—Manéjalo con cuidado —dijo Nightingale.
Abrí el macuto y eché una mirada. Dentro había dos cilindros de metal, grandes como latas de aerosol, pero mucho más pesados. Eran de color blanco y alguien había escrito en ellos con un molde de estarcido:
Gran. WP nº 80
. Ambos terminaban en sendos resortes que se mantenían en su sitio por medio de una clavija de metal. No soy aficionado al tema militar, pero tampoco tengo ninguna dificultad en reconocer una granada de mano. Miré a Nightingale y éste hizo un gesto de irritación.
—No las dejes a la vista —pidió.
Cerré el macuto y cargué con él.
Nightingale se volvió de nuevo hacia Frank.
—¿Tu gente está preparada? —preguntó.
—Tenemos dos dispositivos a la espera… por si acaso.
—Muy bien —dijo Nightingale—. Tendríamos que tener esto terminado en una media hora.
Regresamos al Jaguar y Nightingale me guió por el puente de la estación y por un par de calles idénticas, hasta que finalmente me dijo:
—Es ahí.
Encontramos sitio para aparcar al otro lado de la esquina e hicimos el resto del camino a pie.
Grasmere Road era una calle paralela a la vía de ferrocarril y tenía un aspecto totalmente normal: una serie de casas adosadas y semiadosadas de los años veinte, con fachadas de falso estilo Tudor y ventanas en voladizo. No había nadie por allí, todos los niños estaban en la escuela y sus padres trabajaban, y nosotros echamos a andar con aire desenfadado. Con todo el desenfado que era capaz de aparentar mientras un par de granadas rebotaba contra mi muslo. Cualquiera que nos hubiese visto nos habría tomado por un par de agentes inmobiliarios en estado salvaje que habían ido hasta allí para marcar su territorio.
De pronto, Nightingale se volvió hacia la izquierda y entró por la puerta del jardín de una casa particular, y se dirigió a una segunda puerta más pequeña, de madera, que impedía el acceso al pasaje lateral. Sin detenerse, levantó el brazo derecho, con la palma hacia delante, en dirección a la puerta, el cerrojo se desprendió de la madera con un leve sonido y rebotó varias veces sobre el sendero que se hallaba al otro lado.
Pasamos por la puerta abierta y nos detuvimos donde no pudieran vernos. Nightingale hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta y yo le arrimé un gran tiesto de terracota para bloquearla. Dentro del tiesto aún había tierra, y de ella sobresalía un tallo negro y marchito. Me di cuenta de que había tiestos parecidos alineados en la parte soleada del pasaje; todas las plantas estaban muertas. Nightingale se agachó, agarró un puñado de tierra y lo desmenuzó bajo su nariz. Hice lo mismo que él, pero la tierra no olía a nada, a estéril, como si hubiera pasado demasiado tiempo en el alféizar de la ventana.
—Han pasado bastante tiempo aquí —dijo Nightingale.
—¿Quiénes? —pregunté, pero no me respondió.
Detrás de la casa había una vía férrea, así que tan sólo tendríamos que preocuparnos por los vecinos que vivían a ambos lados. El jardín no era una jungla, pero el césped tenía aspecto de no haberse podado en varios meses y lo que en otro tiempo habían sido macizos de flores estaban tan muertos como las flores de los tiestos. Las puertas acristaladas por las que se salía al patio jardín estaban cerradas y las cortinas echadas. Buscamos la puerta de servicio de la cocina. Las persianas estaban bajadas y la puerta estaba cerrada por dentro. Yo miraba atentamente, a la espera de que Nightingale repitiera el truco con el que había abierto el cerrojo, pero, en este caso, se limitó a destrozar la ventanilla de la puerta con el bastón. Metió la mano dentro, tiró del picaporte y abrió la puerta. Entré con él.
Salvo por la escasa luz, era una típica cocina de zona residencial. Encimeras de madera natural, horno y fogones de gas, microondas, potes de falso gres con los cartelitos de «Azúcar», «Té» y «Café». La nevera estaba apagada y en su puerta había notas y facturas sujetas con imanes. La factura más reciente era de hacía seis meses. A su lado había una nota que decía: ¿
Abuelo
? Más abajo había un horario en el que se indicaba la hora de ir a recoger a los niños a la guardería.
—En esta casa viven niños —dije.
El rostro de Nightingale se ensombreció.
—Ya no —dijo—. Ésa fue una de las circunstancias que nos alertaron.
—Esto no tiene buena pinta, ¿no? —pregunté.
—Para la familia que vivía aquí, no —confirmó.
Entramos en el pasillo. Nightingale me ordenó que fuese a mirar arriba. Mientras subía por la escalera, desplegué la porra. La tenía a punto para utilizarla. La ventana que daba al hueco de la escalera estaba cubierta con varias hojas de papel crayón negro toscamente pegadas con cinta adhesiva para impedir que pasara la luz del sol. En una de las hojas había un dibujo infantil de una casa con ventanas cuadradas, una voluta de humo que salía de una chimenea mal hecha, y una mamá y un papá representados con trazos rectos que se erguían con orgullo en un extremo.
Al poner pie en el tenebroso rellano, me vino una palabra a la cabeza: tiene tres sílabas, empieza por V y rima con papiro. Me quedé inmóvil. Nightingale me había dado a entender que todo existía, y eso debía de incluir a los vampiros, ¿verdad? Yo dudaba que fuesen como los que aparecen en los libros y en la televisión, pero había algo que estaba muy claro: no se dejarían ver a la luz del sol.
Tenía una puerta a mi izquierda. Me obligué a mí mismo a entrar. Era el dormitorio de un niño, de un crío aún lo bastante pequeño como para tener piezas de Lego y figuras articuladas por el suelo. La cama estaba impecable, con sobrias fundas de almohada a juego de color azul y púrpura, y una funda nórdica. Al muchacho le habían gustado Ben 10 y el Chelsea FC lo suficiente como para colgarse sus pósteres en la pared. Olía a polvo, pero no a moho y humedad, como se podría esperar en una casa abandonada desde hace mucho tiempo. El dormitorio principal era del mismo estilo, con la cama impecable y el aire polvoriento y seco, pero sin telarañas en las esquinas del techo. El despertador digital que se hallaba al lado de la cama había dejado de funcionar, aunque todavía estuviera enchufado. Cuando lo agarré, una arenilla blanca escapó por una juntura de debajo. Lo volví a colocar en su sitio y tomé nota mentalmente de lo que había visto para referencias posteriores.
La sala principal se hallaba al fondo de la casa y estaba destinada a los niños más pequeños. Paredes empapeladas con ilustraciones de Beatrix Potter, una cuna, un parque. Un móvil de madera hipoalergénica, de Juguetes Educativos Galt, que se agitó al entrar un soplo de aire por la puerta abierta. A imagen y semejanza del resto de habitaciones, no había rastros de lucha, ni siquiera indicios de que los ocupantes de la casa se hubieran marchado con precipitación; todo estaba muy bien ordenado. Resultaba extraño en una habitación infantil. También era extraño que los azulejos de la ducha no tuvieran moho y que el agua de la cisterna del inodoro, aunque cubierta de polvo, tampoco oliera.
La última habitación del piso de arriba era lo que un agente inmobiliario habría llamado un «medio dormitorio» apropiado para niños, o para enanos con agorafobia. Lo habían adaptado para emplearlo como despacho, con un Dell PC de dos años de antigüedad y, como era de esperar, un archivador y una lámpara de mesa de Ikea. Al tocar el ordenador, sentí un estallido de polvo y ozono, un
vestigium
que había percibido ya en el dormitorio principal. Abrí la torre y encontré la misma arena blanca de antes. Froté una pizca entre los dedos. Era muy fina, casi polvo, pero, de todos modos, tenía granos, y estaba mezclada con oro. Estaba a punto de agarrar el teclado cuando Nightingale apareció en el umbral.
—¿Por qué diablos te has parado? —murmuró.
—Estaba examinando el ordenador —dije.
Nightingale dudó y se echó para atrás el cabello que le cubría la frente.
—Déjalo —dijo—. Sólo nos falta un lugar.
Tendría que acordarme de volver luego con una bolsa para transportar pruebas y llevarme el ordenador entero.
En el pasillo había una puerta por la que se accedía a una escalera estrecha que bajaba. Los escalones eran de madera noble desgastada. Me imaginé que estaban allí desde que se había construido la casa. Detrás de la puerta había una bombilla que colgaba al extremo de un cable. Me deslumbró e hizo que la penumbra que reinaba al final de las escaleras fuese todavía más opaca.
«El sótano —pensé—. ¿Cómo puede ser que nada de esto me sorprenda?»
—Bueno —dijo Nightingale—, no perdamos más tiempo.
Le dejé ir primero, y con sumo gusto.
Mientras bajábamos por la estrecha escalera, empecé a temblar. Hacía frío, como si hubiéramos descendido a una nevera, pero me di cuenta de que no me salía vaho de la boca. Me metí la mano bajo el sobaco, pero no noté diferencia de temperatura. No era un frío físico. Debía de tratarse de algún tipo de
vestigium
. Nightingale se detuvo, se agitó y flexionó los hombros como un boxeador que se dispone a atacar.
—¿Lo has notado? —preguntó.
—Sí —susurré—. ¿Qué es?
—
Tactus disvitae
—dijo—. El olor de la antivida… deben de estar ahí abajo.
No dijo el qué, y yo no se lo pregunté. Reanudamos el descenso.
El sótano era estrecho. Me llevé una sorpresa al ver que estaba bien iluminado por un fluorescente la mitad de largo que el techo. Alguien había montado estantes en una de las paredes y, llevado por el optimismo, había instalado debajo de éstos una mesa de trabajo. Más recientemente, alguien había puesto un viejo colchón sobre el suelo de cemento, y sobre el colchón yacían dos vampiros. Tenían pinta de vagabundos, de vagabundos de los de antes, los que se cubrían de andrajos y gruñían a los transeúntes desde las sombras. Nightingale y yo nos acercamos a ellos y la sensación de frío se intensificó. Parecía que estuvieran durmiendo, pero no se oía su respiración, ni se sentía el aire viciado que un humano dormido tendría que producir en una habitación cerrada.
Nightingale me entregó una fotografía familiar enmarcada —tenía toda la pinta de provenir de la sala de estar— y agarró con la mano derecha el bastón que hasta entonces había llevado en la izquierda.
—Tienes que hacer dos cosas —dijo—. Tienes que confirmar sus identidades y comprobar si tienen pulso. ¿Serás capaz?
—¿Y qué hará usted?
—Yo te voy a cubrir —explicó—. Por si se despiertan.
Tuve un instante de vacilación.
—¿Es posible que despierten?
—Ha ocurrido otras veces —informó Nightingale.
—¿Con qué frecuencia? —pregunté.
—Cuanto más tiempo esperemos, más probable será —dijo Nightingale.
Me agaché y, con muchísima precaución, tiré hacia atrás del cuello del abrigo del que tenía más cerca. Tuve cuidado de no tocarle la piel. Era el rostro de un hombre de mediana edad, con la piel de las mejillas más tersa de lo que sería natural y los labios pálidos. Lo busqué en la fotografía y, aunque los rasgos faciales fueran los mismos, no tenía nada que ver con el sonriente padre que aparecía en la escena familiar. Me di la vuelta para echarle una ojeada al segundo cuerpo. Era una mujer y su rostro era idéntico al de la madre. Por fortuna, Nightingale había elegido una foto sin niños. Tendí la mano para tomarles el pulso y vacilé.
—En esos cuerpos no puede vivir nada —dijo Nightingale—. Ni siquiera bacterias.
Puse los dedos sobre la garganta del hombre. Tenía la piel físicamente fría y no se sentía ningún pulso. Lo mismo que la mujer. Me puse en pie y retrocedí.
—Nada —dije.
—Vamos arriba —ordenó Nightingale—. Ahora date prisa.
No me eché a correr, pero tampoco se puede decir que subiera las escaleras con calma. Nightingale vino detrás de mí, con el bastón a punto.
—Saca las granadas —dijo.
Saqué las granadas del macuto, Nightingale tomó una y me explicó lo que había que hacer. La mano me temblaba y quitarle la anilla fue más difícil de lo que había imaginado. Sería por cuestiones de seguridad. Nightingale tiró de la anilla de su propia granada y señaló con la mano escaleras abajo.
—Cuando cuente hasta tres —dijo—. Y procura que llegue hasta el fondo.
Contó, y al llegar a tres arrojamos las granadas al sótano, y me habría quedado mirando como un pasmarote mientras rebotaban hasta el fondo si Nightingale no me hubiese agarrado del brazo y me hubiera sacado de allí.
Aún no habíamos llegado a la puerta principal cuando sentimos la doble explosión en el subsuelo. Cuando salimos de la casa y llegamos al jardín de la entrada, ya salía humo blanco del sótano.
—Fósforo blanco —dijo Nightingale.
Se oyó un débil chillido en el interior. No era humano, pero casi.
—¿Ha oído eso? —le pregunté a Nightingale.
—No —negó—. Y tú tampoco lo has oído.
Los alterados vecinos acudieron en masa, preocupados por el valor de sus propiedades, pero Nightingale les enseñó sus credenciales.
—No se preocupen; hemos comprobado que no había nadie dentro —dijo—. Ha sido una suerte que pasáramos por aquí.
El primer camión de bomberos no tardó ni tres minutos en llegar y nos hicieron salir de la casa. Para la Brigada de Incendios, sólo hay dos tipos de personas: víctimas y estorbos y, cuando ellos aparecen, lo mejor es marcharse para no acabar en ninguno de los dos grupos.
Frank Caffrey llegó al lugar e intercambió miradas con Nightingale. Luego fue en busca del jefe de los bomberos para recabar información. No fue necesario que Nightingale me explicara cómo terminaría aquello: en cuanto los bomberos hubieran extinguido las llamas, Frank, como agente de Investigación de Incendios, examinaría el lugar, encontraría un motivo plausible para la explosión y destruiría todas las pruebas que pudieran apuntar en sentido contrario. Sin duda alguna, se tomarían medidas igualmente discretas para hacer desaparecer los cadáveres del sótano, y todo quedaría como un incendio ordinario. Seguramente habría sido por culpa de un fallo en el sistema eléctrico, qué suerte que no hubiera nadie en la casa, estaría bien que todo el mundo tuviera un detector de incendios en casa, ¿verdad?
Y es así, señoras y señores, como acabamos con los vampiros en la ilustre ciudad de Londres.
Me cuesta explicar lo que sentí cuando por fin lo conseguí. Aun antes de lograr mi primer hechizo, me di cuenta de que ya faltaba poco. Como un motor de coche que arranca en una mañana fría, notaba que algo se ponía en marcha dentro de mi cerebro. Cuando ya llevaba una hora de práctica, me detuve, respiré hondo y abrí la mano.