé en Covent Garden con un viento gélido a las seis de la mañana, y como fui yo quien se topó con el espectro.
A veces me pregunto qué habría ocurrido si hubiese sido yo el que hubiera ido por café en lugar de Lesley May. Quizá mi vida habría sido mucho menos interesante, y, desde luego, mucho menos peligrosa. ¿Le habría ocurrido lo mismo a cualquier otro que hubiera estado allí? ¿O fue el destino? Cada vez que lo pienso, me viene bien recordar los sabios consejos de mi padre, que me dijo una vez:
—Pero ¿quién coño va a saber por qué ocurre lo que ocurre?
Covent Garden es una plaza grande en el centro de Londres. En su extremo oriental está la Royal Opera House, en su centro hay un mercado cubierto y en el lado oriental se encuentra la iglesia de St. Paul. En otro tiempo albergó el principal mercado de frutas y verduras en todo Londres, pero diez años antes que de yo naciese trasladaron los puestos al sur del río. Tiene una historia larga y variada, en la que desempeñaron un papel destacado el delito, la prostitución y el teatro, pero hoy es un mercado para turistas. A la iglesia de St. Paul la llaman «Iglesia de los Actores» para distinguirla de la catedral. Inigo Jones dirigió su construcción en 1638. Sé todo esto porque no hay nada como estar de guardia con un viento helado para que le entren a uno ganas de buscar distracciones, y en uno de los costados de la iglesia había una placa de información grande y con mucho texto. ¿Sabíais, por ejemplo, que la primera víctima conocida de la plaga de 1665, la que terminó con el gran incendio de Londres, está enterrada en su cementerio? Yo me enteré cuando llevaba diez minutos allí a resguardo del viento.
La Brigada de Homicidios había acordonado el área occidental de la plaza. Había puesto el cordón policial en la desembocadura de King Street y Henrietta Street, y en la parte frontal del mercado cubierto. Yo montaba guardia por el lado de la iglesia, porque allí podía resguardarme en el pórtico, y Lesley May, una agente de policía que estaba en período de prueba igual que yo, vigilaba por el lado de la plaza, donde podía resguardarse en el mercado.
Lesley era bajita, rubia, y sumamente descarada y sexy, incluso cuando llevaba puesto el chaleco antipunzón. Habíamos hecho juntos la instrucción básica en Hendon. Luego nos habían trasladado a Westminster para el período de prueba. Nuestra relación era estrictamente profesional, pese a mi profundo anhelo de colarme en los pantalones de su uniforme.
Como los dos estábamos a prueba, un experimentado agente se había quedado con nosotros para supervisarnos, y en esos momentos llevaba a cabo su tarea con suma diligencia desde un café de St. Martin’s Court que no cerraba durante la noche.
Me sonó el móvil. Necesité unos momentos para encontrarlo entre el chaleco antipunzón, el cinturón con accesorios, la porra, las esposas, la radio digital del cuerpo de policía y la chaqueta reflectante, que agobiaba, pero que tenía la virtud de ser impermeable. Cuando por fin logré responder, resultó que era Lesley.
—Voy por un café —dijo—. ¿Quieres uno?
Miré en dirección al mercado y vi que me hacía gestos.
—Me has salvado la vida —le dije, y no le quité los ojos de encima mientras corría hacia James Street.
No hacía más de un minuto que se había marchado cuando vi una figura cerca del pórtico. Un hombre bajito con traje, oculto entre las sombras tras la columna más cercana.
Le dirigí el «primer saludo» preceptivo de la Policía Metropolitana.
—¡Eh! —le dije—. ¿Qué se cree que está haciendo ahí?
La figura se volvió y entreví una cara pálida, con expresión de sobresalto. El hombre vestía un traje andrajoso y pasado de moda, con chaleco, reloj de bolsillo y una chistera abollada. En un primer momento pensé que se trataría de uno de los artistas callejeros con licencia para actuar en la plaza, pero luego me di cuenta de que era demasiado temprano.
—Venga aquí —dijo, y me hizo un gesto con la mano para que me acercase.
Me aseguré de tener a mano la porra extensible y caminé hacia él. Se espera que los policías estemos en guardia frente a los ciudadanos corrientes, incluso frente a los ciudadanos corrientes que pretenden ayudarnos. Por eso llevamos botas grandes y cascos. Pero cuando estuve más cerca me di cuenta de que el hombre era pequeñito. Debía de medir un metro sesenta como mucho. Tuve que reprimir el impulso de agacharme para que las caras de los dos quedasen a la misma altura.
—Lo he visto todo, caballero —explicó el hombre—. Ha sido horrible.
En Hendon te inculcan un principio: antes de hacer nada, pídele el nombre y la dirección. Saqué el bloc de notas y el bolígrafo.
—¿Le importaría decirme su nombre?
—Pues desde luego que no me importaría, caballero. Me llamo Nicholas Wallpenny, pero no me pida que se lo deletree, porque nunca he aprendido a escribir bien.
—¿Actúa usted en la calle? —le pregunté.
—Sí, me imagino que sí —dijo Nicholas—. Hasta el día de hoy, mis actuaciones se han restringido a lo que es la calle. Aunque en una noche fría como la de hoy no me importaría que mi labor tuviese lugar en el interior. No sé si me entiende usted, caballero.
Llevaba una insignia de peltre sujeta en la solapa en la que aparecía un esqueleto a media cabriola. Tenía un aire demasiado gótico para un londinense genuino, pero es que, al fin y al cabo, Londres es la capital mundial de la mezcla de culturas. Apunté:
Artista callejero
.
—Y ahora, señor —le pedí—, si fuera usted tan amable de contarme lo que ha visto…
—He visto un montón de cosas, caballero.