—Esa decisión no te corresponde a ti —afirmé.
—¿Y crees que a ti sí?
—Yo sé que sí —dije—. Es mi deber, mi obligación… mi decisión.
—Y me pides…
—Yo no te
pido
nada —repliqué, y ahí terminaron las cortesías—. Mira, Tyburn, si tienes ganas de joderme, lo mejor será que sepas con quién te has metido.
Tyburn dio un paso hacia atrás y volvió a su puesto.
—Sabemos quién eres —dijo—. Tu padre es un músico fracasado y tu madre friega oficinas para sobrevivir. Te criaste en un apartamento de protección oficial, estudiaste en la escuela pública del barrio y no sacaste las notas que necesitabas…
—Soy agente de policía —dije—, y, por lo tanto, representante de la Ley. También soy aprendiz, y como tal soy guardián de la llama sagrada, pero, por encima de todo, soy un hombre libre de Londres y por tanto soy Príncipe de la Ciudad. —Señalé a Tyburn con el dedo—. Eso no lo superas ni con las mejores notas en Oxford.
—¿Eso crees? —dijo ella.
—Basta —dijo Mamá Támesis—. Déjale entrar en su casa.
—No es su casa —dijo Tyburn.
—Haz lo que te digo —insistió Mamá Támesis.
—Pero, mamá…
—¡Tyburn!
Tyburn parecía acongojada, y por un momento sentí genuina lástima por ella, porque ninguno de nosotros llega a crecer lo suficiente como para que nuestras madres piensen que no pueden darnos órdenes. Se sacó un Nokia extraplano del bolsillo y marcó un número sin dejar de mirarme a los ojos.
—Sylvia —dijo—. ¿Podrías ponerme con el comisario? Bien. ¿Podríamos hablar un momento?
Luego, tras haberse explicado, dio media vuelta y abandonó la sala. Logré reprimir la tentación de recrearme en mi victoria, pero observé a Beverley para ver si la había impresionado. Beverley me miró con una estudiada indiferencia que me produjo el mismo efecto que si me hubiera lanzado un beso.
—Peter —dijo Mamá Támesis, y me mandó que me acercara a su silla.
Me dio a entender que quería decirme algo en privado. Traté de inclinarme con toda la dignidad de la que fui capaz, pero, para gran diversión de Brent, acabé por ponerme de rodillas frente a ella. Mamá Támesis se inclinó hacia mí y me rozó la frente con los labios.
Por un instante fue como si estuviera en pie sobre las compuertas centrales de la Barrera del Támesis y mirase hacia el este, más allá de la desembocadura del río. Sentía las torres de Canary Wharf irguiéndose triunfantes a mi espalda, y, más allá de éste, las dársenas, la White Tower y todos los puentes, campanarios y casas de la ciudad de Londres. Pero, más adelante, en el horizonte, sentía el principio de la tormenta, la fatal combinación de mareas altas, calentamiento global y deficiente planificación, a la espera; dispuesta a erigir una pared de agua de diez metros y lanzarla río arriba, y derribar los puentes, las torres y todo lo demás.
—Así pues, entiendes —dijo Mamá Támesis— dónde reside el verdadero poder.
—Sí, Mamá —dije.
—Espero que soluciones mi disputa con el Anciano —dijo.
—Haré cuanto pueda —dije yo.
—Buen muchacho —dijo Mamá Támesis—. Y, por tus buenas maneras, te voy a hacer un último regalo. —Agachó la cabeza y me susurró un nombre al oído—:Tiberio Claudio Verica.
Cuando llegué a Russell Square, los paracaidistas ya se habían marchado. Volvía a hacerme cargo de la Locura, y ahora yo era el responsable de ella. Tan buen punto crucé el umbral,
Toby
se me arrojó a los tobillos. Jadeaba y se revolcaba con afecto, aunque, al darse cuenta de que no le traía nada para comer, perdió todo interés y se marchó. Molly me aguardaba al pie de las escaleras occidentales. Le dije que Nightingale estaba consciente y luego le mentí y le dije que había preguntado cómo estaba ella. Le dije lo que pensaba hacer y dio un paso atrás.
—Me voy a mi habitación para recoger unas cosas —dije—. Volveré a bajar dentro de media hora.
Al llegar a mi habitación, saqué los apuntes de latín y repasé los nombres romanos. Había aprendido que a menudo tienen tres partes:
praenomen
,
nomen
y
cognomen
, y que si lograba leer mi propia letra podría conseguir gracias a ellos mucha información sobre la persona que los llevaba. Verica no era un nombre latino; yo sospechaba que sería británico, y que Tiberio Claudio eran los dos primeros nombres de Tiberio Claudio César Augusto Germánico, también conocido como emperador Claudio, el que estaba al mando cuando los romanos conquistaron Bretaña. Siempre que le era posible, el Imperio se ganaba a las élites locales. Siempre es más fácil ponerle el talón encima a un país si antes mandas una invitación para una cena romántica. Uno de los sobornos que ofrecían era la ciudadanía romana, y muchos de los que aceptaron la oferta se quedaron con el nombre anterior y le antepusieron el
praenomen
y el
nomen
de sus promotores, en este caso el emperador. Así, a juzgar por su nombre, Tiberio Claudio Verica había sido un aristócrata de la Bretaña que vivía en la ciudad en la época de su fundación.
Y eso no significaba nada o, por lo menos, yo no veía manera de que significase algo. Tenía prevista una conversación con Mamá Támesis sobre ese asunto, contando con que sobreviviese a la siguiente hora. Pero en ese momento tenía problemas más inmediatos que resolver.
En 1861, William Booth abandonó a los metodistas de Liverpool y se dirigió a Londres. Una vez allí, en el marco de la magnífica tradición de reinvención metropolitana, fundó su propia iglesia y llevó a Cristo, el pan y el trabajo social a los aborígenes paganos del este de Londres. En 1878 declaró que estaba harto de que le llamasen voluntario y que si no se le consideraba soldado regular en el Ejército de Cristo prefería no ser nada; así nació el Ejército de Salvación. Pero no hay ejército, por puros que sean sus motivos, que ocupe un país extranjero sin hallar resistencia, y dicha resistencia tomó la forma del Ejército del Esqueleto. Nutrido por la ginebra, la terquedad y los gruñidos de resentimiento de unos hombres que no sólo pertenecían a la clase obrera victoriana, sino que, como si eso no hubiera sido desgracia suficiente, encima tenían que sufrir las prédicas de una cuadrilla de norteños, el Ejército del Esqueleto reventaba las asambleas del Ejército de Salvación, interrumpía sus marchas y atacaba a sus oficiales. El emblema del Ejército del Esqueleto era un esqueleto blanco sobre fondo negro, una enseña que ostentaban los calaveras avispados desde Worthing hasta Bethnal Green. Había visto una de dichas insignias sobre el cuerpo espectral de Nicholas Wallpenny, hombre apropiado para el Ejército del Esqueleto si alguna vez lo hubo, y era su insignia la que había encontrado en el cementerio de la iglesia de los Actores. Nightingale me había dicho que iba a necesitar un espíritu guía y, a falta de osos y coyotes totémicos, y otros animales por el estilo, tendría que conformarme con un londinense de pura cepa que ejercía de ladrón.
La insignia se encontraba donde la había dejado, en la caja de plástico donde guardaba los recortes de papel. La saqué y la sostuve en la palma de la mano. No era más que una baratija, hecha con peltre y latón. Al cerrar la mano en torno a ella, sentí fugazmente el sabor de la ginebra, ecos de canciones antiguas y una punzada de resentimiento.
Si lo que tenía que emprender era un viaje espiritual, no iba a necesitar nada más, y ya lo había retrasado demasiado. Bajé de mala gana las escaleras, y fui hasta donde me aguardaba Molly, en el salón principal. Estaba de pie, con la cabeza gacha. Sus cabellos eran una cortina negra que le cubría el rostro, y tenía las manos entrelazadas frente a su propio cuerpo.
—Yo tampoco quiero hacerlo —dije.
Levantó la cabeza y por primera vez me miró directamente a los ojos.
—Hazlo —dije.
Se movió tan rápido que no lo vi. Se arrojó contra mí. Uno de sus brazos me rodeó los hombros y me agarró por la nuca, y el otro me sujetó por la cintura. Sentí que estrujaba sus senos contra mi pecho, que sus muslos se agarraban con fuerza en torno a mi pierna. Metió el rostro bajo mi mentón y sentí sus labios en la garganta. El miedo se adueñó de mí: traté de liberarme, pero se aferró a mí con más fuerza que una amante. Noté que sus dientes me herían en el cuello y luego sentí dolor, que curiosamente parecía de un golpe más que de un corte. La sentí tragar cuando me succionó la sangre, pero también sentí la conexión con las baldosas que tenía bajo los pies y los ladrillos de las paredes, la arcilla amarilla londinense, y entonces me caí de espaldas bajo la luz del día y el olor a trementina.
No se parecía en nada a una realidad virtual, ni a lo que te imaginarías que es un holograma; era como respirar
vestigia
, como nadar en piedra. Me vi a mí mismo en la memoria del mismísimo salón principal de la Locura.
Lo había conseguido… estaba dentro.
El salón se veía más o menos igual que antes, pero los colores habían cambiado, tenían tonos casi sepia y oía un pitido en los oídos parecido al que escuchamos después de haber nadado en aguas profundas. No veía a Molly, pero sí que vislumbré la imagen de Nightingale o, por lo menos, la impresión de Nightingale en la memoria de la piedra. Subía fatigado por las escaleras. Abrí la mano y me aseguré de que todavía tenía la insignia del esqueleto. Aún estaba allí, y cuando cerré la mano en torno a ella me arrastró con mucha suavidad hacia el sur. Me volví y anduve hacia la puerta lateral de Bedford Place, pero, al caminar por el salón, me di cuenta, de pronto, de que una inmensa negrura se hallaba bajo mis pies. Era como si las baldosas negras y blancas se hubieran vuelto transparentes, y a través de ellas atisbara un terrible abismo, oscuro, sin fondo, y frío. Traté de caminar más rápido, pero era como intentar moverse contra un violento viento. Tuve que inclinar el cuerpo hacia delante y empujar con fuerza para avanzar.
Después de haber conseguido llegar, con estudiados giros, a los estrechos alojamientos de los sirvientes bajo la escalera oriental, me pregunté si en el reino de los espectros no podría atravesar paredes. Tras darme un par de golpes en la cabeza, abrí la puerta como una persona normal.
Me encontré en los años treinta y el hedor de los caballos me asaltó. Supe que eran los años treinta por los trajes cruzados y los sombreros de gángster. Los coches no eran más que sombras, pero los caballos eran sólidos y olían a sudor y a estiércol. Había personas que caminaban sobre el suelo; parecían totalmente normales, salvo por su mirada ausente. A modo de experimento, me puse enfrente de un hombre, pero me esquivó como si yo hubiera sido un obstáculo familiar y sin importancia. Un agudo dolor en el cuello me recordó que no había ido hasta allí a hacer turismo.
Permití que la insignia del esqueleto me guiara por Bedford Place hasta Bloomsbury Square. En lo alto, el cielo parecía extrañamente indefinido, en un determinado momento azul, nublado al siguiente, y luego cubierto de humo de carbón. Al mismo tiempo que caminaba, la ropa de los transeúntes cambiaba, los coches fantasma se desvanecían, e incluso el perfil de los edificios se modificaba. Si lo había entendido bien, la insignia de Nicholas Wallpenny no me llevaría tan sólo a su guarida en Covent Garden, sino al momento en el tiempo en el que se había instalado en ella.
El libro más reciente que había encontrado sobre esa materia se remontaba a 1936, y lo había escrito un tío que se llamaba Lucius Brock. Había especulado con que los
vestigia
se acumulaban en capas como los yacimientos arqueológicos y que los diferentes espíritus ocupaban capas distintas. Iba a encontrarme con Wallpenny a finales de la era victoriana y él me guiaría hasta Henry Pyke a finales del siglo
XVIII
, y Pyke, tanto si quería como si no, iba a revelarme el lugar donde estaba enterrado.
Había llegado al final de Drury Lane cuando la era victoriana me provocó unas arcadas que me hicieron caer de rodillas. Me había acostumbrado al olor a mierda de caballo, pero entrar en los años 1870 fue como meter la cabeza en un pozo repleto de excrementos humanos. Tal vez fuera por culpa de los
vestigia
, pero eran lo bastante fuertes como para hacerme arrojar mi imaginaria comida del mediodía a la repugnante cloaca. Saboreé sangre en la boca y me di cuenta de que parte de esa sangre era mía. Sin duda alguna, servía para alimentar a la mierda esotérica que Molly me había puesto para que estuviera allí.
Bow Street estaba abarrotada de grandes carretas y carromatos muy altos, tirados por caballos tan grandes como automóviles familiares de un tamaño decente. Era Covent Garden en todo su esplendor, y contaba con que la insignia del esqueleto de Wallpenny me guiara por Russell Street hasta la plaza, pero, en cambio, me llevó por la derecha, por Bow Street, en dirección a la Royal Opera House. Entonces las carretas cambiaron de forma y me di cuenta de que había retrocedido demasiado en el tiempo y algo había salido mal con el plan A.
Como si las hubieran sacado de allí para dar comienzo a la escena siguiente, las pesadas carretas habían desaparecido del exterior de la Opera House. El cielo se oscureció y se hizo de noche, y la calle quedó alumbrada tan sólo por antorchas y lámparas de aceite. Las imágenes fugaces de carruajes sobredorados pasaban por mi lado, al mismo tiempo que señoras y caballeros perfumados y con peluca caminaban arriba y abajo por las escaleras del antiguo Theatre Royal. Un grupo de tres hombres me llamó la atención. Parecían más sólidos que el resto de figuras, más densos y más reales. Uno de ellos era un hombre mayor y corpulento, con una gran peluca, que caminaba con dificultad, con la ayuda de un bastón. Debía de ser Charles Macklin. La luz persistía en torno a su cuerpo, como si se le hubiera elegido para un primer plano. No se ofrece ningún premio para quien averigüe quién lo eligió.
Me imaginé que estaba a punto de contemplar una representación del infame asesinato de Henry Pyke a manos del cobarde Charles Macklin y, en ese precioso momento, entró Henry Pyke con un abrigo de terciopelo, presa de una fuerte emoción, con la peluca mal puesta y un bastón demasiado grande en la mano.
Sólo que su rostro no me resultó desconocido. Lo había visto por primera vez una fría madrugada de enero y se me había presentado como Nicholas Wallpenny, del distrito de Covent Garden. Pero no, no era Nicholas Wallpenny, era Henry Pyke. Siempre había sido Henry Pyke, desde el primer momento, desde que nos habíamos conocido en el pórtico de la iglesia de los Actores, donde había sacado el máximo partido de su animada manera de hablar de londinense de pura cepa. Bueno, por lo menos eso explicaba que Wallpenny no se mostrara en presencia de Nightingale. También significaba que la escena en la iglesia que me había llevado a la excavación
impromptu
de un importante lugar de Londres no había sido más que eso: una escena, una representación.