—Pero ¿por qué? —preguntó—. Hoy no había nada programado.
Los disturbios son espontáneos tan sólo en muy raras ocasiones. Por lo general, hay que reunir a la masa y provocarla, y el inspector de policía diligente los ve venir. Sobre todo cuando su territorio comprende un imán de disturbios como Trafalgar Square. La única mentira medio convincente que se me ocurrió fue que alguien había atacado la Royal Opera House con un aerosol psicotrópico, pero pensé que con esa explicación suscitaría más preguntas de las que iba a responder. Aparte de que habría provocado una indeseable intervención militar. Estaba a punto de arriesgarme a decirle la verdad, que una especie de fantasma vampiro tenía bajo control a todo el público del teatro, cuando Neblett se dio cuenta de quién era la persona a la que acababa de golpear en la cabeza.
—Oh, Dios mío —dijo, y se agachó para verlo más de cerca—. Es Folsom, el comisario auxiliar suplente.
Nuestras miradas se cruzaron sobre el cuerpo convulso de nuestro superior.
—No ha llegado a verle, señor —dije—. Si llama usted a una ambulancia, podemos hacer que se lo lleven antes de que recobre la conciencia. Hubo un disturbio, alguien le golpeó y usted lo rescató.
—¿Y cuál será tu papel en todo eso?
—El de testigo de confianza, señor —dije—. Testigo de su oportuna intervención.
El inspector Neblett clavó la mirada en mí.
—Me había equivocado contigo, Grant —dijo—. Tienes madera de policía.
—Gracias, señor —dije.
Miré alrededor. Los alborotadores se estaban desplazando. Deduje que se marchaban por Floral Street y salían a la plaza.
—¿Dónde está el GAT? —pregunté.
El GAT es el Grupo de Apoyo Territorial. Son esos tíos que van por ahí con furgones Mercedes Sprinter cargados con cajas de equipamiento en las que llevan desde cascos antidisturbios hasta tasers. Todos los mandos de distrito tienen un par de ellos dando vueltas por su área de operaciones, sobre todo a la hora de cerrar, y siempre hay una fuerza de reserva por si se producen acontecimientos inesperados. Imaginé que los acontecimientos de ese momento se podían considerar inesperados.
—Se están preparando en Longacre y Russell Street —dijo Neblett—. Creo que el plan del Mando Central consiste en acorralarlos en torno a Covent Garden.
Se oyó un gran estrépito en la plaza, seguido por vítores entrecortados.
—¿Y ahora qué sucede? —preguntó Neblett.
—Creo que están saqueando el mercado.
—¿Podrías llamar a la ambulancia? —preguntó.
—No, señor, tengo órdenes de ir a por el cabecilla —dije.
La explosión de los cócteles Molotov tiene un sonido muy característico. Si están bien hechos, la sucesión de sonidos es:
catacrac, pum, zuuuu
. El último sonido es el que produce la gasolina al inflamarse, y es el que te matará si lo permites. Lo sé muy bien porque, para graduarse en Hendon, hay que pasar una prueba muy divertida en la que otros arrojan cócteles Molotov contra ti. Fue por eso por lo que tanto Neblett como yo nos agachamos instintivamente al oír un impacto sobre el asfalto a menos de quince metros de nosotros.
—Esto es el principio —dijo Neblett.
Al mirar hacia el sur, vimos una turba de alborotadores en la esquina de Culverhay con Bow Street. Un poco más allá vi el reflejo de las llamas en los cascos azules y los escudos grises de los antidisturbios.
Aún tenía que encontrar a Lesley, reducirla y llevarla hasta el Hospital Universitario para entregársela a Walid. No tendría problemas para transportarla, porque la mitad de las ambulancias de Londres debían de estar dirigiéndose hacia Covent Garden en ese mismo momento. Sólo tenía que localizarla. Decidí partir de la suposición de que aún quería vengarse de Macklin, que en otro tiempo había tenido una ginebrería en Henrietta Street y estaba enterrado en la iglesia de los Actores. Por tanto, tenía dos opciones: o regresar a la plaza —y eso, por desgracia, habría significado atravesar los estimulantes disturbios del sur—; o ir por Floral Street, donde sólo Dios sabía qué podía haber, en términos de alborotadores y cosas malas.
Por fortuna, al reconstruir la Opera House una de las cosas de las que se aseguraron fue de que tuviera muchas salidas. Tras desearle buena suerte a Neblett y arrearle una subrepticia patada a Folsom en la espinilla, volví corriendo adentro. Entonces me sería muy sencillo dejar atrás la taquilla y la tienda del teatro y salir a la plaza por el otro lado. Lo habría sido, por lo menos, si no hubiera habido alguien saqueando la tienda.
La vitrina estaba rota y los cristales se habían desparramado sobre los DVD, las bolsas de viaje con el logo de la Royal Ballet School y los bolígrafos de recuerdo. Alguien se había llevado el maniquí color plata y marfil de la vitrina y lo había arrojado al otro lado del corredor con tal fuerza que lo había destrozado contra la pared de mármol. Dentro se oían unos sollozos, mezclados con el ocasional estrépito de los destrozos. Al pasar por allí, la curiosidad me dominó y me detuve frente a la puerta rota para echar una cauta mirada al interior.
Un hombre de mediana edad estaba dentro de la tienda, sentado en el suelo, descalzo, rodeado de centenares de paquetes de plástico transparente. Agarró ante mis ojos uno de los paquetes y lo desgarró para sacar un par de zapatillas de ballet de color blanco. Cuidadosamente, con la punta de la lengua asomándole por la comisura de la boca, el hombre trató de calzarse una de las zapatillas en su pie peludo y grande. Como era de esperar, la zapatilla le quedaba demasiado pequeña. No importaba la fuerza con que el hombre en cuestión tirara de los lazos. Acabó por deshacerle las costuras. El hombre sostuvo la zapatilla rota enfrente de su rostro y estalló en lágrimas. Arrojó las zapatillas al otro extremo de la tienda y agarró otro par, y entonces me marché… hay cosas que es mejor no saber.
La puerta trasera de la Royal Opera House da a la columnata que se encuentra en la esquina nororiental de la plaza. Habían reventado la Paperchase de la esquina y jirones de papel de colores volaban sobre los adoquines y por la plaza. A la derecha, saqueaban con entusiasmo la Disney Store, pero, por extraño que parezca, no habían tocado la Build-a-Bear —un oasis de cursilería y paz en colores brillantes—. Daba la impresión de que la violencia se concentraba en el oeste, junto a la iglesia. Supuse que sería allí donde encontraría a Lesley. Me acerqué al mercado cubierto, porque conté con que por allí me sería más fácil ocultarme mientras me acercaba a la iglesia. Estaba a medio camino cuando alguien me dirigió un silbido de admiración. Fue un silbido de verdad, con los dos dedos en la boca, y se hizo oír a pesar del barullo.
Al segundo silbido, localicé su origen. Era Beverley, que me miraba desde el balcón del pub en el primer piso. Al ver que me había dado la vuelta, me hizo un gesto con el brazo y corrió hacia las escaleras. Nos encontramos en la puerta.
—Me han quemado el coche —me informó.
—Lo sé —le dije.
—Mi precioso coche recién estrenado —se lamentó.
—Lo sé —dije, y la agarré del brazo—. Tenemos que marcharnos de aquí.
Traté de llevarla una vez más en dirección a la Opera House.
—No podemos volver allí —dijo.
—¿Por qué no? —le pregunté.
—Porque me parece que hay personas que te siguen —dijo.
Me volví. Los cantantes de ópera estaban allí, seguidos por los que reconocí como miembros de la orquesta y por varias personas que en su mayor parte vestían camisetas y vaqueros; supuse que serían los que trabajaban entre bastidores. La Compañía Real de Ópera es una institución reconocida a nivel mundial que se dedica a escenificar algunas de las óperas más importantes a una escala épica. Tienen a mucha gente que trabaja entre bastidores.
—Oh, Dios mío —dijo Beverley—. ¿Esa de ahí es Lesley?
Lesley se había abierto paso hasta ponerse al frente de la turba. Aún tenía la cara de Punch. Levantó la mano y la compañía entera se detuvo.
—Corre —le ordené a Beverley.
—Buena idea —afirmó ella, y entonces me agarró del brazo y tiró con tal fuerza que estuve a punto de caerme.
Beverley se lanzó a toda prisa por uno de los oscuros corredores con paredes de ladrillo que conducían al interior del mercado cubierto. Estaba anocheciendo y la mayoría de las tiendas habían cerrado, aunque los puestos que servían bebidas y comida étnica debían de hacerse ricos con los turistas. Sin embargo, no se veía a nadie y tuve la esperanza de que se debiera a que los clientes y los tenderos habían huido para ponerse a salvo.
Oí a nuestras espaldas que la compañía teatral profería un fuerte aullido, al unísono, y, sobre él, oí también la risa estridente y chillona del espíritu de la violencia y la rebeldía. Entonces se produjo un silencio amenazador y la primera de las bombas de fuego alcanzó el tejado. Lesley había afirmado que no quería mi muerte, pero empezaba a sospechar que lo había dicho de mentira.
Beverley me llevó por un pasillo hasta uno de los patios cubiertos y fue allí donde encontramos a la familia alemana. Eran cinco: un padre imperturbable de cabellos oscuros, una madre rubia y de facciones angulosas, y tres niños de entre siete y doce años. Debían de haberse refugiado tras uno de los puestos de comida al empezar los alborotos, y nada más salir se habían encontrado con que Beverley y yo corríamos hacia ellos. La madre gimoteó, la hija mayor chilló y el hombre se cuadró. El padre no quería pelear, pero por Dios que estaba dispuesto a defender a su familia de dos individuos que se ajustaban al estereotipo de sujetos peligrosos, por grande que fuera la desventaja en la que se encontraba. Le enseñé mi identificación policial y se deshinchó, entre aliviado y sorprendido.
—
Polizei
—le dijo a su mujer, y entonces me preguntó muy educadamente si podíamos ayudarlos.
Les dije que estaríamos encantados de ayudarlos, empezando por acudir a la salida más cercana y evacuar el área. De pronto, empecé a sudar, y me di cuenta de que era porque a mis espaldas había un incendio. Toda la parte de atrás del mercado cubierto estaba envuelta en llamas. Puse una mano en la espalda del padre y otra en la de la hija mayor y los empujé en la dirección contraria.
—
Raus, raus
! —grité, con la esperanza de que esa palabra realmente significara «salid».
Beverley nos guió hasta la esquina suroccidental del mercado, que por el momento aún no había sufrido desperfectos, pero a duras penas habíamos pasado la segunda hilera de puestos cuando se detuvo, y la familia alemana y yo nos estrellamos contra su espalda. Enfrente de nosotros, un grupo de alborotadores se valía de la fachada occidental del mercado para enfrentarse desde allí a las fuerzas policiales.
—Hemos quedado atrapados —dijo Beverley.
Los alborotadores nos daban la espalda, pero era cuestión de tiempo que uno de ellos se volviera.
Una de las tiendas cercanas parecía sorprendentemente intacta y, aunque por lo general se considere peligroso meterse dentro de un edificio durante un incendio, no vi que tuviéramos ninguna otra opción. Hasta que nos hubimos metido dentro y me hube agazapado detrás de un maniquí vestido tan sólo con dos minúsculas piezas de seda, no me di cuenta de que nos habíamos metido en una sucursal de Seraglio. Convencí a la familia de que se sentaran detrás del mostrador para que no pudiesen verlos desde fuera.
—Por favor —preguntó la madre—, ¿qué es lo que sucede?
—No lo sé, hermana —dijo Beverley—. Yo sólo trabajo aquí.
El mercado cubierto de Covent Garden tenía cuatro hileras paralelas de tiendas bajo el techo de hierro y cristal. Originalmente se construyó para alojar puestos de frutas y verduras, y luego éstos se habían transformado en tiendas con luna de cristal y suministro eléctrico, pero el espacio entre las hileras seguía teniendo menos de tres metros de anchura. Se habían introducido con calzador tiendas de artesanía especializada, cafés y bonitas versiones en miniatura de las cadenas de tiendas típicas de las avenidas de alto nivel. Como resultado, nuestro escondrijo estaba abarrotado de elegantes maniquíes de abstracto color negro y plateado, apenas vestidos con dos escasos trocitos de satén. Tenía la esperanza de que los maniquíes contribuyeran a camuflarnos si alguien miraba adentro.
Esa posibilidad se puso a prueba cuando algunos alborotadores pasaron por delante del escaparate. A juzgar por las chaquetas de traje hechas jirones y las camisas blancas y sucias, eran miembros del público, y no del reparto. Contuve el aliento, porque se habían detenido fuera y se llamaban los unos a los otros con su acento gutural de corredores de bolsa.
Por extraño que parezca, no sentí miedo. Más bien sentía vergüenza de que aquella simpática familia de imitadores de los Trapp hubiera venido a mi ciudad y, en lugar de poder entregar su dinero a los amables vendedores en las tiendas, tuviera que sufrir violencia, golpes y malas maneras por parte de los londinenses. La situación me cabreaba indeciblemente.
Los corredores de bolsa se marcharon a grandes zancadas en dirección al oeste.
—Bien —dije al cabo de un minuto—. Voy a comprobar que no haya moros en la costa.
Salí por la puerta de la tienda y eché una mirada alrededor. La buena noticia era que no había alborotadores a la vista, y la mala probablemente era el motivo: que, mirara a donde mirase, todo ardía. Corrí hacia la salida más cercana, pero no había dado más de unos pocos pasos antes de que el calor empezara a quemarme el pelo de las fosas nasales. Retrocedí rápidamente hasta la tienda.
—Beverley —le dije—, estamos hasta el cuello de mierda. —Le hablé del incendio.
La madre frunció el ceño. Era la lingüista de la familia.
—¿Hay algún problema? —preguntó. Las llamas se reflejaban sin dejar lugar a dudas en los escaparates de la tienda y en los rostros lisos y plateados de los maniquíes, así que no tenía mucho sentido mentir. Miró a los niños y luego me miró a mí—. ¿No puede hacer nada?
Yo miré a Beverley.
—¿No podrías hacer magia? —me preguntó ella a mí.
El calor era cada vez más intenso.
—¿Y tú?
—Tienes que decirme que no hay problema.
—¿Qué?
—Lo dice el acuerdo —respondió Beverley—. Tienes que decirme que no hay problema.
Uno de los cristales de la ventana se agrietó.
—No hay problema —dije—. Haz lo que tengas que hacer.