Sin embargo, parecía sentir cierta debilidad por Lesley, así que en esta ocasión todo fue mucho más rápido. En cuanto hubimos terminado, nos metieron en un coche de paisano y nos llevaron a Belgravia. Nightingale y Seawoll nos escucharon en una anónima sala de reuniones en la que nadie tomaba notas, pero, por lo menos, nos ofrecieron un té.
Seawoll miraba a Lesley con rabia; no estaba contento. Lesley me miraba con rabia a mí; no estaba contenta de que Seawoll no estuviera contento. Nightingale estaba simplemente distraído; tan sólo mostró algún interés cuando le expliqué mis impresiones sensoriales previas al ataque. Después de la reunión fuimos todos al tanatorio de Westminster, donde, sorprendentemente, tanto Seawoll como Stephanopoulos asistieron a la autopsia. Lesley y yo nos esforzamos por quedarnos atrás, con la esperanza de que no nos viesen.
El mensajero yacía sobre la mesa, con el rostro desollado de una manera que había llegado a resultarnos horriblemente familiar. El doctor Walid explicaba su conclusión: que, de alguna manera, una persona o personas desconocidas habían engañado a la víctima para que se transformara el rostro con magia y luego lo habían mandado a atacar a otras personas seleccionadas al azar. La detective sargento Stephanopoulos le lanzó una mirada penetrante a Seawoll al oír la palabra «magia», pero su jefe meneó la cabeza con un breve movimiento que se podía interpretar como: «Después. Aquí no.»
—Se llamaba Derek Sampwell —dijo el doctor Walid—. Veintitrés años, nacionalidad australiana. Llevaba tres años en Londres. Sin antecedentes. El análisis del cabello ha revelado que fumó marihuana con frecuencia intermitente durante los últimos dos años.
—¿Sabemos por qué fueron a por él? —preguntó Seawoll.
—No —dijo Nightingale—. Aunque todos los casos parecen empezar con un sentimiento de agravio. A Coopertown le mordió la mascota de otra persona. A Shampwell le embistió un vehículo de motor mientras circulaba en bicicleta.
Seawoll miró a Stephanopoulos.
—Le atropelló un coche que luego se dio a la fuga, señor, en un punto del Strand, fuera del alcance de las cámaras de videovigilancia.
—¿Fuera del alcance de las cámaras? —preguntó Seawoll—. ¿En el Strand?
—Una posibilidad entre mil —dijo Stephanopoulos.
—May —ladró Seawoll sin volverse—, ¿crees que puede haber otros casos relacionados con éste?
—Aparte del incidente que Grant y yo presenciamos en ese cine, y del que tuvo lugar un momento antes de la muerte de Shampwell, he identificado quince casos en los que los perpetradores exhibieron niveles de violencia inusuales —dijo Lesley—. En todos los casos se trataba de personas sin antecedentes, sin historial psiquiátrico, y todos ellos tuvieron lugar en un radio de ochocientos metros en torno a Cambridge Circus.
—¿Y en cuántos casos podemos decir que el agresor era un… —Seawoll hizo una pausa— poseso?
—Tan sólo en los que se les cayó la cara —dijo Nightingale.
—Ya veo —dijo Seawoll—. El comisario no quiere que se hable de esto, así que la agente May seguirá contactando con el agente Grant tan sólo para la resolución de cuestiones de poca importancia, pero, si descubriera algo mínimamente relevante, lo que sea, contactará conmigo. ¿No te parece mal, Thomas?
—En absoluto, Alexander —dijo Nightingale—. Lo encuentro sumamente razonable.
—Los padres del chico llegarán mañana en avión —dijo el doctor Walid—. ¿Quieren que le cosa la cara?
Seawoll miró el cuerpo con rabia.
—Qué puta mierda —dijo.
Nightingale no dijo nada mientras conducía de regreso a la Locura, pero, cuando estuvimos al pie de las escaleras, se volvió hacia mí y me dijo que me fuese a la cama y durmiera bien. Le pregunté por lo que haría él y me dijo que iría a la biblioteca para trabajar en una investigación. Trataría de ver si le era posible descubrir la causa de los asesinatos. Le pregunté si podía ayudarle.
—Sólo tienes que estudiar más —me dijo—. Y aprender más rápido.
Mientras subía al piso de arriba, me encontré con Molly que bajaba. Se detuvo y me echó una mirada interrogadora.
—¿Y yo qué sé? —le dije—. Tú le conoces mejor que yo.
A nadie se le ocurriría contarle a su superior que el verdadero motivo para pedirle una conexión de banda ancha —a ser posible, con cable— es ver los partidos de fútbol. Todo el mundo le pediría una conexión de Internet para poder acceder directamente al HOLMES sin necesidad de contactar una y otra vez con Lesley May. Los partidos de fútbol, las películas colgadas en Internet y la consola multijuegos se dan por añadidura.
—¿Y eso implicaría introducir físicamente un cable en la Locura? —preguntó Nightingale cuando me aventuré a hacer la propuesta.
—Por eso se dice que funciona por cable —aclaré yo.
—Mano izquierda —dijo Nightingale, y yo, obediente, produje una luz fantasma con la mano izquierda—. Manténla activa —pidió Nightingale—. No podemos permitir que nada entre físicamente en el edificio.
Había llegado al punto en el que podía hablar mientras mantenía activa una luz fantasma, aunque tenía que esforzarme mucho para fingir que lo hacía con facilidad.
—¿Por qué no?
—Hay una serie de barreras entretejidas en torno al edificio —dijo Nightingale—. Las pusieron por última vez después de que se instalaran las actuales líneas telefónicas, en 1941. Si establecemos una nueva conexión física con el exterior, crearemos un punto débil.
En ese momento dejé de fingir que no estaba haciendo ningún esfuerzo y me concentré en mantener activa la luz fantasma. Sentí un gran alivio cuando Nightingale me ordenó que lo dejara.
—Bien —dijo—. Creo que estás casi preparado para intentar la siguiente forma.
Dejé que la luz fantasma se apagara y aguanté la respiración. Nightingale se acercó al banco que teníamos al lado. Encima de éste se encontraba mi móvil desmontado y un microscopio que había encontrado dentro de un estuche de caoba guardado en uno de los armarios.
Nightngale tocó el tubo de latón y laca negra.
—¿Sabes lo que es esto? —me preguntó.
—Un microscopio Charles Perry nº 5 original —expliqué—. Lo había visto en Internet. Construido en 1932. —Nightingale asintió y se agachó para examinar el interior de mi móvil.
—¿Crees que esto lo hizo la magia?
—Sé que fue la magia —dije—. Pero no sé cómo, ni por qué.
Nightingale parecía incómodo.
—Peter —dijo—, no eres el primer aprendiz de mente inquisitiva, pero no quiero que eso se interponga en el cumplimiento de tus deberes.
—Sí, señor —repliqué—. Voy a dejar esas cuestiones para mi tiempo libre.
—Estás a punto de hablarme de las cocheras —dijo Nightingale.
—¿Señor?
—Para la conexión por cable —dijo Nightingale—. Las barreras más potentes molestaban a los caballos y por eso no pusimos en las cocheras. Estoy seguro de que esa conexión por cable de la que me has hablado sería muy útil.
—Sí, señor.
—Para todo tipo de entretenimientos —siguió diciendo Nightingale.
—Señor…
—Y ahora —dijo Nightingale—, la siguiente forma.
Impello
…
No sabía si el primer piso del edificio de cocheras se habría construido al mismo tiempo que la mansión —tal vez para alojar a los criados— y luego habían unificado el espacio durante los años veinte, o si, por el contrario, habían añadido un techo intermedio sobre el garaje al cubrir la puerta antigua. En algún momento, alguien había instalado una bella escalera de caracol junto a la pared que daba al patio. Estaba hecha con hierro forjado. La primera vez que subí me llevé una sorpresa: aproximadamente un tercio del tejado que daba al sur estaba acristalado. El cristal estaba sucio por fuera y algunas de las lunas se habían agrietado, pero la luz que entraba era suficiente para que pudiera verse un montón de variados objetos cubiertos por varias capas de polvo. A diferencia de las del resto de la Locura, las capas de polvo que había allí eran gruesas. No creo que Molly hubiera entrado nunca a limpiar.
Por si no hubieran sido indicio suficiente la
chaise longue
, el biombo chino, las mesillas desiguales y la gran variedad de cuencos de cerámica para frutas que se distinguían bajo el polvo, también encontré un caballete y una caja llena de pinceles de pelo de ardilla que se habían quedado rígidos por la falta de uso. Alguien había empleado aquella sala como estudio, a juzgar por las botellas de cerveza vacías alineadas junto a la pared meridional. Debían de haber sido aprendices como yo… o, si no, un mago que tenía un serio problema con el alcohol.
Encontré una serie de lienzos al óleo amontonados en una esquina y cuidadosamente envueltos en papel de estraza. Entre éstos había algunas de naturalezas muertas y un retrato de aspecto
amateur
de una joven cuya incomodidad era palpable a pesar de la torpe ejecución. El siguiente era mucho más profesional: un gentilhombre de la época eduardiana reclinado en la misma silla de mimbre que había encontrado poco antes bajo una capa de polvo. El hombre sostenía un bastón con puño de plata, y por un momento pensé que tal vez se tratara de Nightingale, pero era un hombre mayor, y sus ojos eran de un intenso color azul. ¿Podía ser el padre de Nightingale? El siguiente cuadro, probablemente del mismo pintor, era un desnudo, y el tema me sorprendió tanto que lo coloqué bajo el tragaluz para verlo mejor. No, no me había equivocado. Era Molly, pálida y desnuda, reclinada sobre la
chaise longue
. El retrato miraba más allá del lienzo con ojos lánguidos. Había metido la mano en un cuenco lleno de cerezas que tenía a su lado sobre una mesa. Al menos, yo tenía la esperanza de que fuesen cerezas. La pintura era de estilo impresionista, y por ello los trazos eran enérgicos y no permitían verlo bien. Indudablemente eran cosas pequeñas y rojas, del mismo color que los labios de Molly.
Envolví otra vez cuidadosamente las pinturas y las coloqué en el mismo sitio donde las había encontrado. Inspeccioné la sala en busca de indicios de podredumbre y carcoma, y de cualquier otro de los procesos que hacen que las vigas de madera se corroan y se vuelvan peligrosas. Descubrí una puerta de carga cerrada que aún se encontraba en la pared que daba al patio y, montada sobre ésta, una pequeña grúa. Probablemente había servido para subir el heno de los caballos.
Al acercarme para comprobar si aún estaba bien, vi la pálida faz de Molly en una de las ventanas de arriba. No sé qué es lo que me resultó más extraño: que alguien hubiera logrado convencerla para que se quitase la ropa de criada, o que no hubiera cambiado de aspecto durante los últimos setenta años. Se marchó, aparentemente sin haberme visto. Me volví y seguí curioseando por la habitación.
Pensé que sería un buen lugar.
En un momento u otro, la mayoría de los familiares de mi madre se habían ganado la vida a base de limpiar oficinas. Para cierta generación de inmigrantes africanos, las tareas de limpieza en oficinas fueron parte de su cultura, igual que la circuncisión masculina e ir a favor del Arsenal. Mi madre también había trabajado en eso durante un tiempo y me llevaba consigo para no tener que pagar a una canguro. Las madres africanas que se llevan a sus niños al trabajo cuentan con que el niño también trabaje, de modo que aprendí muy pronto a usar la escoba y los trapos para los cristales de las ventanas. Así que al día siguiente, después de las prácticas, regresé a la cochera con un paquete de guantes Marigold y mi aspiradora Numatic de Uncle Tito. No sé si lo sabéis, pero una diferencia de consumo de 1.000 vatios puede ser muy importante cuando hay que asear una habitación. Sólo tenía que estar atento a no abrir un desgarrón en la urdimbre espaciotemporal del Universo. Busqué limpiadores de ventanas por Internet, y un par de rumanos que no paraban de discutir sacaron brillo a los tragaluces mientras yo montaba una polea en la grúa, a tiempo para subirme el televisor junto con la nevera.
Tuve que esperar una semana para que me instalaran el cable, por lo que seguí con mis prácticas y empecé a precisar la ubicación de Padre Támesis.
—Búscalo. Será un buen ejercicio para ti —había dicho Nightingale—. Así adquirirás sólidos conocimientos sobre el folclore del valle del Támesis.
Le pedí que me diera una pista, y me respondió que recordara que Padre Támesis había sido tradicionalmente un espíritu peripatético. Busqué esta última palabra con el Google y me salió que quería decir «que camina o se desplaza, itinerante», con lo que no avancé mucho. De todas maneras, tuve que reconocer que mis conocimientos sobre el folclore del valle del Támesis sí se estaban ampliando. Casi todo lo que aprendía eran datos contradictorios entre sí, pero estaba seguro de que me servirían de algo la próxima vez que participara en un juego de preguntas y respuestas en un pub.
Para celebrar mi reentrada en el siglo
XXI
, encargué una pizza e invité a Lesley para que contemplara mis logros. Me tomé un largo baño en una bañera de porcelana con patas en forma de garras que ocupaba buena parte de lo que habían sido los baños comunitarios de mi piso y me juré a mí mismo, no por primera vez, que haría instalar una ducha. No soy presumido, pero de vez en cuando me gusta ponerme guapo, aunque, como la mayoría de los polis, no suelo emperifollarme, de acuerdo con el principio de que más vale no llevar nada en el cuello con lo que te puedan estrangular. Traje varias Becks porque sabía que a Lesley le gustaba la cerveza embotellada, y me puse cómodo para ver Sports TV mientras esperaba.
Entre las muchas innovaciones modernas que había introducido en la cochera había un interfono instalado en la puerta lateral del garaje. Así, cuando Lesley llegó, pude abrirle desde arriba.
Abrí la puerta y la esperé en lo alto de la escalera de caracol. Había venido con compañía.
—Le he dicho a Beverley que viniera —dijo Lesley.
—Ah, ya —dije yo.
Les ofrecí cerveza.
—Quiero que quede muy claro que nada de lo que coma o beba mientras me encuentre aquí me someterá a ninguna obligación —expuso Beverley—. Y esta vez no me salgas con tonterías.
—Está bien —acepté—. Come, bebe, sin obligaciones. Palabra de
boy-scout
.
—Por tu poder —dijo Beverley.
—Te lo juro por mi poder —dije.
Beverley agarró una cerveza, se arrojó sobre el sofá, buscó el mando a distancia y empezó a saltar de un canal a otro.