Ambos dimos un paso hacia atrás.
—¿Cuánto hace que no se trabaja en este lugar? —pregunté.
El traqueteo se volvió más fuerte, más rápido, y el agua empezó a manar del grifo. Al principio salía bastante sucia, pero luego brotó limpia. El traqueteo fue perdiendo fuerza hasta desaparecer. Nightingale taponó el desagüe y esperó a que el lavamanos se llenara tres cuartos de su capacidad antes de cerrar el grifo.
—Cuando se intenta este hechizo —dijo—, hay que tener siempre agua a punto por precaución.
—¿Habrá fuego?
—Sólo si lo haces mal —explicó Nightingale—. Voy a hacer una demostración y tienes que estar muy atento… igual que lo estuviste cuando buscábamos
vestigia
. ¿Entiendes?
—
Vestigia
—dije—. Ya lo pillo.
Nightingale abrió la palma de la mano derecha hacia arriba y cerró el puño.
—Mira mi mano —dijo, y separó los dedos.
De pronto, una bola de luz flotó a pocos centímetros sobre la palma. Brillante, pero no lo bastante como para que no pudiese mirarla directamente.
Nightingale cerró el puño y el globo desapareció.
—¿Otra vez? —preguntó.
Creo que, hasta ese momento, una parte de mí había estado a la espera de una explicación racional, pero, al ver la facilidad con la que Nightingale producía la luz fantasma, me di cuenta de que la explicación racional era justamente ésa: la magia funcionaba. La pregunta que venía a continuación, por supuesto, era: ¿cómo funcionaba?
—Otra vez —dije.
Abrió la mano y la luz apareció. La bola que la originaba era del tamaño de una pelota de golf, pero su superficie era lisa y perlina. Me incliné sobre ella, pero no fui capaz de discernir si la luz emanaba del interior de la esfera o de su superficie.
Nightingale cerró el puño.
—Ándate con cuidado —advirtió—. Podrías hacerte daño en los ojos.
Parpadeé, y vi unas manchas de color purpúreo. Nightingale tenía razón… me había dejado engañar por la aparente suavidad de la luz y la había contemplado durante demasiado rato. Me eché agua en los ojos.
—¿Estás listo para repetir? —dijo Nightingale—. Trata de concentrarte en las sensaciones que experimentas cuando lo hago… tendrías que sentir algo.
—¿Algo? —pregunté.
—La magia es como la música —explicó Nightingale—. Cada uno la oye de manera distinta. El término técnico que empleamos es
forma
, pero no es mucho mejor que «algo», ¿a que no?
—¿Puedo cerrar los ojos? —interpelé.
—Desde luego —dijo Nightingale.
Sí sentí un «algo», como un temblor en el silencio del instante de la creación. Repetimos el ejercicio hasta que estuve seguro de que no me lo había imaginado. Nightingale me preguntó si tenía alguna duda. Le pregunté cómo se llamaba el hechizo.
—Coloquialmente lo llamamos «luz fantasma» —dijo.
—¿Podría hacer lo mismo bajo el agua? —interrogué.
Nightingale metió la mano en el agua y, a pesar de que el ángulo no me permitía verlo bien, me demostró que podía dar forma a una luz fantasma sin aparente dificultad.
—Entonces es que no se produce ningún proceso de oxidación, ¿no? —dije.
—Concéntrate —dijo Nightingale—. Primero la magia, luego la ciencia.
Traté de concentrarme, pero ¿en qué?
—Dentro de un instante —explicó Nightingale— te voy a pedir que abras la mano tal como te he mostrado. Cuando la abras, quiero que configures una imagen dentro de tu cerebro que se corresponda con las sensaciones que has tenido cuando yo creaba mi luz fantasma. Como si fuera una llave que ha de abrir el cerrojo de una puerta. ¿Lo entiendes?
—Mano —dije—. Configuración, llave, cerrojo, puerta.
—Eso es —afirmó Nightingale—. Empieza.
Respiré hondo, extendí el brazo y abrí el puño. No ocurrió nada. Nightingale no se rió, pero yo habría preferido que lo hubiera hecho. Respiré hondo una vez más, traté de «configurar» en mi mente —a saber lo que significaría eso—, y abrí la mano de nuevo.
—Déjame que te haga otra demostración —dijo Nightingale—. Y luego trata de imitarla.
Nightingale creó la luz fantasma, yo sentí la configuración de la
forma
y traté de reproducirla. Tampoco esta vez logré crear mi propia luz, pero en esa ocasión sí me pareció sentir un eco de la
forma
en mi mente, como el fragmento de una canción que nos llega desde un coche que pasa por nuestro lado.
Repetimos varias veces el ejercicio hasta que estuve seguro de saber cuál era la configuración de la
forma
, pero no logré encontrarla dentro de mi propia mente. El proceso debía de resultarle familiar a Nightingale, porque en todo momento pareció saber en qué estadio me hallaba.
—Practícalo durante otras dos horas —ordenó—. Entonces pararemos para comer y luego seguiremos otras dos horas. Después podrás tomarte el resto del día libre.
—¿Sólo tengo que hacer esto? —pregunté—. ¿No voy a aprender idiomas antiguos, ni teoría mágica?
—Éste es el primer paso —dijo Nightingale—. Si llegas a dominarlo, lo demás será irrelevante.
—¿Así que esto es una prueba?
—Es una labor de aprendiz —dijo Nightingale—. Te prometo que vas a estudiar mucho en cuanto domines esta
forma
. Latín, por supuesto, y también griego clásico, árabe, alemán técnico. Te vas a encargar del trabajo de campo en todos mis casos, por supuesto.
—Bien —dije—. Eso sí que es un incentivo.
Nightingale se rió y, acto seguido, se fue.
A
ORILLAS DEL RÍO
Hay ciertas cosas que nadie quiere hacer diez minutos después de despertarse, y una de ellas es circular por la Great West Road a ciento sesenta kilómetros por hora. Ni siquiera a las tres de la madrugada, con la luz y la sirena puestas para apartar a los transeúntes y la calle tan vacía como pueda llegar a estarlo una calle londinense. Yo me aferraba a la correa de la puerta y trataba de no acordarme de que el Jaguar, a pesar de sus notables cualidades —el estilo y el acabado de un coche de época— carecía de
airbag
y de todos los sistemas de seguridad de los coches modernos.
—¿Has logrado hacer funcionar la radio? —preguntó Nightingale.
En algún momento, alguien había instalado una radio moderna en el Jaguar. Nightingale reconocía de buena gana que no sabía utilizarla. Yo había logrado encenderla, pero entonces me distraje, porque Nightingale tomó la rotonda de Hogarth a tal velocidad que la cabeza se me fue contra la ventanilla. Aproveché un trecho de carretera sin apenas curvas para sintonizar la frecuencia de la comisaría del distrito de Richmond. Nightingale me había dicho que el problema se había producido en esa zona. Captamos el final de una explicación en el tono de voz ligeramente estrangulado de la persona que trata de fingir que no siente pánico. Decía no sé qué sobre ocas.
«Tango Whiskey Uno a Tango Whiskey Tres: ¿Pueden repetir?»
TW-1 era la inspectora de servicio en Richmond, hablando desde la sala de mando local, mientras que TW-3 debía de ser uno de los vehículos de intervención inmediata.
«Tango Whiskey Tres a Tango Whiskey Uno: estamos en el White Swan y sufrimos el ataque de las malditas ocas.»
—¿El White Swan? —pregunté.
—Es un pub de Twickenham —dijo Nightingale—. Cerca del puente de Eel Pie Island.
Yo sabía que el Eel Pie Island era una serie de embarcaderos y casas construidos sobre una pequeña isla de apenas quinientos metros de largo en el río. En cierta ocasión, los Rolling Stones habían tocado allí. También había tocado mi padre. Por eso conocía el lugar.
—¿Y las ocas? —pregunté.
—Son mejores guardianas que los perros —dijo Nightingale—. Si no te lo crees, pregúntaselo a los antiguos romanos.
TW-1 no sentía ningún interés por las ocas; quería información sobre el delito. Veinte minutos antes habían recibido varias llamadas en el 999. Habían informado de disturbios y posibles enfrentamientos entre grupos de jóvenes. A juzgar por mi experiencia, podíamos encontrarnos con cualquier cosa: desde una despedida de soltera que se hubiera desmadrado hasta una jauría de zorros que se hubiera puesto a derribar cubos de basura.
TW-3 informó haber visto a un grupo de IC1 de sexo masculino, vestidos con pantalones vaqueros y cazadoras estilo
donkey
, peleando contra un grupo indeterminado de IC3 de sexo femenino en Riverside Road. Por si no lo sabíais, IC1 es el código de identificación para referirse a los blancos, e IC3 son los negros. Yo oscilo entre IC3 e IC6… me suelen clasificar como árabe o norteafricano. Depende de si he tomado mucho el sol. Los enfrentamientos entre negros y blancos no eran habituales, pero tampoco imposibles. En cambio, nunca había oído hablar de una pelea entre un grupo de chicos y otro de chicas, y TW-1 tampoco, por lo que pidió aclaraciones.
«De sexo femenino —informó TW-3—. De sexo femenino, sin duda alguna, y además hay una que está desnuda.»
—Me lo temía —dijo Nightingale.
—¿Qué es lo que se temía?
El Jaguar se lanzó a toda pastilla por el puente de Chiswick y el paisaje se desdibujó a nuestro alrededor. Más arriba de Chiswick, el Támesis traza un bucle hacia el norte en torno a los jardines de Kew, y nosotros cortábamos en dirección al puente de Richmond.
—Cerca de ahí hay un santuario importante —dijo Nightingale—. A mí me parece que los muchachos debían de ir por él.
—¿Y las chicas lo defienden?
—Algo por el estilo —respondió Nightingale.
Era un conductor soberbio. Alcanzaba un grado de concentración que siempre me reconforta cuando circulamos a alta velocidad. Pero, con todo, también tenía que contenerse cuando se metía por calles estrechas. El centro de Richmond se había edificado de acuerdo con el mismo modelo que Londres, en tiempos en los que la planificación urbana era algo que sólo les ocurría a los demás.
«Tango Whiskey Cuatro a Tango Whiskey Uno: me encuentro en Church Lane, junto al río, y he localizado a cinco o seis IC1 de sexo masculino que se suben a una embarcación… para iniciar una persecución.»
TW-4 debía de ser el segundo vehículo de intervención inmediata de Richmond. Por tanto, todos los vehículos disponibles habían entrado en liza.
TW-3 informó de que no se veía ni rastro de las IC3 de sexo femenino, ni desnudas ni vestidas, pero que sí habían divisado una embarcación que navegaba hacia la orilla opuesta.
—Llámales y diles que estamos a punto de llegar —ordenó Nightingale.
—¿Cuál es nuestro código de llamada? —pregunté.
—Zulú Uno —me dijo.
Abrí el micrófono.
—Zulú Uno a Tango Whiskey Uno: responda.
Hubo unos momentos de pausa mientras TW-1 lo digería. Me pregunté si la inspectora de servicio sabría quiénes éramos.
«Tango Whiskey Uno a Zulú Uno: recibido.» La inspectora hablaba con voz inexpresiva, neutral. Estaba claro que sí sabía quiénes éramos. «Tengan en cuenta que los sospechosos parecen haber atravesado el río y podrían encontrarse en la orilla meridional.»
Traté de confirmar la recepción, pero se me ahogó la voz cuando me di cuenta de que Nightingale se había metido contra dirección por George Street, que es una calle de dirección única. Se supone que no hay que hacerlo ni siquiera cuando se circula con luz y sirena. Entre otros motivos, por el riesgo de pegársela contra una de esas máquinas que pesan tanto y que se inventaron para limpiar las calles durante la noche. Apoyé bien las piernas en el fondo del coche cuando nuestros faros delanteros iluminaron un corazón de san Valentín de dos metros de alto y color cereza en la ventana de una Boots.
TW-3 nos llamó: «Tengan en cuenta que la embarcación sospechosa se ha incendiado, veo a varias personas que saltan por la borda.»
Nightingale pisó el acelerador, pero, por suerte, doblamos una esquina y volvimos a circular en la dirección correcta. El puente de Richmond nos quedaba a la derecha, pero Nightingale cortó por la pequeña rotonda y siguió por la calle que bordeaba el Támesis. Oímos que TW-1 llamaba a la lancha de la Brigada de Incendios de Londres… tardaría, como mínimo, veinte minutos en llegar.
Nightingale metió el Jaguar por una salida a la derecha que yo ni siquiera había visto y de pronto circulamos en la más absoluta negrura, traqueteando sobre la grava que rebotaba contra el fondo del chasis. Un súbito viraje a la izquierda y nos encontramos al borde del agua, y seguimos adelante por la orilla del río por donde éste se curvaba de nuevo hacia el norte. En la orilla opuesta había una hilera de pequeños yates de motor amarrados a los embarcaderos, y un poco más lejos alcancé a ver llamas amarillas: la embarcación en llamas. No era una embarcación moderna para salidas de placer. Parecía más bien una de esas típicas barcazas de media eslora que suelen pertenecer a empresarios del ramo de la homeopatía, siempre con las bordas pintadas a mano y un gato dormido sobre la cabina. No se veía al gato por ninguna parte, pero, por si había habido alguno, le deseé que supiera nadar, porque la embarcación ardía de un extremo a otro.
—Allí —dijo Nightingale.
Miré adelante y vi varias figuras a las que apenas alcanzaban a iluminar nuestros faros. Se lo comuniqué a TW-1:
—Confirmamos la presencia de sospechosos en la orilla sur… ¿dónde diablos estamos?
—Donde el ferry de Hammerton —dijo Nightingale, y lo repetí al micrófono.
Nightingale frenó el Jaguar y nos detuvimos frente a la embarcación en llamas. Llevábamos linternas en la guantera, aberraciones vulcanizadas con anticuadas bombillas de filamento. El peso que me hizo sentir en la mano me dio cierta tranquilidad cuando me adentré con Nightingale en las sombras.
Iluminé el sendero con la linterna, pero los sospechosos —si es que de verdad lo eran— se habían largado. Nightingale parecía más interesado en el río que en el sendero. Inspeccioné con la linterna las aguas que circundaban la barcaza. Vi que la embarcación avanzaba lentamente río abajo, arrastrada por la corriente, pero no había nadie en el agua.
—¿No deberíamos asegurarnos de que no haya quedado nadie a bordo? —pregunté.
—Más vale que no quedara nadie —contestó Nightingale con voz fuerte, como si le hablara al río, y no a mí—. Y quiero que apaguen ese fuego ahora mismo —dijo.
Oí una risilla en la oscuridad. Iluminé con la linterna el lugar de donde me pareció que procedía, pero no vi nada, salvo las embarcaciones amarradas en la otra orilla. Me volví, y me encontré con que la embarcación en llamas descendía al fondo del río, como si alguien la hubiese agarrado por debajo y la hubiera arrastrado bajo la superficie. Las últimas llamas se extinguieron, y entonces, como si alguien hubiera soltado un pato de goma, emergió de nuevo a la superficie. El fuego se había apagado.