Y por eso —según Willard Jones, antiguo socorrista de Llandudno y afortunado superviviente— todo el mundo se había sorprendido cuando se detuvieron frente a J. Sheekey’s y Michael Smith les dijo que hicieran ruido. De todas maneras, habían salido a la calle para hacer ruido y llamar la atención, así que se pusieron a ello.
—Un ruido armonioso —dijo Willard Jones—. En esta era de materialismo e hipocresía, no existe una forma de realización espiritual tan efectiva como el canto del maha-mantra. Es como el genuino grito de un niño que llama a su madre…
Siguió hablando en la misma línea durante un buen rato. Lo que no resultó nada armonioso fue el cencerro, que, según nos dijo Willard Jones, era un auténtico cencerro; lo sabía porque su padre y sus hermanos eran auténticos granjeros arruinados de las colinas galesas.
—Si alguna vez en su vida han oído un cencerro —dijo Jones—, sabrán que no se concibieron para emitir un sonido armonioso.
Hacia las dos cincuenta, Michael Smith había sacado un enorme cencerro que hasta ese momento había llevado oculto y había empezado a hacerlo sonar con vigorosos movimientos del brazo. El portero uniformado que estaba de guardia ese día era nativo de Gurcan Temiz, residente en Tottenham, vía Ankara. Como típico londinense que era, Gurcan tenía un generoso umbral de tolerancia para con las ocasionales faltas de consideración. Después de todo, quien vive en una gran ciudad no puede quejarse de que la gran ciudad sea una gran ciudad. Pero incluso esa tolerancia tiene un límite, y ese límite se llama «se-están-cachondeando-de-mí». Y hacer sonar un cencerro de grandes dimensiones frente al restaurante y molestar a los clientes constituía, sin duda alguna, un acto de cachondeo, así que Gurcan se adelantó para recriminarle sus acciones a Michael Smith. Este último le golpeó repetidamente con el cencerro en la cabeza y en los hombros. Según el doctor Walid, el último golpe fue el que lo mató. En cuanto Gurcan Temiz estuvo en el suelo, otros dos devotos, a saber, Henry MacIlvoy, empadronado en Wellington, Nueva Zelanda, y William Cattrington, empadronado en Hemel, Hampstead, se arrojaron sobre la víctima y se pusieron a arrearle puntapiés. No provocaron los daños que en otro caso podrían haber causado, puesto que los dos devotos calzaban sandalias blandas de plástico.
En ese mismo momento, un ingenio explosivo estalló tras la barra del J. Sheekey’s. La clientela, pese a consistir en una mezcla de gentes del teatro y turistas, evacuó el local de manera ordenada, pero también con rapidez. Los que lo abandonaron por las salidas de incendios de la parte de atrás se dispersaron por Cecil Court; los que atravesaron la puerta de entrada pasaron junto a los cadáveres de Gurcan Temiz, Henry MacIlvoy y William Cattrington, pues para entonces ya estaban todos muertos. Casi todos los que se marcharon por allí se dieron cuenta de la presencia de cadáveres y de sangre, pero fueron muy imprecisos acerca de los detalles. Tan sólo Willard Jones llegó a ver bien lo que le había sucedido a Michael Smith.
—De pronto se sentó en el suelo —dijo Jones—. Y entonces la cabeza le estalló.
Hay un par de factores terrenales que pueden hacerte estallar la cabeza, como, por ejemplo, un disparo de rifle de gran potencia. A la Brigada de Homicidios le llevó algún tiempo descartar esa posibilidad en el curso de la investigación. Entretanto, averigüé el motivo de la explosión que había tenido lugar dentro del J. Sheekey’s, y nos fue muy bien que lo averiguara, porque en ese momento la Brigada Antiterrorista y el MI5 habían empezado a meter las narices en el caso, y eso no nos interesaba.
Encontré la respuesta gracias a los experimentos que había iniciado, medio en secreto, después de que se me averiara el teléfono. Yo no tenía ninguna intención de emplear el portátil, ni ningún otro teléfono como conejillo de indias, así que fui de visita a Ordenadores para África, una ONG que repara ordenadores en mal estado y los envía al Tercer Mundo, y salí de allí con una bolsa llena de chips y una placa base. Sospecho que procedían de una Atari ST. Utilicé cinta adhesiva protectora para sujetar los chips sobre el banco en intervalos de veinte centímetros y, en cuanto estuvieron todos en su lugar, abrí la mano y proyecté una luz fantasma. El truco de las investigaciones científicas consiste en ir repitiendo un mismo experimento sin cambiar más de una variante cada vez, pero en este caso tuve la sensación de que controlaba la producción de luces fantasma hasta el punto de poder producirlas siempre con la misma intensidad. Durante un día entero, no hice otra cosa que conjurar luces y luego observar con el microscopio los daños que habían sufrido los chips. No me sirvió para nada, salvo para cabrear a Nightingale. Me dijo que si me sobraba tanto tiempo tenía que poder explicarle la diferencia entre las preposiciones de acusativo y las de ablativo.
Entonces me distrajo al enseñarme mi primer
adjectivum
, que es una
forma
que cambia un aspecto de otra
forma
. Ese
adjectivum
se llamaba
iactus
, que, combinado con el
impello
, tenía que permitirme —al menos en teoría— desplazar una manzana en una determinada dirección. Al cabo de dos semanas de hacer explotar manzanas logré que una de ellas volara de un extremo al otro del laboratorio con razonable precisión. Nightingale me dijo que la fase siguiente consistiría en capturar objetos que otro me arrojara a mí, y así volvimos a empezar con las manzanas explosivas, y fue entonces cuando se adelantaron los relojes y fuimos a presentarle nuestros respetos al Padre Támesis.
Después, en la sala de interrogatorios, mientras Seawoll determinaba poco a poco los hechos a partir de las declaraciones de Willard Jones, fue cuando tuve la iluminación. Resulta que la magia se parece a la ciencia en que con frecuencia lo único que hay que hacer es darse cuenta de lo que es obvio. Igual que Galileo descubrió que los objetos sometidos a la fuerza de la gravedad se aceleraban al mismo ritmo independientemente de su peso, me di cuenta de que la gran diferencia entre mi móvil y los diversos microchips con los que había experimentado consistía en que el móvil estaba conectado a la batería en el momento de freírse.
Me pareció que conectar la colección entera de microchips a una batería iba a ser demasiado complicado y me llevaría demasiado tiempo, pero, por suerte, hoy en día se pueden comprar diez calculadoras genéricas por menos de cinco libras… siempre que uno sepa dónde ir. Sólo tuve que colocarlas en lugares diversos, encender la luz fantasma durante cinco segundos exactos y luego observarlas con el microscopio. La que había dejado bajo mi propia mano estaba calcinada, y los daños iban disminuyendo en un radio de dos metros. ¿Acaso mi cuerpo emitía una energía residual que dañaba los aparatos electrónicos? ¿O era yo quien había absorbido la energía de las calculadoras y había provocado con ello los daños? ¿Y por qué eran los chips los más afectados, y no el resto de los componentes? Lo más importante: a pesar de las cuestiones no resueltas, había quedado claro que podía llevar encima el móvil y hacer magia… siempre que antes le sacase la batería.
—Pero ¿qué significa todo eso? —me preguntó Lesley.
Tomé otro trago de la Beck y agité la botella frente al televisor.
—Significa que he logrado entender cómo empezó el incendio.
A la mañana siguiente, Lesley me envió por correo electrónico el informe sobre el incendio, y, después de leerlo, busqué un minorista que pudiera venderme una caja registradora idéntica a la del J. Sheekey’s Oyster Bar. Como Nightingale había establecido la norma de que «No se aceptan visitas en la Locura con la excepción de las cocheras», tuve que cargar con el maldito trasto desde la puerta de la tienda hasta mi laboratorio. Molly me vio pasar tambaleante y se cubrió los labios con la mano para disimular su sonrisa. Me imaginé que, dada la situación, Lesley no contaría como visita, pero cuando la llamé para que asistiera a la demostración me respondió que estaba ocupada haciéndole recados a Seawoll. Tan pronto como todo estuvo en su sitio, le pedí a Molly que le pidiera a Nightingale que acudiese al laboratorio.
Despejé una zona en un rincón alejado de todas las conducciones de gas, monté la caja registradora sobre un carrito y la enchufé. Al llegar Nightingale, le entregué una bata de laboratorio y unas gafas protectoras, y le pedí que se quedara sobre una marca a seis metros de la caja. Entonces, antes de hacer nada más, le saqué la batería al teléfono móvil.
—¿Y cuál es el propósito exacto de todo esto? —preguntó Nightingale.
—Si observa usted mis movimientos —dije—, dentro de muy poco lo verá.
—Si tú lo dices, Peter… —contestó, y se cruzó de brazos—. ¿Quieres que también me ponga un casco?
—Probablemente no será necesario, señor —dije—. Voy a contar hacia atrás desde tres y, cuando llegue a cero, le rogaría que empleara el hechizo más potente que pueda hacer sin provocar destrozos.
—¿El más potente? —preguntó Nightingale—. ¿Estás seguro de lo que me pides?
—Sí, señor —afirmé—. ¿Está usted a punto?
—Si tú también lo estás, sí.
Conté hacia atrás y, al llegar a cero, Nightingale hizo explotar el laboratorio… ésa fue, por lo menos, la impresión que me llevé en un primer momento. Una bola de fuego abrasador, como una luz fantasma que hubiera salido terriblemente mal, tomó forma sobre la mano extendida de Nightingale. Me envolvió una oleada de calor y olí a cabello chamuscado. Estuve a punto de arrojarme tras un banco, pero entonces me di cuenta de que el calor no era físico. No podía serlo, porque, si no, el cuerpo de Nightingale habría ardido. Todo el calor quedaba contenido de algún modo en la esfera que se hallaba sobre su mano… lo que yo sentía eran
vestigia
a gran escala.
Nightingale me miró y enarcó una ceja sin alterarse.
—¿Durante cuánto tiempo quieres que lo mantenga?
—No lo sé —respondí—. ¿Durante cuánto tiempo puede usted mantenerlo?
Nightingale se rió. Vislumbré movimiento con el rabillo del ojo y, al volverme, vi a Molly en la puerta. Los ojos le brillaban porque el fuego se reflejaba en ellos. Miraba fijamente a Nightingale.
Me volví en el mismo momento en el que estallaba la caja registradora. La tapa saltó por los aires y una lluvia de plástico quemado se expandió como un surtidor, el humo negro subió en forma de volutas y se extendió por el techo. Molly chilló con delectación y yo me acerqué corriendo con el extintor y rocié CO
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a la caja registradora hasta que el fuego se apagó. Nightingale hizo que se desvaneciese su esfera de muerte llameante y activó unos extractores de cuya presencia en el laboratorio ni siquiera me había dado cuenta.
—¿Por qué ha explotado? —preguntó.
—La rápida avería de los componentes libera un gas explosivo. Hidrógeno, o algo así —dije—. Recuerde que no pasé del aprobado en química. El gas se mezcla con el aire que se encuentra dentro del aparato, se produce una chispa eléctrica y, ¡bum! La pregunta a la que tendría usted que responderme es: ¿al hacer un hechizo, succionamos la magia que se encuentra dentro de un objeto, o, por el contrario, somos nosotros quienes ponemos la magia en dicho objeto?
La respuesta fue, obviamente, que hacíamos ambas cosas.
—Ésa es una cuestión que no se suele tratar hasta que el pupilo ha dominado la
forma
primaria —dijo Nightingale.
La magia, tal como la entendía Nightingale, era generada por la vida. Un mago podía trabajar con su propia magia, o con magia que había almacenado por medio de un conjuro. Su explicación me interesó, pero no me pareció que permitiera comprender las explosiones de las cajas registradoras. Sin embargo, la vida se protegía a sí misma y, cuanto más compleja era, más magia generaba, pero, al mismo tiempo, más difícil era extraerle dicha magia.
—Es imposible extraer magia de un ser humano —dijo Nightingale—. E incluso de un perro.
—Los vampiros —dije— succionaron la vida de todos los que se encontraban en la casa, ¿verdad?
—Es evidente que los vampiros practican ese tipo de parasitismo, pero no sabemos cómo lo hacen —dijo Nightingale—. Tampoco sabemos qué medios emplean las gentes como tu amiga Beverley Brook para absorber la energía de su entorno.
—La casa de los vampiros es el primer sitio donde noté ese efecto que sufren los microchips —dije.
—Las máquinas se parecen cada vez más a los hombres —dijo Nightingale—. Me imagino que, como lógica consecuencia, han empezado a producir magia propia. No acabo de entender para qué nos sirve todo esto.
Me esforcé por no hacer una mueca al oír su cháchara pseudocientífica y pensé que no era momento de entrar en esa materia.
—En primer lugar —expliqué—, nos sirve porque ahora sabemos que el causante de todo esto absorbe enormes cantidades de energía y, en segundo lugar, porque apunta a otras direcciones en las que tenemos que investigar.
No podía decirse que estuviéramos descubriendo gran cosa. Entretanto, la Brigada de Homicidios de Seawoll tuvo que tomar a su cargo un apuñalamiento particularmente absurdo en un pub de Piccadilly Circus. Fui a echar una ojeada, pero no había
vestigia
y, en cambio, el crimen tenía un móvil que no por tonto era menos plausible.
—Su novia le engañaba —me explicó Lesley una noche que vino a ver un DVD. Primer chico conoce chica, chica se acuesta con segundo chico, primer chico le clava un navajazo a segundo chico y se da a la fuga—. Pensamos que está escondido en Walthamstow —dijo. Son muchos los que dirían que estar allí ya es castigo suficiente.
Los asesinatos que tuvieron lugar frente al J. Sheekey’s se le imputaron a Michael Smith. En teoría, había disparado a tres personas a la cabeza con un arma ilegal y luego se había suicidado con la misma arma. Los medios de comunicación habrían puesto más interés en el asunto si no hubieran pillado a una estrella de seriales televisivos follando con un futbolista igualmente famoso en los baños de una discoteca de Mayfair. El escándalo consiguiente dejó en un segundo plano el resto de noticias durante un par de semanas y, en opinión de Lesley, fue demasiado oportuno como para tratarse de una coincidencia.
Me pasé todo abril practicando con la
forma
, estudiando latín y perfeccionando los experimentos en busca de nuevas maneras de averiar microchips. Todas las tardes sacaba a
Toby
a pasear por la zona de Covent Garden y Cambridge Circus para ver si alguno de los dos husmeaba algo, pero no encontramos nada. Llamé en un par de ocasiones a Beverley Brook, pero me dijo que su madre le había prohibido salir conmigo mientras yo no avanzara en mis gestiones con Padre Támesis.