Ríos de Londres (22 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

BOOK: Ríos de Londres
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El hombre tenía abundante cabello negro, peinado en copete con brillantina, y unas patillas largas que habían estado de moda cuando mi padre tocaba con Ted Heath a finales de los cincuenta. Tenía una escopeta de calibre doce totalmente ilegal apoyada en el costado de la caravana.

—Por la tarde —dijo Nightingale, y pasó de largo frente a él.

El hombre asintió.

—Por la tarde —repitió.

—Tenemos buen tiempo —continuó Nightingale.

—Soy del mismo parecer —dijo el hombre con un acento que debía de ser irlandés, o galés, no estoy seguro, pero indudablemente céltico.

Sentí que se me erizaban los cabellos de la nuca. Los policías de Londres no se meten en un campamento de vagabundos si no es con un furgón repleto de antidisturbios listos para intervenir. De otro modo, los vagabundos se lo tomarían como una falta de respeto.

Las caravanas formaban un semicírculo en torno a la feria propiamente dicha. Allí, las grandes bestias del mundo de las atracciones rugían y bramaban y aullaban
I Feel Good
, de James Brown. Todos los policías sabemos que las ferias ambulantes de Gran Bretaña se hallan bajo el control de los
showmen
, una serie de familias emparentadas entre sí con tal espíritu de clan que se han constituido oficialmente en grupo étnico. Sus apellidos estaban pintados sobre los camiones generadores y en lo alto de las vallas desmontables. Conté, por lo menos, seis nombres distintos en seis atracciones distintas, y otra media docena mientras caminábamos por la feria. Parecía que cada una de las familias se hubiera traído su propia atracción a la feria de Trewsbury Mead.

Unas muchachas flacas pasaron corriendo por nuestro lado entre risas y cabelleras pelirrojas. Sus hermanas mayores se exhibían en minúsculos shorts blancos, tops de bikini y botas de tacón alto, y observaban a los chicos mayores por entre sus pestañas Max Factor y el humo de sus cigarrillos. Los muchachos trataban de disimular su nerviosismo haciéndose los machitos o subiendo a las atracciones con fingida indiferencia. Sus madres trabajaban en cabinas decoradas con retratos mal hechos de las estrellas de cine de la década anterior y engalanadas con banderas y con advertencias de seguridad. No parecía que nadie tuviera que pagar por las atracciones ni por el algodón de azúcar. Tal vez por eso estaban tan alegres los niños.

La feria propiamente dicha constituía un segundo semicírculo y en su centro había un corral de madera desbastada como los que suelen aparecer en las películas del Oeste y, en el centro de éste, la fuente del poderoso río Támesis. Me pareció un estanque pequeño con patos. Y de pie junto a la cerca se hallaba el Anciano del Río en persona.

En otro tiempo había habido una estatua del Padre Támesis en el Mead. Ahora se encuentra en el trecho de río que pasa por Lechlade, donde la presencia de agua es más constante. Representa al Padre Támesis como un anciano musculoso con una barba a lo William Blake, reclinado sobre un pedestal con una pala al hombro, y cajas y fardos a sus pies: los frutos de la industria y el comercio. Hasta yo soy capaz de reconocer los productos de una mentalidad imperial, así que no esperaba que fuese una representación fiel. Pero, aun así, habría esperado una figura más imponente que la del hombre de la cerca.

Era bajo y tenía la cara chupada, dominada por una nariz picuda y una frente salida. Se veía viejo, de setenta y pico por lo menos, pero tenía cierto vigor nervudo en la manera de moverse, y sus ojos eran grises y brillantes. Vestía un traje cruzado de color negro grisáceo, pasado de moda. Llevaba la chaqueta desabrochada y dejaba a la vista un chaleco de terciopelo rojo, un reloj de latón con cadenilla y un pañuelo de bolsillo plegado, de color amarillo claro como el de un narciso en primavera. Tenía encasquetado en la cabeza un sombrero Homburg estropeado, bajo el que asomaban mechones de cabello blanco, y un cigarrillo le colgaba de los labios. Estaba de pie, apoyado en la cerca, con un pie sobre el travesaño más bajo, y le hablaba entre dientes a un compinche, uno de los varios ancianos sospechosamente vigorosos que compartían la valla con él, que hacían gestos en dirección a la charca o tomaban largas caladas de sus cigarros.

Levantó la mirada cuando nos acercamos. Antes de darse cuenta de mi presencia, vio a Nightingale y frunció el ceño. Sentí que la fuerza de su personalidad me arrastraba: me llegó un eco a cerveza y partidas en la bolera, olor a estiércol de caballo y veladas en el pub hasta bien entrada la noche, el calor del hogar y mujeres sin complicaciones. Por suerte, había practicado con Mamá Támesis y me había preparado mentalmente durante el trayecto, porque, si no, habría ido directo hacia él y le habría ofrecido todo lo que llevaba en la cartera. Padre Támesis me guiñó el ojo y volcó toda su atención hacia Nightingale.

Padre Támesis gritó un saludo en un idioma que habría podido ser skelta, o galés, o incluso el genuino gaélico anterior a la llegada de los romanos. Nightingale le respondió en la misma lengua y yo me pregunté si también tendría que aprenderla. Los compinches del anciano hicieron sitio junto a la cerca… pero noté que se lo hacían a una sola persona. Nightingale se acercó al Padre Támesis y ambos se estrecharon la mano. Por su estatura y su traje elegante, Nightingale parecía el señor de la mansión que baja a charlar con los plebeyos. Pero la manera como Padre Támesis le dio la mano no expresaba ninguna deferencia.

Padre Támesis llevó casi todo el peso de la conversación. Daba énfasis a sus palabras con giros y torsiones de los dedos. Nightingale se apoyó deliberadamente en la valla para disimular la diferencia de estatura, y noté que asentía y se reía entre dientes en los momentos oportunos.

Se me ocurrió acercarme para entender mejor lo que decían, pero, entonces, uno de los hombres más jóvenes que se hallaban en la cerca me miró a los ojos. Era más alto y robusto que Padre Támesis, pero tenía los mismos brazos nervudos y el mismo rostro alargado.

—No te molestes —dijo—. Van a necesitar como mínimo media hora para los cumplidos. —Me tendió una mano grande y encallecida—. Me llamo Oxley.

—Peter Grant —dije yo.

—Ven, te presentaré a mi esposa.

La esposa era una mujer bonita de cara redonda y ojos negros y llamativos. Nos recibió en el umbral de una modesta caravana de los años sesenta, aparcada en su propio y reducido espacio a la izquierda de la feria.

—Mi mujer, Isis —dijo Oxley, y después a ella—:Te presento a Peter, el nuevo aprendiz.

Me dio la mano. Su piel era cálida y tenía la misma perfección irreal que ya había notado en Beverley y en Molly.

—Mucho gusto —me dijo. Hablaba con un acento al más puro estilo Jane Austen.

Nos sentamos en sillas plegables, en torno a una mesa de juego con tablero de linóleo agrietado. La adornaba un único narciso puesto en un jarrón estrecho de cristal estriado.

—¿Te apetece un té? —preguntó Isis, y, al darse cuenta de que yo dudaba, me dijo—:Yo, Anna Maria de Burgh Coppinger Isis, juro solemnemente por la vida de mi esposo —a Oxley se le escapó una risilla al oírlo— y por las posibilidades futuras del equipo de remeros de Oxford, que nada de lo que tomes en mi casa supondrá para ti ningún tipo de obligación. —Se puso los dedos sobre el corazón y me sonrió como una niña pequeña.

—Gracias —dije—. Sí, un té me vendría bien.

—Me doy cuenta de que te estás preguntando cómo nos conocimos —indicó Oxley.

Yo me di cuenta de que le apetecía contarme esa historia.

—Me imagino que ella se cayó al río —expuse.

—Imaginas mal, señor —señaló Oxley—. En esos tiempos yo sentía una gran afición por el teatro, y a menudo me maqueaba y acudía a Westminster para el espectáculo nocturno. Entonces era como un pavo real, y me complazco en pensar que atraje muchas miradas de admiración.

—Tal era entonces cuando pasaba por el mercado de reses —aclaró Isis, que venía con el té.

Las tazas y la tetera eran de porcelana moderna: un diseño sobrio con un elegante borde de platino. Me di cuenta de que no tenía ni la más mínima muesca. Me asaltó la sospecha de que me trataban como a un VIP y me pregunté por qué.

—Puse los ojos en Isis por primera vez en el antiguo Theatre Royal de Drury Lane, el nuevo, que ardió poco más tarde. Yo frecuentaba el gallinero y ella se sentaba en un palco junto a su querida amiga Anne. Me hirió el amor, pero, ¡ay de mí!, Isis tenía ya un amante. —Calló un momento, suficiente para servir el té—. Aunque ese hombre se llevó un tremendo desengaño, te lo aseguro.

—Calla, amor mío —dijo Isis—. Eso no incumbe a este joven.

Agarré la taza de té. El líquido tenía un color muy pálido y reconocí el aroma del Earl Grey. Me llevé la taza a los labios y dudé, pero la confianza tiene que empezar en algún momento, así que me tomé un trago con resolución. Sí, era un té muy bueno.

—Pero soy como el río —dijo Oxley—. Me muevo pero siempre estoy ahí.

—Menos cuando hay sequía —replicó Isis al tiempo que me ofrecía una porción de bizcocho Battenberg.

—Siempre estoy acechando bajo la superficie —explicó Oxley—, incluso entonces ya lo hacía. Su amigo tenía una casa con mucho encanto en Strawberry Hill, un lugar bello. En esos tiempos no estaba circundado por casas adosadas de falso estilo Tudor. Si has visto ese lugar, sabrás que está edificado como un castillo, y mi Isis era una princesa cautiva en su torre más alta.

—Más bien había ido allí a pasar un largo fin de semana con una amistad —explicó Isis.

—La ocasión se me presentó cierto día en el que ofrecieron un gran baile de máscaras en el castillo —dijo Oxley—. Vestido con mis mejores atavíos, astutamente ocultos mis rasgos bajo una máscara de cisne, me colé por la puerta de la casa del comerciante y al poco me mezclé con las gentes de alta alcurnia que se hallaban dentro.

Pensé que, si tenían intención de capturarme, les bastaría con el té, así que no tendría problemas adicionales por comerme el bizcocho. Era comprado y tenía un sabor muy dulce.

—Fue un gran baile —dijo Oxley—. Señores y señoras y gentilhombres, arreglados todos ellos con vestidos Josefina y chalecos de terciopelo, y todos ellos con malos pensamientos que ocultaban tras la máscara. Y la más malvada de todos era mi Isis, aunque llevase la máscara de la reina de Egipto.

—Yo era Isis —aseveró Isis—. Como tú bien sabes.

—Así que me avancé con bravura y marqué su tarjeta para todos los bailes —dijo Oxley.

—Lo cual fue un atrevimiento y una afrenta —sentenció Isis.

—Te salvé de la patanería de gran número de pretendientes —observó Oxley.

Isis se cubrió la mejilla con la mano.

—Lo cual no puedo negar.

—Lo que siempre hay que tener en cuenta en las mascaradas es que al final de la noche hay que descubrirse el rostro —dijo Oxley—. Por lo menos si se encuentra uno entre gentilhombres. Pero yo había pensado…

—El que piense siempre es motivo de preocupación —aseguró Isis.

—¿Por qué tenía que terminar la mascarada? —preguntó Oxley—. Y, así como el hijo sucede al padre, permití que la acción sucediera al pensamiento y agarré a mi amada Isis, cargué a hombros con ella y me eché a correr a campo traviesa en dirección a Chertsey.

—Oxley —recalcó Isis—, este pobre muchacho es agente de la ley. No puedes contarle que me raptaste. Su honor le obligaría a arrestarte. —Me miró—. Te aseguro que estuve de acuerdo —dijo—. Me había casado dos veces y había sido madre, y sabía muy bien lo que quería.

—Es verdad que se reveló como una mujer experimentada —dijo y, para mi incomodidad, me guiñó el ojo.

—Nadie habría dicho que en otro tiempo fue tonsurado —dijo Isis.

—Fui un malísimo monje —dijo—. Pero aquélla era otra vida. —Dio unos golpecitos sobre la mesa—. Ahora que te hemos dado de comer y de beber, y te hemos aburrido hasta el hastío, ¿por qué no hablamos de cosas serias? ¿Qué es lo que quiere la Gran Señora?

—Tenéis que entender que mi papel es estrictamente el de un mediador —aclaré.

En realidad, cuando estaba en Hendon había seguido un cursillo sobre resolución de conflictos, y el truco consiste siempre en subrayar tu propia neutralidad al mismo tiempo que haces creer a ambos bandos que les favoreces en secreto. Habíamos hecho ejercicios de simulación y… era una de las pocas cosas en las que superaba a Lesley.

—Mamá Támesis tiene la sensación de que queréis expandiros más abajo de la esclusa de Teddington.

—Hay un solo río —dijo Oxley—. Y el Anciano del Río es él.

—Ella dice que abandonó la zona de mareas en 1858 —expliqué. Más exactamente, durante el Gran Hedor (fijaos en las mayúsculas), cuando las cloacas vertieron tal cantidad de porquería en el Támesis y Londres se vio asediada por un hedor tan fuerte que hasta el Parlamento se planteó su propio traslado a Oxford.

—Durante aquel verano, todos los que podían marcharse de Londres se marcharon —dijo Oxley—. No era lugar para hombres ni bestias.

—Mamá Támesis dice que no regresó —respondí—. ¿Es cierto?

—Sí, es cierto —afirmó Oxley—. Y, a decir verdad, el Anciano no ha amado nunca esta ciudad. No la ha amado desde que la ciudad mató a sus hijos.

—¿Qué hijos eran ésos?

—Sabes muy bien quiénes son —dijo Oxley—. Estaban Ty, y Fleet, y Effra. Todos ellos se ahogaron en una inundación de porquería y suciedad y, al final, ese hijoputa espabilado de Bazalgette les dio el golpe de gracia. Fue él quien construyó las cloacas. Yo lo conocí, ¿sabes?, un hombre imponente, con las patillas más impresionantes que se hayan visto desde los tiempos de William Gladstone. Le arreé una patada en el culo por hijoputa y asesino.

—¿Piensas que mató a los ríos?

—No —respondió Oxley—. Pero él los enterró. Tengo que reconocerles cierto mérito a las hijas de la Gran Señora, porque, sin duda alguna, deben de ser más duras que mis hermanos.

—Si no quiere la ciudad, ¿por qué trata de avanzar río abajo? —pregunté.

—Algunos de nosotros aún sentimos nostalgia por las luces brillantes —dijo Oxley, y le sonrió a su mujer.

—Yo me atrevería a decir que me gustaría ir de nuevo al teatro —dijo ella.

Oxley me llenó de nuevo la taza. En algún lugar, a mis espaldas, una voz chirriante gritó por megafonía:

—Que empiece la fiesta.

Se seguía oyendo la voz de James Brown: «
I feel nice, like sugar and spice

—¿Y queréis luchar contra las hijas de Mamá Támesis por ese privilegio?

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