—¿Piensas que tenemos algún motivo para temerlas? —preguntó Oxley.
—No creo que merezca la pena correr el riesgo —dije—. Además, estoy seguro de que se podría llegar a un acuerdo.
—¿Una excursión en autocar, quizá? —preguntó Oxley—. ¿Tendremos que llevar pasaporte?
Aunque tal vez estéis convencidos de lo contrario, a la mayoría de la gente no le gusta pelear, sobre todo cuando la victoria no es clara. Una turba hará pedazos a un solo individuo, un hombre con una pistola y una noble causa matará con placer a mujeres y niños en cantidad. Pero arriesgarse a una pelea de desenlace incierto… no es tan fácil. Por eso vemos a esos jóvenes cabreados que hacen el número de «ni-se-os-ocurra-agarrarme» con la desesperada esperanza de que alguien los quiera lo suficiente como para agarrarles. Todo el mundo se alegra cuando llega la policía, porque tendremos que salvarles, tanto si quieren como si no.
Oxley no era un joven cabreado, pero me di cuenta de que estaba igualmente interesado en encontrar a alguien que lo agarrase. ¿O tal vez era su padre quien tenía ese interés?
—Tu padre… —dije—, ¿qué es lo que quiere en realidad?
—Lo que quiere todo padre —dijo Oxley—. El respeto de sus hijos.
Estuve a punto de decirle que no todos los padres se merecen respeto, pero me las arreglé para mantener el pico cerrado y, además, no todo el mundo ha tenido un padre como el mío.
—Estaría muy bien si todos nos tranquilizáramos un poco —dije—. Sólo hay que mantener la calma mientras el inspector y yo buscamos una solución.
Oxley levantó los ojos.
—Es primavera —dijo—. Hay muchas distracciones más arriba de Richmond.
—Es la época en la que nacen los corderos —dije—. Y no sólo eso.
—No eres lo que yo esperaba —soltó Oxley.
—¿Qué era lo que esperabas?
—Esperaba que Nightingale eligiese a una persona que se le pareciera más —expuso Oxley—. ¿De clase alta?
—Una persona sólida —dijo Isis, adelantándose a su marido—. Trabajadora.
—Mientras que tú —dijo Oxley— eres un hombre astuto.
—Mucho más parecido a los magos que conocíamos antes —dijo Isis.
—¿Y eso es bueno? —pregunté.
Oxley e Isis se rieron.
—No lo sé —dijo Oxley—. Pero será interesante descubrirlo.
Me resultó extrañamente difícil salir de la feria. Las piernas me pesaban, como si hubiera estado caminando dentro de una piscina. Sólo cuando llegamos al Jaguar y los sonidos de la feria se perdieron en la lejanía, tuve la sensación de haber escapado.
—¿Qué me ha sucedido? —le pregunté a Nightingale mientras subíamos al coche.
—
Seducere
—dijo—. La compulsión, o, si prefieres decirlo con una palabra de origen escocés, el
glamour
. Según Bartholomew, un gran número de criaturas sobrenaturales lo practica a modo de autodefensa.
—¿Y cuándo aprenderé yo a hacer lo mismo? —pregunté.
—Dentro de unos diez años —contestó—. Contando con que avances rápido.
Mientras regresábamos por Cirencester en dirección a la M4, le conté a Nightingale mi encuentro con Oxley.
—Es el ayudante del Anciano, ¿verdad que sí? —pregunté.
—Si quieres decir su
consiliarius
, su consejero —dijo Nightingale—, entonces, sí. Probablemente es el segundo más importante del campamento.
—Usted sabía ya que había hablado conmigo, ¿no?
Nightingale se detuvo para ver cómo estaba el tráfico antes de entrar en la carretera principal.
—Él se encarga de presionar para conseguir una posición más ventajosa —confirmó—. Te ha dado el bizcocho Battenberg, ¿verdad?
—¿Tendría que haberlo rechazado?
—No —dijo Nightingale—. No creo que trate de aprisionarte mientras te halles bajo mi protección, pero no podemos guiarnos siempre por el sentido común cuando tratamos con esa gente. No tiene ningún sentido que el Anciano, así de pronto, trate de asaltar el curso bajo del río. Ahora que has hablado con los dos… ¿qué es lo que piensas?
—Ambos gozan de genuino poder —dije—. Pero la sensación que transmiten es distinta. Es evidente que el de ella procede del mar, del puerto y todo eso. El de él procede de la tierra, y del clima, y de los leprechauns, y los cristales, creo yo.
—Así se explicaría por qué la frontera entre ambos se halla en la esclusa de Teddington —señaló.
Teddington está en el límite del curso afectado por las mareas, de la parte del Támesis que se encuentra bajo la administración directa del puerto de Londres… dije que no me parecía una coincidencia.
—¿Estoy en lo cierto? —pregunté.
—Creo que sí —dijo—. Es posible que siempre haya habido una separación entre el trecho de río afectado por las mareas y el trecho superior. Tal vez ése fuera el motivo por el que Padre Támesis tuvo tan poca dificultad en abandonar la ciudad.
—Oxley apuntó la posibilidad de que el Anciano no quiera saber nada de la ciudad —expliqué—. Que tan sólo quiera que le muestren respeto.
—Tal vez quedaría satisfecho con una ceremonia —dijo Nightingale—. Con un voto feudal, quizá.
—¿Qué es eso?
—Un juramento de lealtad feudal —indicó Nightingale—. El vasallo jura lealtad y obediencia a su señor, y el señor le da su palabra de que lo protegerá. Así es como se organizaban las sociedades medievales.
—Todo esto se va a poner medieval de verdad si tratamos de obligar a Mamá Támesis a jurarle lealtad y obediencia a alguien —opiné—. Y todavía más si ese alguien es Padre Támesis.
—¿Estás seguro? —preguntó Nightingale—. Sería un acto puramente simbólico.
—¿Simbólico? Todavía peor —respondí—. Lo entenderá como una humillación gratuita. Se ve a sí misma como la dueña de la ciudad más grande de la Tierra y no piensa rebajarse frente a nadie. Y todavía menos frente a un palurdo que vive en una caravana.
—Qué lástima que no podamos casarlos —dijo Nightingale.
Ambos nos reímos de buena gana y dejamos atrás Swindon.
Tan pronto como estuvimos en la M4, le pregunté a Nightingale de qué había hablado con el Anciano.
—Mi contribución a la conversación ha sido, en el mejor de los casos, superficial —dijo Nightingale—. En buena medida, he hablado de cuestiones técnicas: sobreexplotación de las aguas subterráneas, ciclos de demora en los acuíferos y coeficientes de cuencas hidrográficas agregadas. Parece ser que todos esos factores van a afectar la manera en que el agua bajará durante este verano.
—Si pudiera retroceder doscientos años y tener la misma conversación —dije—, ¿de qué me habría hablado entonces el Anciano?
—De las flores que florecían —dijo Nightingale—. De la clase de invierno que habíamos tenido… del vuelo de los pájaros en una mañana de primavera.
—¿Habría sido el mismo Anciano?
—No lo sé —contestó Nightingale—. Era el mismo en 1914, eso sí te lo puedo decir.
—¿Y cómo lo sabe?
Nightingale vaciló, y luego dijo:
—No soy tan joven como parezco.
Mi teléfono sonó. Me habría gustado ignorarlo, pero la canción que se activó era
That’s Not My Name
, y eso quería decir que la que me llamaba era Lesley. Le respondí y me preguntó dónde diablos nos habíamos metido. Le dije que estábamos pasando por Reading.
—Ha habido otro —dijo.
—¿Muy grave?
—Grave de verdad —informó.
Puse la luz de emergencia sobre la capota, Nightingale aceleró y nos lanzamos a casi doscientos kilómetros por hora en dirección al centro de Londres mientras el sol se ponía a nuestras espaldas.
Había tres coches de bomberos aparcados en Charing Cross Road y el tráfico se había detenido hasta Parliament Square y Euston Road. Llegamos a St. Martin’s Court y sentimos el olor del humo, y oímos el parloteo y los gritos de las radios de emergencia. Lesley nos salió al encuentro cuando llegábamos al cordón policial y nos dio trajes antisépticos. Mientras nos cambiábamos, vi que la mitad de la entrada del J. Sheekey se había quemado y que los equipos forenses habían plantado tres tiendas en el callejón. Tres cuerpos, por lo menos.
—¿Cuánta gente hay dentro? —preguntó Nightingale.
—No queda nadie —dijo Lesley—. Todos se marcharon por las salidas de emergencia… sólo tienen heridas leves.
—Menos mal —dijo Nightingale—. ¿Estás segura de que este caso nos compete?
Lesley asintió con la cabeza y nos llevó hasta la primera tienda. Una vez dentro, vimos que el doctor Walid había llegado antes que nosotros y se había agachado junto al cadáver de un hombre envuelto en la característica túnica de color azafrán de los devotos de Hare Krishna. El cuerpo estaba echado de espaldas en el mismo sitio donde había caído, con las piernas rectas y los brazos abiertos como si hubiera participado en uno de esos ejercicios para fomentar la confianza en los que te dejas caer hacia atrás, con la diferencia de que nadie había detenido su caída. Su rostro era la misma ruina sanguinolenta que habíamos visto antes en Coopertown y en el mensajero.
La pregunta se respondía por sí misma.
—Y esto no es lo peor —dijo Lesley, y señaló a la segunda tienda.
En ésta había dos cuerpos. El primero pertenecía a un hombre de piel oscura vestido con una levita negra. Tenía el cabello hecho manojos y acartonado por la sangre seca. Le habían asestado un golpe lo bastante fuerte como para agrietarle el cráneo y dejar al descubierto una parte de su cerebro. El segundo cuerpo era de otro devoto de Krishna. Un buen samaritano que pasaba por allí le había puesto de lado para ver si así se recuperaba, pero, como la cara le había reventado, no le había servido de nada.
Sentí un pálpito sordo en los oídos y noté que me faltaba el aliento. La sangre, probablemente por el golpe que le había dado el otro hombre, se había derramado sobre la túnica del devoto y había teñido con formas diversas la tela anaranjada. El interior de la tienda de los forenses era asfixiante y empecé a sudar bajo el traje antiséptico. Nightingale hizo una pregunta, pero no me enteré de la respuesta de Lesley. Salí de la tienda, me subió el vómito a la boca, me lo volví a tragar y tropecé con la cinta del cordón policial y, con gran sorpresa por mi parte, logré evitar que el bizcocho Battenberg volviera a subirme hasta arriba.
Me limpié la boca con la fría manga de plástico del traje antiséptico y me apoyé contra la pared. Frente a mí había un cartel del Teatro Noël Coward en el que se anunciaba una farsa titulada:
Down With Kickers
!
Las dos víctimas con el rostro a medio despegar significaban que la «posesión» había afectado a dos personas al mismo tiempo. Todavía faltaba una tienda. Me pregunté si podía ser peor.
Una pregunta estúpida.
El cuarto de los cuerpos estaba sentado, con las piernas cruzadas, pero como un niño, no como un yogui, por mucho que las manos reposaran sobre las rodillas con las palmas vueltas hacia arriba. Tenía las ropas empapadas en sangre, y los hombros y los brazos cubiertos de jirones de piel sanguinolentos. Su cabeza había desaparecido. En lugar del cuello le había quedado un muñón de carnes desgarradas. Vislumbré un reflejo blanquecino entre los restos de músculo… me imaginé que debía de ser la columna vertebral.
Seawoll nos había esperado en la tienda. Gruñó cuando Lesley nos hizo pasar.
—Aquí hay alguien que se cachondea de nosotros.
—Esto se está agravando —dije.
Nightingale me lanzó una mirada penetrante, pero no me dijo nada.
—Pero ¿qué es lo que se agrava? —preguntó Lesley—. ¿Y cómo es que no podéis detenerlo?
—Porque no sabemos de qué se trata, agente —dijo Nightingale con frialdad.
Había un gran número de testigos y sospechosos, y de personas que colaboraban con la policía en su investigación. Nos separamos en parejas a fin de interrogarlos lo más rápido posible. Yo trabajé con Seawoll, mientras que Nightingale lo hizo con Lesley. Así habría siempre alguien que pudiera reconocer un
vestigium
si éste le golpeaba en la cara. La sargento Stephanopoulos se encargaba de reunir las pruebas materiales y examinar las grabaciones de las cámaras de videovigilancia.
En cierta manera, podía considerarse un privilegio ver trabajar a Seawoll. Era mucho menos intimidatorio con los sospechosos que con sus colegas de profesión. Las técnicas que empleaba en el interrogatorio eran suaves… no se hacía el simpático, siempre era formal, pero nunca levantaba la voz. Yo tomaba notas.
La secuencia de acontecimientos, tal como la reconstruimos, nos resultaba desoladoramente familiar, pero se había producido a una escala mucho mayor que en los casos precedentes. Todo había sucedido en una agradable tarde de domingo primaveral y St. Martin’s Court estaba bastante lleno. El Close es un callejón peatonal en el que se encuentran tres entradas de artistas distintas, la puerta trasera del Brown y el célebre J. Sheekey’s Oyster Bar. Es el bar donde la gente del teatro va a tomarse un café y a fumarse un buen cigarro entre representaciones. El J. Sheekey tiene una gran importancia en la cultura teatral, y no es de extrañar, porque sirve comidas a altas horas de la noche a poca distancia de los teatros más famosos del West End. Cuenta con porteros uniformados que visten chisteras y levitas negras, y fueron éstos los que empezaron el problema de aquella tarde.
A las dos y cuarenta y cinco, más o menos al mismo tiempo que yo tomaba el té con Oxley e Isis, seis miembros de la Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna entraron en el Close desde Charing Cross Road. Era un recorrido habitual para los
bhaktas
, los devotos que aspiran a elevarse hasta el dios, en su camino desde Leicester Square hasta Covent Garden. Los guiaba Michael Smith —confirmamos su identidad mediante las huellas digitales—, adicto al crack, alcohólico, ladrón de coches y sospechoso de violación ya reformado. Había llevado una vida irreprochable desde que, varios meses antes, se había unido al movimiento. ISKCON —porque a la Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna le gusta que se les conozca por sus siglas en inglés— sabe muy bien que la línea entre llamar la atención y provocar la hostilidad activa de los transeúntes es muy delgada. Su objetivo es que los cantos y danzas en el espacio público atraigan a potenciales conversos al movimiento sin provocar confrontaciones. Así, el «tiempo de permanencia» en cada uno de los lugares por donde pasan tiene que calcularse cuidadosamente para evitar problemas. Michael Smith tenía un don especial para calcular el máximo que podían permitirse los devotos, y por eso aquella tarde él guiaba a la hilera de color azafrán.