—Y allí estaba yo —dijo Lesley—, ya no un hombre joven, sino un actor experimentado. Los dones con que me obsequió Dios se habían multiplicado con los años de experiencia que había conseguido en los difíciles e implacables escenarios de Londres.
El que ninguno de los encargados de la dirección de escena se riese daba una idea de la fuerza con la que estaban subyugados. Como Nightingale no me había iniciado en la «compulsión para principiantes», yo no sabía cuánta magia se necesitaba para tener bajo control a dos mil personas, pero me imaginé que debía de ser mucha, y fue entonces cuando llegué a la conclusión de que sería mejor que a Lesley se le cayese la cara, antes de que se le marchitara el cerebro. Miré a mi alrededor. Tenía que haber un botiquín de primeros auxilios en un lugar cercano. El doctor Walid me había dicho que tendría que utilizar solución salina y vendajes para envolverle la cabeza si quería mantenerla con vida durante el tiempo que tardara la ambulancia en llegar. Localicé el botiquín en la pared, sobre una selección de extintores, dentro de una maleta extraordinariamente grande de plástico balístico de color rojo que también podía ser útil como arma ofensiva. Tenía a punto la última jeringa y, con el botiquín en la otra mano, me metí por entre los bastidores. En el momento en el que tuve de nuevo a la vista el escenario, Lesley —no soportaba pensar en ella como Punch o Henry Pyke— daba una explicación completa y detallada de las decepciones de Henry. Culpó de la mayoría de ellas a Charles Macklin, que, según Henry, había vuelto su mano contra él por puro despecho, y que, tras retarle, le había dado una muerte cruel al lado del mismísimo teatro.
—Tendrían que haberlo ahorcado por ello —decía Lesley—. Igual que tendrían que haberlo ahorcado por haber acabado con el pobre Thomas Hallum en el Theatre Royal. Pero tiene la suerte de los irlandeses y mucha labia.
Fue entonces cuando entendí lo que esperaba Henry Pyke. Charles Macklin había asistido de manera habitual a las funciones de la Royal Opera House hasta su muerte. De acuerdo con la leyenda, el fantasma de Macklin ha aparecido en numerosas ocasiones en su asiento favorito en el patio de butacas. Henry Pyke trataba de hacerlo aparecer, pero yo no creía que se presentara. Lesley recorría de uno a otro extremo el castillo de popa y miraba el patio de butacas.
—Déjate ver, Macklin —llamó.
A mí me pareció que su voz empezaba a denotar cierta inseguridad. La popa se erguía sobre el escenario, a demasiada altura como para que pudiese trepar. El único acceso eran las escaleras de delante… pero si iba por allí no pillaría desprevenida a Lesley. No me quedaba otro remedio que cometer una estupidez.
Salí con decisión al escenario y entonces cometí el error de mirar al público. Apenas logré ver nada más allá de las luces, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de la gran masa de gente que me devolvía la mirada desde la abrumadora oscuridad. Tropecé con mis propios pies y me agarré a un cañón del decorado.
—¿Qué sucede? —dijo la voz estridente de Lesley.
—Soy Jack Ketch —dije en voz demasiado baja.
—Dios me libre de imbéciles y de aficionados —contestó Lesley entre dientes, y luego, con más fuerza—: ¿Qué es esto?
—Soy Jack Ketch —repetí, y esta vez tuve la impresión de que llegaba hasta el público.
Me llegó una oleada de
vestigia
. No provenía de las personas, sino de la propia urdimbre de la sala. El teatro recordaba a Jack Ketch, ejecutor al servicio de Carlos II, un hombre de quien se decía que era tan funesto en su trabajo que en cierta ocasión publicó un panfleto en el que culpaba a su víctima, lord Russell, por no haber sabido quedarse quieto mientras le daba con el hacha. Durante un siglo después de su muerte, Ketch había sido sinónimo de verdugo, asesino y del diablo en persona: si había algún nombre con el que se pudiera conjurar a este último, debía de ser el de Jack Ketch. Con ello quedaba explicado su papel en la función de Punch y Judy, y también se entendía que ésta fuese la posibilidad más clara de acercarme con la jeringa.
—Le doy las gracias, señor Ketch, pero ya estoy muy cómodo aquí —dijo Lesley.
Yo no me había aprendido de memoria el guión, pero sabía improvisar.
—Pero tienes que salir de ahí —dije—. Sal de ahí para que te ahorquen.
—No seríais tan cruel —replicó Lesley.
Sé muy bien que habríamos tenido que intercambiar muchas más pullas, pero, como no recordaba las palabras, pasé a la acción.
—Entonces tendré que tomarte preso —dije, y subí por las escaleras hasta el castillo de popa.
Me fue muy difícil contemplar el rostro destrozado de Lesley, pero tenía que adelantarme a cualquier movimiento con el que me pudiera sorprender. Su rostro de Punch se retorció de irritación, probablemente porque me había saltado versos, pero prosiguió con el espectáculo, como yo había esperado y deseado. Era la parte en la que Jack Ketch agarraba a Punch y lo arrastraba hacia la horca, y en ese momento el taimado asesino de su mujer engañaba a Ketch para que metiera la cabeza en la soga y se colgara a sí mismo. No, señor, estos personajes que inventan ahora no sirven como modelo para los niños.
Preparé la jeringa.
Lesley se encogió cuando me acercaba.
—Piedad, piedad —chillaba—. No lo haré más.
—Eso seguro —dije.
Pero, antes de que pudiera clavarle la aguja, se volvió de pronto y me golpeó en la cara con el bastón de Nightingale. Los músculos de la espalda y los hombros se me agarrotaron, y tuve que contentarme con no perder el equilibrio.
—¿Sabes lo que es esto? —me dijo Lesley, al tiempo que agitaba el bastón de un lado para otro.
Traté de decirle «es un bastón», pero los músculos de la mandíbula se me habían agarrotado igual que los demás.
—Igual que Próspero tenía su libro y su bastón —dijo Lesley—, tu maestro también los tiene, pero yo necesito tan sólo el bastón. Cuando uno forma parte del mundo de los espíritus, goza de un cierto
je ne sais quoi
en sus tratos con la magia. Pero, al hallarse
sans
corporeidad, carece de la chispa de vitalidad necesaria para satisfacer sus propios deseos.
Lo cual, por lo menos, confirmaba que Henry Pyke no tenía magia propia, y esa observación me habría resultado mucho más interesante si no hubiera estado paralizado y a su merced.
—Ésta es la fuente de la que tu maestro extrae su poder —dijo Lesley—. Y, con su poder, yo puedo hacer, digamos, todo lo que me apetezca. —Sonrió; sus dientes destrozados quedaron al descubierto—. Lo que tienes que decir a continuación es: «Y ahora, señor Punch, no lo retrasemos más.»
—Y ahora, señor Punch, no lo retrasemos más —dije, y señalé a su nariz—. Meta la cabeza por este lazo.
Lo extraño fue que en ese momento sentí la compulsión como una
forma
, como una configuración en mi mente, y, sin embargo, no provenía de ésta.
—Por ese lazo —dijo Lesley, y le guiñó el ojo al público—. ¿Para qué?
—Sí, por este lazo —dije.
Lo percibí de nuevo, y en esta ocasión estuve seguro: la idea de la configuración era externa, pero la configuración en sí misma tomaba forma dentro de mi propia cabeza. Era como la hipnosis: una sugestión, más que una orden.
—¿Para qué? No sé lo que tengo que hacer —dijo Lesley, y adoptó una pose de desesperación extrema.
—Es muy fácil —dije, y agarré el lazo. Sentí el tacto rasposo de la cuerda en las palmas de las manos—. Sólo tienes que pasar la cabeza por aquí.
Lesley hizo como que metía la cabeza dentro de un lazo invisible, pero sin meterla en el lazo de verdad, y preguntó:
—¿Cómo, así?
—No, no —dije, y señalé al lazo—. Por aquí. —Pensé que, si se trataba de una sugestión, había de ser posible rechazarla con el pensamiento.
Lesley fingió de nuevo, con movimientos aparatosos, que trataba de meter la cabeza en un lazo y se equivocaba.
Traté de expulsar la configuración de mi cerebro, pero, en cambio, dije:
—Así no, tonto.
Y escenifiqué una pantomima de exasperación. La fuerza bruta no iba a servirme para nada, y tenía que pensar algo, porque, en un par de líneas, el personaje de Jack Ketch iba a meter su cuello de imbécil en el lazo y se haría ahorcar, y yo moriría ahorcado con él.
—Ten cuidado con a quién llamas tonto. Vamos a ver si sabes hacerlo tú —dijo Lesley con voz chillona, e hizo una pausa para que el público pudiera empezar con las risas tontas—. Muéstrame cómo se hace y después lo haré yo.
Sentí que mi cuerpo iniciaba el movimiento de meter la cabeza en el lazo. Entonces se me ocurrió que, si no podía librarme de la compulsión, tal vez sí lograría transformarla lo suficiente como para anularla. Seguí un método análogo a la cancelación activa de ruido, en la que se anula una onda de sonido por el procedimiento de emitir otra onda invertida. Es rebuscado y antiintuitivo, pero funciona. Esperé y deseé que la extraña versión de ese método que iba a emplear dentro de mi cabeza funcionara, porque a duras penas había empezado a crear la configuración con mi mente cuando dije:
—Muy bien, lo haré.
Mi
forma
chocó con la compulsión, como dos tuercas mal puestas que se traban en un mecanismo de transmisión. Me pareció que sentía trocitos de
forma
que daban vueltas dentro de mi cerebro y rebotaban dolorosamente dentro de mi cráneo, pero tal vez me lo imaginara. No importó. Sentí que se desvanecía el agarrotamiento de mi cuerpo y separé la cabeza de la soga, y le lancé a Lesley una mirada triunfal.
—O quizá no lo haga —dije.
Un brazo enorme me agarró por el pecho desde atrás y una mano muy grande me sujetó la nuca y empujó la cabeza hacia el lazo. Olí la lana de camello y la loción para afeitado de Chanel. Seawoll se me había acercado por detrás mientras estaba distraído recreándome en mi propia inteligencia.
—O quizá sí lo hagas —dijo Lesley.
Forcejeé, pero, aunque algunos hombres corpulentos sean sorprendentemente débiles, Seawoll no figuraba entre ellos. Entonces, le clavé la jeringa en la piel de la mano y le inyecté la dosis entera. Por desgracia, la dosis estaba calculada para Lesley, que pesaba la mitad que Seawoll. La presión no cesó, hasta que Lesley chilló:
—Izadlo, muchachos. —Y me elevé por el aire con la soga al cuello.
Mi vida se salvó tan sólo porque me colgaban con una horca teatral, que, por motivos de salud y prevención de riesgos, estaba pensada para
no
matar al atractivo barítono croata cuya garganta tenía que oprimir. El lazo era falso y la cuerda tenía por dentro un refuerzo de alambre para que no perdiera la forma. Indudablemente tendría también un cierre que, después del aria de despedida, habría servido para sujetar la correa del arnés de seguridad que el atractivo barítono, sin duda, llevaba hábilmente escondido bajo la ropa. Por desgracia, yo no tenía arnés y la maldita cosa me dejó medio muerto, pero igualmente logré sacar la cabeza del lazo, y en el proceso me hice un buen rasguño en el mentón. Me quedé sujeto a la cuerda y logré meter un codo en el lazo para tener mejor apoyo, pero, con todo, sentí un repentino espasmo de dolor en la espalda.
Eché una rápida mirada hacia abajo y vi que me hallaba a cinco metros del escenario. No pensaba soltarme.
Más abajo, Lesley se volvió hacia el público.
—La policía no nos va a molestar más —dijo.
A sus espaldas, Seawoll se sentó pesadamente sobre las escaleras y se quedó con el tronco encorvado, como un corredor que cede a la fatiga. El clorhidrato de etorfina le hacía efecto por fin.
—Mirad —dijo Lesley—, un agente de la Ley da sus últimas patadas y otro se queda dormido… derrotado, sin duda alguna, por el alcohol. Así pues, las buenas gentes de Inglaterra depositamos nuestra confianza en puercos que apenas si se distinguen en nada de los villanos a los que pretenden dar caza. ¿Durante cuánto tiempo vamos a soportar esto, señoras y señores, chicos y chicas? ¿Cómo es que los hombres de bien pagan impuestos mientras los extranjeros no pagan nada, y al mismo tiempo quieren tener las libertades que el inglés se ganó con su sudor?
Cada vez me era más difícil mantenerme agarrado, pero sabía muy bien lo que me ocurriría si me soltaba. A lado y lado del escenario había grandes cortinas y me pregunté si podría trazar un arco con la cuerda hasta una de ellas. Sujeté el lazo con las dos manos y empecé a mover el cuerpo y desplazar mi propio peso para ganar impulso.
—Porque ¿quién sufre una opresión peor? —exclamó Lesley—. ¿Los que tan sólo reclaman los derechos que les corresponden, o quienes quieren tenerlo todo, seguridad social, viviendas de protección oficial, pensión de invalidez, y no pagar nada? —Una de las materias que estudiamos en historia fue la reforma de las Leyes de Pobres, así que Henry Pyke debía de extraer material del cerebro de Lesley. O tal vez llevara doscientos años leyendo el
Daily Mail
—. ¿Y acaso nos dan las gracias? —preguntó. El público murmuró la respuesta—. Pues claro que no —dijo Lesley—. Porque han llegado a pensar que todas esas prebendas son sus derechos.
No me fue fácil evitar que la cuerda se balanceara sobre el foso de la orquesta. Traté de corregir la trayectoria y acabé por trazar un ocho. Aún me encontraba a varios metros de altura, así que me empleé a fondo y me di impulso con las piernas para tratar de llegar al lateral.
De pronto, la multitud rugió, y sentí una oleada de frustración y de ira que me envolvía como las aguas que se desbordan al inundarse una cloaca. Perdí la concentración en un momento crucial y me estrellé contra la cortina. Salté, me agarré con desesperación a la gruesa tela y traté de capturarla con las piernas para no pegármela contra el escenario.
Entonces, todas las luces se apagaron. No hubo chispas, destellos, centelleos, ni nada que resultara teatral… se apagaron sin más. Inferí que en alguno de los dispositivos del complicado sistema de iluminación de la Royal Opera House un par de microprocesadores se habían transformado en arena. Cuando uno se agarra a algo con las uñas, normalmente la dirección correcta es la que baja, así que hice todo lo posible por olvidarme del dolor que sentía en los antebrazos y empecé a descender por la cortina. No oí gritos de pánico. Dadas las circunstancias, el silencio era mucho más pavoroso de lo que habría sido su contrario.
Un cono de luz blanca apareció en torno a Lesley, cual foco procedente de una lámpara invisible.