Ríos de Londres (7 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

BOOK: Ríos de Londres
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—Yo pensaba que habían venido por lo del perro —replicó la señora Coopertown.

—Sí, desde luego —afirmó Nightingale—. Pero nos gustaría confirmar varios detalles con su marido.

—¿Piensa usted que me he inventado esa historia? —preguntó la señora Coopertown. Tenía la mirada de conejo sobresaltado típica de los civiles que llevan un rato colaborando con la policía en una investigación. Si conservan la calma durante demasiado rato es un indicio de que son delincuentes profesionales, o extranjeros, o simplemente imbéciles. Todo lo cual puede llevarlos a la mazmorra si no se andan con cuidado. Os voy a dar un consejo: si habláis con la policía, lo mejor es mantener la calma pero poner cara de culpables. Es la opción menos peligrosa.

—No, desde luego que no —dijo Nightingale—. Pero, al tratarse de la víctima principal, tendremos que tomarle declaración.

—Se encuentra en Los Ángeles —informó la señora Coopertown—. Va a llegar esta noche, pero no estará aquí hasta muy tarde.

Nightingale dejó su tarjeta y le prometió a la señora Coopertown que él mismo, y por extensión todos los policías que procedían bien, se tomaban muy en serio las agresiones perpetradas por los perritos ladradores, y que seguirían en contacto.

—¿Qué sensaciones has tenido ahí? —me preguntó Nightingale mientras regresábamos al Jaguar.

—¿Se refiere a los
vestigium
?


Vestigium
es el singular, el plural es
vestigia
—aclaró Nightingale—. ¿Has sentido
vestigia
?

—A decir verdad —dije—, no, ninguno. Ni siquiera un vestigio.

—Un niño llorón, una madre desesperada y un padre ausente. Por no hablar de la casa, tan antigua —dijo Nightingale—. Tenía que haber algo.

—La mujer esa parecía una maniática de la limpieza —dije—. ¿No será que ha eliminado toda la magia a golpe de aspiradora?

—Lo que es seguro es que ha habido algo que la ha eliminado —indicó Nightingale—. Mañana hablaremos con el marido. Regresemos a Covent Garden, a ver si encontramos su rastro allí.

—Han pasado tres días —dije—. ¿No se habrán borrado los
vestigia
?

—La piedra retiene muy bien los
vestigia
. Por eso los edificios antiguos tienen ese carácter —dijo Nightingale—. Por otra parte, también es verdad que entre el continuo tráfico peatonal y los componentes sobrenaturales presentes en esa zona no nos será nada fácil encontrarlos.

Llegamos al Jaguar.

—¿Los animales sienten los
vestigia
?

—Depende del animal —contestó Nightingale.

—¿Y si se trata de un animal que pensamos que podría estar relacionado con este caso? —pregunté.

—¿Por qué nos hemos puesto a beber en tu cuarto? —preguntó Lesley.

—Porque no me dejan entrar con el perro en el pub —dije.

Lesley estaba sentada en mi cama. Alargó el brazo y rascó a
Toby
por detrás de las orejas. El perro gimoteaba de placer y trataba de meterle la cabeza entre el muslo y la pantorrilla.

—Tendrías que haberles explicado que se trata de un perro cazador de fantasmas —dijo Lesley.

—Nosotros no cazamos fantasmas —dije—. Lo que buscamos son huellas de energía sobrenatural.

—¿Dijo en serio que era mago?

Ahora me arrepentía de habérselo contado todo a Lesley.

—Sí —afirmé—. Le vi lanzar un hechizo.

Nos estábamos bebiendo unas botellas de Grolsch de una caja que Lesley había rescatado de una fiesta de Navidad en la comisaría y había escondido tras una plancha suelta de cartón-yeso en la cocina.

—¿Recuerdas a ese tío que arrestamos por asalto la semana pasada?

—Cómo iba a olvidarlo. —Me había lanzado contra la pared durante el forcejeo.

—Me parece que el golpe que te diste en la cabeza fue mucho más fuerte de lo que creías —dijo.

—Todo eso existe de verdad —insistí—. Los fantasmas, la magia, todo.

—Entonces, ¿cómo puede ser que todo siga igual? —preguntó.

—Porque todo eso lo has tenido siempre enfrente de ti —le dije—. No ha cambiado nada, así que, ¿por qué ibas a notar nada? —Terminé la botella—. ¡Puaj!

—Yo pensaba que eras un hombre escéptico —repuso Lesley—. Pensaba que creías en la ciencia.

Me dio otra botella y la agité delante de su cara.

—Bueno… —dije—. ¿Tú sabías que mi padre era músico de jazz?

—Sí, claro —dijo Lesley—. En cierta ocasión nos presentaste… ¿no te acuerdas? A mí me pareció simpático.

Traté de contener el respingo que me provocó lo que acababa de oír y proseguí:

—¿Y sabes que el jazz consiste en hacer improvisaciones sobre una melodía?

—No —negué—. Yo pensaba que consistía en hacer canciones sobre variedades de queso y sobre cómo atarse las polainas.

—Qué graciosa eres —dije—. Recuerdo que una vez mi padre estaba sobrio y le pregunté cómo sabía lo que tenía que tocar. Y él me contestó que cuando encuentras la melodía adecuada te das cuenta en seguida porque te queda perfecta. Sólo tienes que encontrar esa melodía y seguirla.

—¿Y qué coño tiene eso que ver con esto?

—Las habilidades de Nightingale cuadran con mi manera de ver el mundo. Nightingale conoce la línea, la melodía adecuada.

Lesley se rió.

—Ahora quieres ser mago —concluyó.

—No lo sé.

—Mentiroso —dijo—, quieres que Nightingale te acepte como aprendiz, y aprender magia y volar con una escoba.

—No creo que los magos de verdad vuelen con escobas —dije.

—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? —preguntó Lesley—. De todas maneras, ¿cómo vas a saberlo? Ahora mismo podría estar volando con la escoba.

—Con un coche como ese Jaguar no creo que pierda tiempo dando vueltas con una escoba.

—Buen argumento —dijo Lesley, y entrechocamos las botellas.

Otra noche en Covent Garden. En esta ocasión con un perro.

Además, era viernes, y eso quiere decir que había por allí multitudes de jóvenes espantosamente borrachos que gritaban en dos docenas de idiomas distintos. Tuve que llevar en brazos a
Toby
, porque, si no, lo habría perdido entre el gentío, correa incluida.
Toby
disfrutó del paseo. Se dedicaba alternativamente a gruñirles a los turistas, lamerme la cara y tratar de meter el morro en los sobacos que pasaban cerca de él.

Le ofrecí a Lesley la posibilidad de contribuir con horas extras no remuneradas, pero, por extraño que parezca, no quiso. Le pasé la fotografía de Brandon Coopertown y me prometió que introduciría en el HOLMES toda la información que teníamos sobre él para que pudiera consultarla. Debían de ser las once cuando llegué a la plaza con
Toby
y encontré el Jaguar de Nightingale aparcado tan cerca de la iglesia de los Actores como se podía aparcar sin que viniese la grúa.

Nightingale salió del vehículo mientras me aproximaba. Llevaba el mismo bastón de pomo de plata que le había visto en nuestro primer encuentro. Me pregunté si tendría algún significado en concreto, más allá de tratarse de un arma contundente sin filo que podía resultar práctica en momentos de peligro.

—¿Cómo quieres que lo hagamos? —me preguntó Nightingale.

—El experto es usted, señor —dije.

—He consultado bibliografía sobre estas cuestiones —expuso Nightingale— y no me ha servido de mucho.

—¿Hay bibliografía sobre estas cuestiones?

—Te sorprenderías si supieras sobre cuántas cuestiones hay bibliografía.

—Tenemos dos opciones —dije—. O uno de nosotros lo pasea por la escena del crimen, o lo soltamos para ver hacia dónde va.

—Creo que tendríamos que hacer ambas cosas en ese mismo orden —aceptó Nightingale.

—¿Piensa usted que una primera ronda dirigida nos permitirá una mejor evaluación? —pregunté.

—No —dijo Nightingale—, pero si soltamos la correa y escapa de nosotros, será el fin. Yo lo llevaré a dar una vuelta. Tú te quedarás junto a la iglesia, ojo avizor.

No me dijo por qué tenía que estar ojo avizor, pero me había formado una certera idea de sus motivos. Tal y como me había imaginado, en el mismo momento en el que Nightingale y
Toby
desaparecieron tras la esquina del mercado cubierto, oí que alguien se dirigía a mí en susurros. Me di la vuelta y vi que Nicholas Wallpenny me hacía señas desde detrás de una de las columnas.

—Aquí, caballero —murmuró Nicholas—. Antes de que regrese. —Me llevó tras la columna, donde al abrigo de las sombras, Nicholas, parecía más sólido y menos inquietante—. ¿Sabe usted con qué género de hombre tiene tratos?

—En estos momentos, con un fantasma —respondí.

—No le hablo de mí mismo —dijo Nicholas—. Le hablo del hombre del traje bonito y el palote ese con empuñadura de plata.

—¿El inspector Nightingale? —pregunté—. Es mi superior.

—Pues yo, en su lugar, me buscaría a otro superior. Uno que estuviera menos tocado.

—¿Tocado en qué sentido? —le pregunté.

—Pregúntele por el año de su nacimiento —dijo Nicholas.

Oí los ladridos de
Toby
, y de pronto me di cuenta de que Nicholas ya no estaba allí.

—Así no vas a hacer amigos, Nicholas —dije.

Nightingale regresó con
Toby
y sin nada de que informar. No le hablé del fantasma, ni de lo que éste había dicho sobre él. No creo que sea conveniente sobrecargar a tus propios superiores con más información de la que necesitan.

Agarré a
Toby
y lo levanté del suelo para que su absurda cara de perro quedase al mismo nivel que la mía. Traté de ignorar el olor de la carne en salsa para perros de PAL.

—Escucha,
Toby
—le dije—, tu dueño ha muerto. Yo no soy amante de los perros y mi superior se haría un par de guantes con tu piel nada más verte. Te van a pagar un billete de ida para las perreras de Battersea y para el sueño eterno. Tu única esperanza de no ir a parar a la perrera de los cielos es que utilices todos los sentidos sobrenaturales que tengas para buscar… a lo que fuera que mató a tu dueño. ¿Entiendes?

Toby
jadeó y ladró una sola vez.

—No está mal —exclamé, y lo dejé en el suelo.

Corrió hasta la columna y levantó la pata.

—A mí no se me ocurriría hacerme unos guantes con su piel —dijo Nightingale.

—¿No?

—Los de esa raza tienen el pelo corto… los guantes quedarían fatal —dijo Nightingale—. En cambio, sí que me valdría para un sombrero.

Toby
husmeó en el suelo cerca de donde había muerto su dueño. Levantó los ojos, ladró una sola vez y se marchó corriendo en dirección a King Street.

—Maldita sea —dije—. Eso no me lo esperaba.

—Vamos tras él —ordenó Nightingale.

Yo ya me había puesto en marcha. Los inspectores superiores del cuerpo de detectives no corren… para eso están los agentes. Así, eché a correr en pos de
Toby
, que, como todos los perros tipo rata, cambiaba de dirección cada vez que se le antojaba. Pasó de largo frente a Tesco’s y siguió por New Row, tan rápido que el contorno de sus patitas parecía perder nitidez como en unos dibujos animados de bajo presupuesto. Después de dos años persiguiendo a borrachos por Leicester Square, había adquirido velocidad y vigor, y así pude ganarle terreno mientras cruzaba St. Martin’s Lane y accedía a St. Martin’s Court. Me dejó atrás porque tuve que esquivar a una larga hilera de turistas holandeses que salían del Teatro Noël Coward.

—¡Policía! —grité—. ¡Apártense de mi camino!

No grité «detengan a ese perro». Tengo ciertos límites.

Toby
pasó a toda velocidad frente al bar J. Sheekey Oyster y el puesto de carne en lata y falafel de la esquina, y salió disparado por Charing Cross Road, una de las calles más transitadas del centro de Londres. Tuve que mirar a ambos lados antes de cruzarla, pero, por suerte,
Toby
se había detenido en una parada de autobús y estaba orinándose en la máquina de los billetes.

Toby
me echó esa mirada de suficiencia y autocomplacencia típica de los perros pequeños que han superado nuestras expectativas o han arrasado el jardín de nuestra casa. Miré cuáles eran los autobuses que paraban allí. Uno de ellos era el 24: Camden Town, Chalk Farm y Hampstead.

Nightingale me dio alcance y entre los dos contamos las cámaras de seguridad. Había por lo menos cinco que cubrían el área de la parada de autobús, y eso sin contar las que Transportes Londinenses suele instalar en los vehículos. Dejé un mensaje en el móvil de Lesley en el que le sugería que empezara por revisar las filmaciones del 24. Estoy seguro de que se estremeció de emoción al oírlo.

A modo de venganza, me llamó a las ocho de la mañana del día siguiente.

No soporto el invierno; no soporto tener que levantarme cuando aún está oscuro.

—¿No duermes nunca? —le pregunté.

—A quien madruga, Dios le ayuda —dijo Lesley—. ¿Te acuerdas de esa foto que me enviaste, la de Brandon Coopertown? Creo que se subió a un autobús de la línea 24 en la parada de Leicester Square, menos de diez minutos después del asesinato.

—¿Se lo has contado a Seawoll?

—Pues claro que sí —respondió Lesley—. Te quiero mucho, pero no voy a joderme la carrera profesional por ti.

—¿Qué le has dicho?

—Que había encontrado una pista del Testigo A. Tengo que decir que sólo es una entre varios centenares que han aparecido estos dos últimos días.

—¿Qué te ha dicho?

—Me ha dicho que lo comprobara —dijo Lesley.

—Según la señora Coopertown, debería regresar hoy mismo.

—Pues aún mejor.

—¿Podrías pasar a buscarme? —le pedí.

—Por supuesto —aceptó Lesley—. ¿Qué hay de Voldemort?

—Ya tiene mi número —le dije.

Me dio tiempo de ducharme y tomarme un café antes de que Lesley estuviera en la puerta. Llegó con un Honda Accord de hacía diez años que tenía pinta de haber participado en demasiadas persecuciones de narcotraficantes. Me puso mala cara al ver a
Toby
meneándose en el asiento trasero.

—Es que me lo han prestado, ¿sabes? —me dijo.

—No podía dejarlo en el cuarto —dije yo, mientras
Toby
husmeaba Dios sabrá qué en el hueco entre los asientos—. ¿Estás segura de que era Coopertown?

Lesley me enseñó un par de imágenes impresas en papel. La cámara de seguridad del autobús estaba orientada para captar imágenes de todos los que entraban, y no había confusión posible: era él.

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