Después de mentir, tomamos prestada ropa pasada de moda en los alojamientos de la sección y regresamos a Downshire Hill. Los crímenes que tienen lugar en barrios como Hampstead siempre ocupan un lugar destacado en los titulares, y los medios de comunicación habían salido en masa. Uno de los motivos —y no el menos importante— era que aquella tarde la mitad de los presentadores podía ir a pie hasta el lugar de trabajo.
Toby
se había encerrado en un silencio sospechoso. Lo hicimos salir del Honda Accord, nos pasamos más o menos una hora limpiando el asiento de atrás y luego fuimos en el coche hasta Charing Cross con las ventanas bajadas. En realidad, no podíamos echarle la culpa a
Toby
, porque habíamos sido nosotros quienes lo habíamos dejado el día entero encerrado en el coche. Le compramos un McDonald’s Happy Meal y creo que nos perdonó.
Regresamos a mi habitación y nos bebimos el Grolsch que quedaba. Luego, Lesley se aligeró de ropa y se echó en mi cama. Yo me eché a su lado y la tomé entre mis brazos. Lesley suspiró y se apretujó contra mí. Tuve una erección, pero Lesley era tan educada que no me dijo nada.
Toby
se puso cómodo al extremo de la cama y utilizó nuestros pies como almohada, y nos dormimos todos a la vez.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, Lesley había desaparecido y el móvil sonaba. Respondí. Era Nightingale.
—¿Estás listo para volver al trabajo? —me preguntó.
Le dije que sí.
Regresé al trabajo. A la cantina de la Clínica Forense Iain West, donde el inspector Nightingale y yo habíamos reservado un tour por las espantosas lesiones de Brandon Coopertown. Me presentaron a Abdul Haqq Walid, un hombre animoso y vivaz de cincuenta y pico años que hablaba con un deje de las Highlands.
—El doctor Walid nos lleva todos los casos especiales —dijo Nightingale.
—Mi especialidad es la criptopatología —dijo el doctor Walid.
—Salem —le dije.
—
Al salam alikum
—me dijo el doctor Walid, y me estrechó la mano.
Había ido hasta allí con la esperanza de que en esa ocasión empleáramos el sistema de observación remota, pero Nightingale no quería que quedara ningún registro visual de esa fase de la autopsia. Una vez más nos pusimos los delantales, las mascarillas y los protectores oculares, y entramos en el laboratorio. Brandon Coopertown —o, por lo menos, el hombre que pensábamos que era Brandon Coopertown— yacía desnudo, de espaldas sobre la mesa. El doctor Walid le había abierto el torso con la incisión estándar en Y, y le manoseaba por dentro, en busca de lo que un patólogo pueda buscar ahí, y luego lo cerró de nuevo. Había confirmado su identidad por medio de la información biométrica de su pasaporte.
—Del cuello para abajo —dijo el doctor Walid—, es un hombre sano de menos de cincuenta años. Es su cara lo que nos interesa.
O, más bien, lo que quedaba de su cara. El doctor Walid había apartado con ganchos los jirones de piel que le colgaban sobre el rostro. Lo que había quedado del rostro de Brandon Coopertown tenía una espantosa semejanza con una margarita rosada y roja.
—Vamos a empezar por el cráneo —dijo el doctor Walid, e indicó un lugar con un puntero. Nightingale acercó la cara para ver bien, pero yo me contenté con mirar por encima de su hombro—. Como verán, los huesos del rostro han sufrido abundantes daños: los huesos maxilar superior, maxilar inferior y cigomático han quedado pulverizados, y los dientes, supervivientes habituales, están destrozados.
—¿Un golpe muy fuerte en el rostro? —preguntó Nightingale.
—Eso es lo mismo que habría pensado yo —dijo el doctor Walid—, si no fuera por esto. —Sujetó uno de los jirones de piel (creo que era la mejilla) con un gancho y lo extendió sobre el rostro. Llegaba hasta el otro extremo del cráneo y cubría la oreja del otro lado—. La piel se ha estirado sin desgarrarse hasta más allá de lo que sería su capacidad natural, y, aunque no quede casi nada de tejido muscular, esto último también es una prueba de su degradación lateral. A juzgar por las líneas de tensión, parece como si algo hubiera empujado la piel del rostro desde dentro hacia fuera por la zona de la barbilla y la nariz, hubiera estirado la piel y el músculo, y luego hubiera pulverizado el hueso sin que la piel se moviera de su sitio. Luego, lo que la mantenía con esa forma desapareció, el hueso y los tejidos blandos habían perdido ya toda su integridad, y la piel de la cara se desprendió.
—¿Piensa usted en un
dissimulo
? —preguntó Nightingale.
—O en una técnica muy similar —dijo el doctor Walid.
Nightingale me hizo saber que
dissimulo
era un hechizo mágico que se empleaba para cambiar de aspecto. En realidad, no empleó las palabras «hechizo mágico», pero se trataba de eso.
—Por desgracia —explicó el doctor Walid—, desplaza los músculos y la piel hasta nuevas posiciones, y eso puede causar daños irreparables.
—Nunca ha sido una técnica popular —dijo Nightingale.
—Está claro el porqué —dijo el doctor Walid, y señaló los restos de la cara de Brandon Coopertown.
—¿Algún indicio de que practicara? —preguntó Nightingale.
El doctor Walid sacó una bandeja de acero inoxidable cubierta con una tapadera.
—Sabía que me lo preguntaría —dijo—, así que le voy a enseñar algo que he descubierto antes. —Levantó la tapa y dejó un cerebro humano al descubierto—. No soy experto en la materia, pero no me pareció un cerebro sano; se veía encogido y picado, como si lo hubieran dejado al sol para que se secara. Como ve, ha tenido lugar una notable degradación del córtex cerebral y hay pruebas de sangrado intracraneal que podríamos atribuir a una enfermedad degenerativa, si el inspector Nightingale y yo no estuviéramos familiarizados con su verdadera causa.
Lo cortó en dos mitades para que viéramos su interior. Tenía un aspecto como de coliflor enferma.
—Y esto —repuso el doctor Walid— es un cerebro afectado por la magia.
—¿La magia le hace eso al cerebro? —pregunté—. No me extraña que haya caído en desuso.
—Eso es lo que le ocurre a quien sobrepasa sus propias limitaciones —respondió Nightingale. Se volvió hacia el doctor Walid—. No hallamos pruebas de práctica en su casa. Ni libros, ni parafernalia, ni
vestigium
.
—¿Puede ser que alguien le robara su magia? —pregunté—. ¿Que se la sorbiera del cerebro?
—Es muy improbable —aseveró Nightingale—. Es casi imposible robarle la magia a otro hombre.
—Salvo en el momento de la muerte —añadió el doctor Walid.
—Es mucho más probable que fuera el propio Coopertown quien se hiciera esto a sí mismo —indicó Nightingale.
—Entonces, ¿piensa usted que no llevaba puesta ninguna máscara durante el primer ataque? —pregunté.
—Eso parece —dijo Nightingale.
—Así que se remodeló la cara el pasado martes —dije—. Y eso explica por qué tenía manchas en la piel cuando lo filmó la cámara del autobús. Luego se marcha a Estados Unidos, se queda allí durante tres noches y vuelve aquí. Y durante ese tiempo la cara le queda completamente desfigurada.
El doctor Walid lo pensó con detenimiento.
—Eso encajaría con las heridas y con los indicios de que empezaban a crecerle tejidos nuevos en torno a los fragmentos de hueso.
—Debió de padecer un dolor terrible —observé.
—No necesariamente —dijo Nightingale—. Uno de los peligros del
dissimulo
es que oculta el dolor. Puede ocurrir que el practicante se haga daño a sí mismo sin enterarse.
—Pero cuando la cara parecía normal… ¿era tan sólo porque la magia la mantenía en su lugar?
El doctor Walid miró a Nightingale.
—Sí —dijo Nightingale.
—¿Qué sucedería con el hechizo en el momento de dormirse? —pregunté.
—Probablemente dejaría de funcionar —dijo Nightingale.
—Pero había sufrido daños tan serios que su cara tenía que desprenderse en el momento en que el hechizo dejara de funcionar. Tuvo que mantener el hechizo activo durante todo el tiempo que pasó en América —dije—. ¿Me está diciendo que no durmió durante cuatro días?
—No parece muy creíble —indicó el doctor Walid.
—¿Los hechizos funcionan como el
software
? —pregunté.
Nightingale me miró con cara de no haber entendido nada. El doctor Walid acudió en su rescate.
—¿En qué sentido? —preguntó.
—¿Sería posible persuadir a una mente inconsciente para que mantuviese un hechizo? —pregunté—. De esa manera, el hechizo permanecería activo incluso durante las horas de sueño.
—Es posible en teoría, pero, aun dejando de lado las consideraciones morales, yo no sería capaz de hacerlo —dijo Nightingale—. No creo que ningún mago humano pudiera.
Ningún mago humano… vale. El doctor Walid y Nightingale me estaban mirando, y me di cuenta de que, mientras yo iba, ellos ya volvían.
—Cuando le pregunté por espectros, vampiros y hombres lobo, y usted me respondió que la lista ni siquiera había empezado, no me lo decía en broma, ¿verdad?
Nightingale negó con la cabeza.
—Mucho me temo que no —dijo—. Lo siento.
—Mierda —exclamé.
El doctor Walid sonrió.
—Yo dije exactamente lo mismo hace treinta años.
—Entonces, el que le hizo esto al pobre Coopertown no debía de ser humano —dije.
—Prefiero no hacer aseveraciones —explicó el doctor Walid—. Pero es lo más probable.
Nightingale y yo hicimos lo que hace todo buen policía cuando tiene un momento libre durante la jornada: salimos en busca de un pub. Al otro lado de la esquina encontramos el implacablemente caro Marquis of Queensbury, un tanto desangelado bajo la llovizna de la tarde. Nightingale me trajo una cerveza y nos sentamos en el reservado de la esquina, bajo un cartel victoriano que representaba un combate de boxeo sin guantes.
—¿Qué hay que hacer para llegar a mago? —pregunté.
Nightingale negó con la cabeza.
—No es como unirse a un Departamento de Investigación de Delitos —me dijo.
—Acaba de sorprenderme —dije—. ¿Qué hay que hacer entonces?
—Entrar como aprendiz —dijo—. Adoptar un compromiso para con el oficio, para conmigo y para con el país.
—¿Tendré que llamarle Shifu?
Al menos, le arranqué una sonrisa.
—No —contestó Nightingale—, tendrás que llamarme «maestro».
—¿Maestro?
—Ésa es la tradición —respondió Nightingale.
Repetí mentalmente ese término y me vinieron a la cabeza otras palabras con que los esclavos negros se habían referido a sus dueños.
—¿Y no podría llamarle «inspector»?
—¿Qué te hace pensar que vaya a ofrecerte un puesto entre nosotros?
Tomé un trago y me callé. Nightingale sonrió de nuevo y sorbió de su propia pinta.
—En cuanto hayas cruzado este Rubicón, no tendrás manera de volver atrás —dijo—. Y, sí, puedes llamarme «inspector».
—Acabo de ver cómo un hombre mataba a su mujer y su hijo —dije—. Si tuvo algún motivo racional para hacerlo, quiero saber cuál es. Si existe alguna posibilidad de que no fuera responsable de sus acciones, quiero conocerla. Porque entonces tendríamos una posibilidad de impedir que vuelva a suceder lo mismo.
—No es un buen motivo para entrar en este terreno —expuso Nightingale.
—¿Existe algún buen motivo? —pregunté—. Quiero meterme en esto, señor, porque tengo que saber la verdad.
Nightingale levantó el vaso a modo de saludo.
—Eso ya está mejor.
—¿Y qué va a suceder ahora? —interrogué.
—Ahora no va a suceder nada —dijo Nightingale—. Hoy es domingo. Pero, ante todo, tendremos que ir mañana a ver al comisario.
—Ésa es buena, señor —respondí.
—Hablo en serio —dijo Nightingale—. El comisario es la única persona autorizada para tomar la decisión final.
New Scotland Yard fue en otro tiempo un edificio de oficinas ordinario que la Policía Metropolitana alquiló durante los años sesenta. Desde entonces se ha reformado en varias ocasiones el interior de los despachos donde trabajan los altos cargos. La última vez que lo hicieron fue en los años noventa, probablemente la peor década en lo tocante a la decoración de los edificios oficiales desde los setenta. Y es por eso —supongo— por lo que la sala de espera del despacho del comisario era un desolado desierto de láminas de madera contrachapada y sillas de poliuretano enmohecido. Las fotografías de los seis últimos comisarios miraban desde las paredes con el único objetivo de ayudar a los visitantes a relajarse.
Sir Robert Mark (1972-1977) me miraba con especial descontento. No creo que mi trabajo le hubiera parecido una valiosa aportación.
—Aún estamos a tiempo de retirar la solicitud —dijo Nightingale.
Sí, aún estábamos a tiempo, pero eso no quería decir que a mí me agradara la idea. Por lo general, los agentes que se sientan en la sala de espera del comisario han sido o muy valientes o muy imbéciles, y yo no estaba seguro de a qué categoría pertenecía.
El comisario nos hizo esperar tan sólo diez minutos hasta que su secretaria vino a buscarnos. Su despacho era grande y estaba diseñado con la misma falta de estilo que el resto de Scotland Yard, salvo por el revestimiento de falso roble que cubría el techo. En una de las paredes había un retrato de la reina, y en la otra el de sir Charles Rowan, el primero de los comisarios. Me puse firmes con toda la marcialidad de la que es capaz un poli de Londres y estuve a punto de dar un respingo cuando el comisario me tendió la mano para que se la estrechara.
—Agente Grant —dijo—. Eres hijo de Richard Grant, ¿verdad? Tengo algunos de sus discos de la época en que cantaba con Tubby Hayes. En vinilo, por supuesto.
No aguardó a que le respondiera, sino que le estrechó la mano a Nightingale y nos indicó con un gesto que nos sentáramos. Era uno de esos norteños que escalan por el camino difícil y han cumplido el período de servicio en Irlanda del Norte que parece obligatorio para los futuros comisarios. El uniforme le sentaba bien y los agentes de a pie opinaban que no parecía cretino del todo, lo que significaba que se le valoraba mucho mejor que a sus predecesores.
—No nos esperábamos esto, inspector —dijo el comisario—. Hay quien pensaría que este paso que damos ahora es innecesario.
—Comisario —expuso Nightingale con circunspección—, creo que las circunstancias imponen un cambio en el acuerdo actual.